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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Stargate (14 page)

BOOK: Stargate
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Kawalsky le había dado un traje de faena de color verde oliva. Estaba abrochándose el último botón cuando se abrió la puerta. Era Catherine, con aspecto de cansancio.

—Creí que no te gustaba viajar —le dijo con sonrisa triste.

—Lo he superado.

Se alegraba de verla. Le había preocupado lo que Catherine pensase cuando se enterara de que él iba a tomar parte en la misión. No hacía mucho que la conocía, pero era una mujer que le agradaba y a la que respetaba mucho, y no deseaba traicionarla por nada en el mundo. La mujer escogió la silla más próxima y se dejó caer en ella para atajar el dolor de los pies.

—Escucha —le dijo con su agradable acento británico—, creemos que el viaje a través del anillo rompió parte del instrumental vítreo de la sonda. Como precaución, he hecho que un pobre diablo que trabaja en el taller de la Academia de las Fuerzas Aéreas te construya una montura especial para las gafas. De plomo. Estará aquí a eso de las seis.

La idea de ir a alguna parte sin las gafas asustaba a Daniel. De repente se vio andando a tientas en un extraño planeta y la imagen no fue agradable.

—Gracias, ha sido muy… considerado de su parte.

—Además, voy a ponerte la comida en una caja. —Catherine se estaba burlando de sí misma.

Daniel sonrió y dijo:

—He estado pensando en lo que le dije en aquella ocasión. Ya sabe, lo de aceptar el dinero de los militares. De verdad que lo siento si…

—Ya no tiene importancia. Así son las cosas. —Se puso de pie, se acercó a él y lo miró seriamente a los ojos—. La primera vez que vi el anillo, cuando lo desenterraban del polvo de Egipto, supe que tendría que ocurrir algo así, que tendría que haber algún viaje increíble. Naturalmente, pensé que sería yo quien lo realizara. Pero ahora ya soy vieja, así que lo harás tú en mi lugar. —Daniel fue a decir algo, pero Catherine le atajó—. Me alegro. Si no puedo ir yo, prefiero que seas tú. —Se llevó la mano a la nuca y desabrochó el medallón que Daniel le había visto siempre colgado—. Esto se encontró con la Puerta. Siempre me ha traído suerte.

Daniel tomó en sus manos el antiguo disco de bronce y le dio la vuelta para examinar el grabado.

—Es el Ojo de Ra, una pieza rarísima y muy valiosa. No puedo aceptarla.

Catherine extendió la mano y le acarició la mejilla.

—Dámelo cuando vuelvas —le dijo, reuniendo todas sus fuerzas para marcharse.

—Espere un segundo. —Daniel se acercó a su ordenador y cogió la antigua estatuilla de la mujer egipcia—. Tenía usted razón. Esta pieza es del siglo XIV antes de Cristo. Cuide de ella en mi ausencia.

Catherine sonrió y aceptó la estatuilla. Al salir por la puerta se volvió y le dijo:

—¡Buen viaje!

Daniel estornudó mientras la mujer salía.

Episodio IX

La evacuación

El equipo de la expedición tenía previsto reunirse en la puerta del silo a las 5.45 de la madrugada. Kawalsky, responsable de la última inspección del equipo y de dar las últimas instrucciones, llegó temprano y, ante su sorpresa, encontró a Daniel sentado en el vestíbulo leyendo un libro. Demasiado nervioso para dormir, había pasado casi toda la noche estudiando los más antiguos jeroglíficos que pudo encontrar —anteriores a la Primera Dinastía— y memorizando todo lo que podía. A su alrededor se podía apreciar todo el caos que Daniel era capaz de generar en una hora dondequiera que estuviese.

—Jackson, ¿adónde cree que vamos, a una biblioteca? Quite de ahí todo esto.

Kawalsky, siempre tan solícito y dispuesto, esperaba que Daniel saltara nada más oír la orden. Pero Daniel no tenía intención de aceptar órdenes de un tipo desarrollado a base de testosterona y formada en el ejército, que seguramente era incapaz de entender lo importante que podían llegar a ser los jeroglíficos.

