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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Stargate (32 page)

BOOK: Stargate
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Daniel, horrorizado, vio que el segundo Horus llevaba ventaja sobre el coronel. Se puso de un salto entre ambos combatientes y empezó a gritar que no disparase en el idioma del guerrero. Demasiado tarde. El guerrero disparó y el impacto atravesó las entrañas de Daniel, matándolo en el acto. Mientras su cuerpo caía al suelo, O’Neil vio que tenía un blanco fácil y lo aprovechó disparando al guardia. Luego cometió un segundo y fatal error al dar un paso instintivamente hacia su compañero, aun cuando sabía que era demasiado tarde para acudir en su ayuda. El instante de inactividad lo aprovechó Anubis para atacarle por detrás. Cuando O’Neil se dio la vuelta con intención de capturar a Ra, recibió una brutal patada en el pecho que le llevó volando hacia atrás.

O’Neil consiguió ponerse de rodillas, dispuesto a continuar la lucha. Anubis se acercaba ahora después de haber vuelto a activar su casco. Tras él, el guerrero con cabeza de halcón apuntaba con su arma al coronel. O’Neil luchó con todas sus fuerzas para ponerse en pie, pero se desplomó como un saco de cuchillos.

Ra salió de detrás del cordón de los niños e hizo un leve gesto a Anubis, que se acercó y miró a O’Neil. Sólo para asegurarse de que no fingía estar inconsciente, retrocedió un poco y le dio un golpe en la cabeza con la culata del fusil. Se quedaron mirándolo un minuto, esperando algún movimiento, alguna señal de que seguía con vida. Anubis lo empujó con la bota para darle la vuelta y se arrodilló a su lado. Extendió una mano, le cerró los orificios nasales y con la otra le tapó la boca para evitar que respirara. Esperó.

O’Neil no sabía qué hacer. A pesar de la descarga en la cabeza, en realidad estaba fingiendo. En cuanto los otros se habían reagrupado, había decidido poner fin a la lucha porque sabía que no podía ganar. Ahora Anubis le impedía respirar y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no quitarle el arma al chacal. Aguantó un minuto relajado, pero empezó a sufrir convulsiones involuntarias por falta de oxígeno.

Cuando vieron que aún respiraba, Anubis apartó la mano. Ahora, lo mejor que podía esperar O’Neil era que lo mantuvieran con vida para torturarlo. Eso, al menos, le daba una remota posibilidad de acabar la misión.

Poco después volvió a sentir la garra de Anubis que le cogía del cuello de la camisa y lo arrastraba por el suelo de la cámara. Como medida de precaución, otro guerrero echó a andar detrás de él. Aquello quería decir que O’Neil no podría engañar a sus enemigos, pero también que le tenían miedo, que eran vulnerables.

Ra, rodeado aún de su juvenil cortejo, se acercó a examinar el cuerpo de Daniel. El disparo le había atravesado el tronco. Cuando se inclinó, Ra vio algo que le puso tremendamente furioso. Se agachó hasta ponerse casi al nivel del cuerpo destrozado y se quedó contemplando el medallón que Daniel llevaba al cuello. Era el
udjat
, el Ojo de Ra.

Episodio XVI

El día de la ira.

Feretti estaba estropeando la hebilla metálica de su cinturón. Llevaba media hora intentando grabar algo, aunque fuera pequeño, en el duro muro de piedra. Quería dejarlo como recuerdo para quien tuviera la mala suerte de aterrizar allí cuando él se hubiera ido.

De repente se abrieron los barrotes del techo, el único agujero de entrada y salida de aquella húmeda tumba. Los que aún tenía fuerzas se pusieron de pie, resignados a soportar cualquier cosa. Pero no pasó nada. Feretti levantó la vista esperando lo peor. Se había convencido de que había que ser acróbatas chinos para salir de allí; hacía falta por lo menos una torre de cuatro hombres para llegar a los barrotes, aunque abrirlos era harina de otro costal. No, sólo había una forma de salir del infernal agujero y era que les echaran una escalerilla.

Entonces vio que soltaban a O’Neil por la abertura. Inconsciente a causa de los golpes recibidos, su cuerpo cayó a plomo salpicando a su alrededor. El suelo de la celda estaba tan lleno de agua que resultaba imposible permanecer acostado. Los prisioneros tenían que estar sentados o de pie, lo que imposibilitaba descansar en condiciones.

El agua fría resucitó inmediatamente al coronel, que empezó a arrastrarse hasta que un par de fuertes brazos lo izaron por detrás.

—¡Soy yo, señor! ¡Kawalsky! ¿Se encuentra bien?

O’Neil dejó de forcejear y miró a su alrededor, adaptando los ojos a la oscuridad de la celda. Brown yacía boca abajo en el agua. Porro también estaba muerto y flotaba cerca de él.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, pero no hubo respuesta.

