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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Stargate (10 page)

BOOK: Stargate
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—Cuando quiera —dijo West.

—De acuerdo. Bueno, he traído algunas cosas, fotocopias y folletos… Pero no sabía que fuese a haber tantas personas aquí, así que tendrán que turnarse. —West recogió unas fotocopias sin apartar la mirada de Daniel. Cuando la sala quedó en silencio, comenzó la explicación—. Bueno, evidentemente, lo que estamos viendo es una reproducción de las lápidas. En el círculo externo se encuentran los símbolos que supuestamente son las palabras que tenemos que traducir. Este…¿le importaría apartar eso? —Daniel desenrolló la carta estelar que había tomada «prestada» dos noches antes y la desplegó sobre la mesa.

Mientras lo hacía, lanzó una mirada de reojo a O’Neil, pero no apreció ninguna reacción en él. Trazó un círculo alrededor de una de las constelaciones y prosiguió.

—Ésta es la constelación de Orión y, aunque el dibujo es ligeramente diferente, cuadra con este símbolo que aparece en la lápida. Estos símbolos no son vestigios de una lengua desconocida, sino un catálogo de las constelaciones.

—Perdone, profesor —interrumpió el quisquilloso doctor Meyers—. ¿Por qué no puede representar también ese símbolo la constelación de Boyero?

—¿O la de Cefeo? ¿O la de Pupis? —preguntó la doctora Shore—. Tienen más o menos la misma forma.

Daniel sonrió. Estas preguntas le daban la oportunidad de lucirse un poco. Tras rebuscar en su montón documentos encontró el grueso volumen de Budge y, conforme lo hojeaba, fue exponiendo su planteamiento.

—La carta estelar que he repartido muestra el sistema grecorromano de organizar las estrellas en constelaciones. Pero las piedras que nosotros queremos entender fueron escritas mucho tiempo antes, utilizando la astronomía de los antiguos egipcios. —Y sosteniendo el libro abierto para que todos lo vieran, empezó a responder a las preguntas—. Según el sistema antiguo, las estrellas se encuentran unidas de una manera más sencilla. Veamos, por ejemplo, Betelgeuse, la estrella más brillante de Orión tal como aparece en este antiguo mapa —dijo, señalando en el libro con el dedo—. Como pueden ver, es idéntica al símbolo de las piedras. —Todos los que estaban sentados cerca del mapa estelar tuvieron que asentir. Las dos formas eran idénticas—. Ahora bien —continuó Daniel—, si mi teoría es cierta, el cartucho que se prolonga hasta al mitad de la losa central organiza estos símbolos de las constelaciones en un único orden serial, con una dirección definida.

—¿Una dirección? —preguntó Catherine—. ¿Se refiere a unas coordenadas?

—Exactamente. La pieza central de las piedras contiene la clave. —Sacó un rotulador negro de su bolsillo y dibujó lo símbolos del cartucho en sentido vertical sobre la pizarra. Cuando se giró de nuevo hacia los oyentes, le gustó ver que incluso el coronel O’Neil estaba inclinado hacia delante, pendiente de su próxima palabra—. En realidad, el cartucho es un mapa, lo que nos proporciona los siente puntos necesarios para trazar el rumbo hacia un destino concreto.

—¿Siete puntos? —preguntó la doctora Shore.

Daniel dibujó un cubo en la pizarra y luego puso un punto en cada cara del mismo.

—Sí. Para hallar un punto de destino en un espacio tridimensional es preciso encontrar dos puntos con el fin de determinar la altura exacta, otros dos para determinar la anchura y otros dos para la longitud. —Y fue trazando una línea entre los puntos de las caras opuestas del cubo, dejándolo al final con tres líneas trasversales—. El diagrama del cartucho nos da esos puntos de referencia.

El general West formuló entonces la pregunta más evidente.

—Usted tiene ahora seis puntos, pero acaba de decir que son necesarios siete.