Miró al teniente con los ojos hinchados después de haber pasado una larga noche afectado de «odofobia», comúnmente llamada «fobia a viajar», y se sonó tranquilamente la nariz. Kawalsky, enfadado, le tiró encima un sobre grande y se alejó.

El sobre contenía la montura de plomo que protegería sus gafas de las vibraciones del anillo. Contenía también una nota de Catherine que decía: «¿No te prometí la comida?». Y en el fondo del sobre encontró cinco chocolatinas.

Otros dos soldados se presentaron ante Kawalsky. Eran Feretti y Brown, caras que Daniel recordaba haber visto la mañana que llegó a la base. Feretti, fiel a su nombre, era un hombre inagotable de cejas muy pobladas que al parecer no podía estarse quieto. Se pasaba la vida en perpetua actividad, hurgándose siempre en los bolsillos, mirando a todas partes, investigándolo todo. Por lo visto era el mejor amigo de Brown, aun cuando no podían ser más distintos. Brown era un muchacho tranquilo, de andar lento, con acento de Mississippi, que reía tontamente cada chiste tonto que contaba Feretti. No parecía hecho para esta misión. Por su apariencia, Daniel no podía adivinar que era un físico que dominaba los temas atmosféricos, un consumado guitarrista de blues y, al igual que él, antiguo alumno de Berkeley. En realidad, Daniel nunca llegaría a saber mucho de ninguno de los dos, sobre todo porque tenían un graduación muy parecida y estaban decididos a darle la espalda. En la base circulaba el rumor de que Jackson era un señorito civil con enchufes militares que se las había arreglado para pasar por encima de West y O’Neil para integrarse en el equipo. Ningún militar que se preciara confraternizaría con él. El plan secreto pactado en silencio por todos consistía en hacerle la vida imposible.

Daniel se dio por aludido y volvió a su lectura. A las 5 horas, 44 minutos y 45 segundos, O’Neil dobló la esquina, llamando aún más la atención porque llevaba una boina negra. Seis soldados formaron para la inspección y saludaron simultáneamente al coronel. Daniel, el séptimo, se apresuró a ocupar su puesto al final de la fila, tratando vagamente de pasar inadvertido.

O’Neil, serio como un cadáver, hizo a todos una sola pregunta:

—¿Alguien quiere decir algo antes de partir?

No hubo respuesta. El coronel pasaba revista mirando fijamente la cara y los ojos de cada hombre, cuando de repente…

—¡Aaaachís!

Todos los presentes rompieron filas para mirar a Daniel, que se estaba sonando la nariz con un trozo de papel higiénico que seguramente había cogido de los lavabos.

—Muy bien. En marcha —dijo el coronel, abriendo las puertas que conducían a la cabina.

A diferencia del día anterior, en que había habido un técnico por monitor, aquella mañana sólo había dos hombres dentro, Storey y otro. El resto del equipo científico había sido evacuado o estaba en proceso de serlo. El general West no bromeaba; quería que el silo quedara completamente sellado antes de que la expedición cruzara la Puerta de las Estrellas.

Con un ademán de la cabeza, O’Neil les indicó que estaban listos, y Storey, hablando por un micrófono para que pudieran oírle todos, comenzó:

—Comenzamos la fase inicial.

Cuando el «Pelotón Estelar» desfiló delante de él, Storey fijó la vista en el último hombre de la columna: Daniel. Aunque se alegraba de que al menos fuera un científico, al técnico le fastidiaba que tuviera que ser Daniel, un recién llegado a quien casi todos tenían por un piojo arrogante. Así pues, con sentimientos encontrados, Storey le enseñó los pulgares cuando pasó ante él.

El pelotón entró en el recinto y se congregó en la base de la rampa que subía al centro del anillo.

—Cámaras permanentes conectadas —dijo una voz por los altavoces.

Daniel se pasó la lengua por los labios e intentó tragar saliva, dándose cuenta en ese momento de que tenía la boca completamente seca. ¿Realmente iba a llegar hasta el final? Sabía que la sonda había vuelto intacta, pero él no estaba hecho de metal. ¿Qué pasaría si algo salía mal? ¿Y si la Puerta no podía recomponer la personalidad?