—¿Qué ha sido de Jackson? —preguntaron al unísono Freeman y Feretti.

O’Neil se sentó y se quedó mirando al techo unos instantes, preguntándose cómo se las iban a ingeniar para subir.

—Jackson ha muerto —dijo al fin.

Apoyado en lo alto de una duna, «Un Poco», el
mastadge
enamorado de Daniel, se lamentaba ante los soles del mediodía. Los pastores, asustados, miraban a todas partes buscando señales de peligro. Cuando vio que estaban a salvo, Skaara subió la cuesta y gritó a la repugnante y plañidera bestia que se callara antes de regresar a su querida choza. Los cuatro chicos habían estado merodeando por el campamento base y ahora estaban muy ocupados desenterrando de la arena todo el equipo que encontraban. Ya habían dado con el cajón de fusiles, los alargados instrumentos que habían visto disparar a O’Neil. Sabían cómo utilizarlos, pero los restantes hallazgos eran más desconcertantes, por ejemplo el delgado y flexible tubo de Profidén.

Un poco antes, Nabeh, que no era ningún Einstein, había exhumado un bol verde con un extraño redondel de cuero en el fondo. No entendió lo que era hasta que Skaara se lo quitó de las manos y lo puso en la cabeza del muchacho. Nabeh dio un alarido de júbilo, enseñando sus dientes saltones mientras estallaba en carcajadas.

Un fuerte sonido procedente de la pirámide llamó su atención en ese momento. Todos volvieron la cabeza y vieron que una gran sección de la pared externa retrocedía y dejaba al descubierto una enorme cavidad. Dos
udajit
, planeadores de uso individual, salieron de la cavidad, se elevaron y quedaron suspendidos mientras una nave mayor en forma de carro de guerra salió volando para reunirse con ellos. Skaara no esperó a ver más.

—¡
Udajit Aba na wali, yalla
! —ordenó.

Rabhi y Aksah, los otros dos muchachos, no dudaron ni un instante. Saltaron a un lado del saliente, cayendo de bruces por el mismo terraplén que había caído Daniel el día anterior. Skaara estaba a punto de abalanzarse también cuando vio que Nabeh seguía de pie en lo alto del risco, inmóvil como un ciervo hipnotizado por el resplandor de los faros de un coche. Salió corriendo y tiró a su amigo por la pendiente. Cuando dejaron de rodar, ya se les había acabado el tiempo de ponerse a salvo pues tenían las tres naves encima. Por suerte, los pilotos no se fijaron en los chicos tendidos rígidamente en la arena. El castigo por entrar en el territorio privado que rodeaba la pirámide era la muerte. Pero, por desgracia, los muchachos vieron que las naves se dirigían directamente a Nagada e intuyeron que iba a haber problemas.

Tardaron más de una hora en cargar a lomos del
mastadge
todo lo que pudieron salvar e iniciar el camino de regreso. Mucho antes de cruzar las puertas de la ciudad, vieron que los emisarios de Ra habían llevado un mensaje de destrucción a sus habitantes. Una docena de columnas de humo negro se elevaban hacia un cielo donde no corría el aire, extendiéndose hasta formar una nube oscura sobre la ciudad. Cuando se encontraron a unos metros de la puerta, uno de los planeadores despegó de la muralla y giró lentamente en dirección al desierto. Luego se le unió el otro y a continuación el carro de guerra. Uno de los pilotos Horus divisó a los chicos y bajó en picado a echar una ojeada. Los muchachos se aferraron a los costados del
mastadge
y vieron al soldado en al cabina de la aeronave. Era igual a las criaturas míticas de las que habían oído hablar, a las que incluso habían visto dibujadas en los muros de la catacumba. Allí estaba Horus, volando encima de ellos. Sin ninguna emoción, el soldado les devolvió la mirada y, pensando que eran niños que volvían de la cantera, se alejó.

Skaara saltó del animal, lo cogió de las riendas y cruzó con él la puerta, que estaba abierta de par en par. Aquello era peor incluso de lo que habían temido los muchachos. La plaza mayor parecía la capital del infierno. Algunos incendios se habían apagado, pero aún había unos cuantos fuera de control y la desorganización de los esfuerzos por extinguirlos estaba causando más problemas de los que resolvía. Había personas arrolladas por el tumulto; se oían gritos, llantos, chillidos de pánico y había heridos por todas partes.

Rabhi y Aksah llevaron al
mastadge
al corral, rodeando toda la ciudad, en tanto que Skaara y Nabeh se pusieron a vagar en medio de la anarquía. Pegados a la muralla para no ser arrollados por los hombres que trataban de apagar los incendios, los dos chicos avanzaron lentamente por la arteria principal.