—Sí, estos seis símbolos indican con precisión un punto de destino concreto, pero para poder trazar un rumbo hasta una posición debemos tener el punto de partida.

—Detesto sacar esto a colación —dijo el siempre fastidioso doctor Meyers con una sonrisa burlona—, pero ahí sólo hay seis símbolos. ¿Dónde está el séptimo?

Daniel no podía creer que fuera precisamente Meyers quien no reconociera el séptimo símbolo. Le hubiera resultado muy fácil humillar a aquel pedante gusano, pero prefirió tomárselo como un juego.

—Lo que mi apreciado colega intenta decir es que para el profano en la materia parece que sólo hay seis símbolos. Sólo los egiptólogos especializados como nosotros somos capaces de reconocer el séptimo, porque el punto de partida no está, como cabría esperar, dentro del cartucho, sino aquí, debajo de él. —Daniel completó el dibujo elíptico que envolvía los símbolos-constelaciones y luego, con trazos verticales, la Y invertida que se salía del cartucho por abajo. Una vez acabado, el dibujo parecía un espejo ovalado de cuerpo entero y con dos patas—. Este símbolo de abajo es el punto de partida. Es una imagen del lugar en que fue hallada la piedra. —Daniel empezó a dibujar el símbolo en la pizarra—. Como ven… son estos dos tíos raros que están a ambos lados de la pirámide con un rayo de sol directamente encima de ella. Es también un antiguo símbolo que quiere decir «Tierra». El rayo de sol representa al dios Ra.

Daniel esperaba que hubiera comentarios, alguna pregunta, algo. ¿Es que había dado con otro público que se iba a marchar de allí hastiado? Todos se quedaron mirando el dibujo, tratando de entender las consecuencias de lo dicho. Dado que todos los presentes sabían qué era lo que se hallaba enterrado bajo la lápida, sabían también cuál iba a ser el siguiente paso lógico. Y como era de esperar, la primera en hablar fue Catherine.

—¡Lo ha conseguido! —anunció, golpeando la mesa con los puños.

—¿Conseguir qué? —preguntó Daniel.

El doctor Meyers seguía teniendo sus dudas.

—No hay ningún símbolo así en el artefacto —recordó a todos.

—Tal vez exista un jeroglífico equivalente u otro tipo de representación.

¿Qué acababa de oír Daniel?

—¿Artefacto? —dijo, sin dirigirse a nadie—. ¿Qué artefacto?

La doctora Shore dio un respingo. Acababa de transgredir la orden de no pasar ninguna información a Daniel. Miró de reojo a Kawalsky, quien también la miraba con una de esas expresiones que reprochan a las personas lo larga que tienen la lengua. Catherine se puso en pie. Primero miró al coronel O’Neil y luego al general West.

—Supongo que en algún momento tendrán que enseñárselo. Es el único capaz de identificárlo.

West miró a O’Neil y simuló que estaba meditando. En realidad, ya había tomado al decisión durante la charla que había mantenido con Daniel unos minutos antes.

—Enséñeselo.

O’Neil asintió mirando a Kawalsky, quien se aproximó a la pared de atrás y, levantando un panel, dejó al descubierto un enorme mirador desde el cual se dominaba la inmensa sala que se extendía abajo. Aun antes de acercarse para ver lo que había, Daniel comprendió de repente lo monstruosamente grande que era un silo de misiles, reciclado o no. Todo aquel laberinto de despachos que le había parecido tan grande, dotado incluso de autoservicio, no era más que una pequeña porción del espacio total.

El suelo del silo estaba lleno de maquinaria sofisticada de varias clases; era un centro de operaciones de altísima tecnología. Y en el centro de este paisaje metálico de ordenadores, cables, sensores y plataformas de acero se hallaba el gigantesco anillo, el mismo objeto misterioso que Catherine había visto salir sesenta años antes de una polvorienta tumba situada en el centro de ninguna parte. Parecía que ahora era el componente central de una interminable y deslumbrante máquina.

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