Visto desde aquel ángulo, el anillo parecía mucho más grande y más peligroso. Todo el grupo permaneció en silencio mientras los técnicos hacían los últimos ajustes en lo ordenadores. La voz de Storey llegó a través de los altavoces, retumbando en la sala mientras dictaba las coordenadas: «Izquierda 11.329»: Y cuando el anillo hubo girado hasta quedar encima el sector de Tauro, dijo: «Derecha 148.002» y la Cabeza de Serpiente giró hasta quedar a la altura del «compás indicador». Daniel sintió que el estómago se le subía a la garganta cuando empezó a oír las extrañas notas armónicas que salían del anillo. Los rayos de luz fueron saliendo de las joyas de cuarzo y fundiéndose paulatinamente con el delicado y brillantísimo campo de energía. Cuando giró hasta arriba el séptimo símbolo y el sonido del anillo hizo vibrar todo lo que había en el silo, el grupo se alejó del anillo. Instantes después, el campo de fuerza empezó a condensarse y agitarse hasta que rebosó los bordes del anillo y estalló violentamente en la sala. Quedó suspendido durante una fracción de segundo, cuestionando todas las leyes de la gravedad, antes de ser absorbido brutalmente por el anillo y salir por el otro lado, creando el túnel luminoso, la catarata circular que cruzaba el muro del silo. En ese momento el rugido cedió y la Puerta se puso a dar vueltas en armónica progresión.

Los técnicos empujaron una vagoneta cargada de material hasta situarla al pie de la rampa. O’Neil hizo una seña a Kawalsky y a otro militar. Ambos hombres se acercaron a la vagoneta y la empujaron hasta arriba, dejándola a pocos pasos de la boca del anillo. Cuando la progresión armónica de éste alcanzó el nivel doce, todo estaba ya dispuesto.

Uno de los técnicos se aproximó a O’Neil, señaló la vagoneta y le dijo algo que Daniel no pudo oír. El coronel asintió y le estrechó la mano. Luego, ambos técnicos corrieron hacia las puertas de seguridad, que se cerraron tras ellos.

—Comienza la fase final. —Era la voz de Storey por los altavoces—. Buen viaje —añadió, antes de correr también él hacia el último ascensor.

O’Neil giró la cabeza y miró la gran ventana de observación de la sala de conferencias. Daniel siguió su mirada y vio al general West empuñando un auricular conectado a los altavoces de todo el silo.

—Evacuación final —dijo y se pegó a la ventana. Bajó la vista y se despidió de sus hombres con un saludo sencillo. Luego se dirigió a la salida mientras el muro protector de cristal se deslizaba lentamente para cerrarse.

Los hombres situados en lo alto de la rampa tenían los ojos puestos en O’Neil, quien con un dedo les dio la orden de «adelante». Utilizando el control remoto manual, el Oficial Científico Brown envió la vagoneta hacia el campo de energía. En cuanto la punta de ésta entró en contacto con el campo, se evaporó con un trallazo de luz. La violenta velocidad con que fue absorbida la vagoneta hacia el interior del anillo produjo una oleada de miedo en los hombres que estaban a punto de emprender el viaje.

En todos menos en uno. Tras una breve mirada a sus soldados, O’Neil avanzó tranquila y rítmicamente hacia los blancos dientes del turbulento charco. Por un momento pareció quedar congelado en plena zancada hasta que su impulso hacia delante se multiplicó por un millón. Y desapareció.

Kawalsky ordenó al siguiente soldado, Rogalla, que subiera los últimos metros de la rampa. El soldado, nervioso, trató de quedarse en el límite del campo de fuerza. Daniel sonrió, imaginando la mitad del hombre viajando por la galaxia mientas la otra mitad se quedaba en el silo. Afortunadamente, la energía del anillo lo enganchó rápidamente, lo rodeó y se lo llevó entero. Uno por uno, Kawalsky ordenó a los soldados que subieran la rampa. Feretti desapareció en una mancha borrosa y luego Brown. Por fin sólo quedaron Daniel y Kawalsky. El teniente le dijo que él entraría primero y Daniel se quedó helado.

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