La casa de Nabeh aún estaba en llamas. Los dos amigos se apostaron en un zaguán del otro lado de la calle y se quedaron contemplando los caóticos esfuerzos por apagarlas. Skaara bajó la vista y vio que estaban pisando un charco de sangre. Detrás de ellos, agazapado contra la pared, había un chico unos dos o tres años mayor que él con un disparo en la cadera y el muslo casi quemado a causa de las llamas. Le dieron la vuelta. Estaba inconsciente a causa del dolor que sentía en la pierna. Nabeh sacudió al chico para que despertara, pero no hubo forma y, sin decir una palabra, decidieron llevárselo de allí para auxiliarle. Nabeh lo levantó del suelo y, ayudado por Skaara, se echó al muchacho a la espalda. Esquivando a los hombres que llevaban agua a toda prisa y pisando a los caídos, se abrieron camino hacia la plaza mayor, al lugar donde se suponía que debían ir los niños cuando estaban enfermos o sufrían un accidente.

Pero la situación en la plaza era aún peor. Ambos habían visto cadáveres antes, cuando había habido accidentes en la cantera, pero nada parecido a esto. Por lo visto, los soldados de Ra habían arrasado la ciudad matando indiscriminadamente, y era precisamente allí donde habían comentido las peores salvajadas. La sangre cubría prácticamente lo adoquines de la plaza. Los cuerpo destrozados de las víctimas habían caído en las más raras y antinaturales posturas. Un anciano se dedicaba a reunir a los muertos uno por uno, arrastrándolos por la plaza y pegándolos a la pared que solía servir de portería en un deporte parecido al fútbol que solían practicar los niños.

Cuando llegaron a la clínica infantil, se encontraron con que había ardido y estaba completamente vacía. Skaara salió al patio a buscar ayuda. Aquello parecía el fin del mundo. Había mujeres chillando y corriendo en todas direcciones, cada cual respondiendo a sus necesidades más urgentes, apresurándose a buscar a sus seres queridos, a sus hijos, a sus padres, al novio, convencidas de que lo habían perdido todo en aquel ataque sin sentido ni razón.

Finalmente una persona se prestó a ayudarles. Era Sha’uri, la hermanastra de Skaara. Se acercó a ellos corriendo, con la mano en la mejillas que tenía llena de sangre.

—¿
Sha’uri, har an’doa
? —preguntó Skaara. Pero ella despejó sus preocupaciones y atendió al chico que llevaba a cuestas Nabeh. Mientras lo inspecionaba, Skaara se fijó en la sangre que le salía de una herida que tenía encima del ojo derecho. Le dejaría una fea cicatriz.

Al cabo de un momento, Sha’uri se volvió y condujo a Nabeh hacia el muro y el montón de cadáveres. Cuando Skaara vio adónde se dirigía, se puso histérico de rabia. Él y Nabeh habían encontrado al chico y, costara lo que costase, lo iban a salvar. Tiró con fuerza del brazo de su hermanastra para impedir que siguiera andando, pero ella, con toda la suavidad que pudo, le dijo la verdad.

—Ya está muerto. Déjalo con los otros y ven conmigo. —Skaara no podía creer lo que veía alrededor. Se consolaba viendo cómo sus conciudadanos se ayudaban entre sí, la fortaleza que Sha’uri demostraba organizando los servicios de socorro. Lo supiera o no, Sha’uri había nacido para dar órdenes. Pero su resistente apariencia se vino abajo de súbito y, con voz temblorosa, preguntó—: ¿Dónde está
Dan-yor
? Dime qué le ha pasado.

Skaara no sabía qué responder. No podía responder. Demasiadas tristezas soportaba ya su hermanastra. No podía añadirle una más. Apartó la vista distraídamente, fingiendo no haber escuchado. Pero su fingida distracción se transformó en verdadero dolor cuando miró al otro lado de la plaza y vio el gigantesco disco colgado entre los edificios y, crucificado delante del medallón, atado por las muñecas, el cuerpo de Kasuf. Skaara sintió deseos de vomitar. Antes incluso de que Nabeh se volviera a ver qué pasaba, Skaara ya había salido corriendo, saltando entre los cuerpos. Una multitud se había reunido al pie del disco tratando de bajar de allí al pobre hombre, apaleado y sangrando.

Los habitantes de Nagada siempre se habían enorgullecido de su resistencia y tenacidad, deseosos de ser como la arena: estoicos, difíciles de contener y capaces de absorber toda la lluvia (lágrimas) que los dioses les enviaran. Skaara tenía ya quince años y creía que había dado el salto a la virilidad, pero al ver a su padre apaleado y humillado rompió a llorar sin reservas, con el llanto expansivo de un niño. Y cuanto más lloraba, más rabia sentía. Sabía que la gente de su ciudad no había hecho nada malo.

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