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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Stargate (13 page)

BOOK: Stargate
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O’Neil apenas escuchaba lo que le decía Daniel. Después de la entrevista con el general West, tenía demasiadas cosas en la cabeza y, además, no le importaba el porvenir del equipo de científicos. Lo único que deseaba hacer en ese instante era volver a su despacho para pensar en el día siguiente.

—Doctor Jackson —dijo, tratando de apaciguar a Daniel—, le agradecemos la contribución que ha hecho a esta misión. Cuando haya algo más que informar, nos pondremos en contacto con usted.

—Acaba de decir «misión». ¿Cuándo piensan cruzar al otro lado?

O’Neil miró a Daniel, para darle a entender que ahuecara el ala.

—Toda información pertinente será comunicada en su momento —gruñó.

—¿Y quién va a tomar esa decisión? ¿El Pentágono?

—El Servicio de Información Militar.

—Valga la contradicción.

—No sabe cuánta razón tiene —dijo O’Neil, avanzando por el pasillo.

—¿De verdad creen que es posible mantener algo así en secreto? Le aseguro que toda la comunidad científica querrá estar al tanto de todo esto.

Era algo que O’Neil no podría ignorar. Dio media vuelta y se encaró con Daniel. Había algo amenazador en aquel hombre y Daniel sintió que se le secaba la garganta. Tragó saliva.

—Muy bien, profesor. ¿Y quién se lo va a decir? Todos los miembros del persona científico han firmado un juramento de secreto excepto usted. —Y acercándose hasta casi rozarse con él, continuó con burlona cortesía—: ¿Se lo va a decir usted, profesor Jackson?

Daniel estaba a punto de mojarse en los pantalones, pero se esforzó por aparentar calma. Había algo en O’Neil que le decía que era capaz de matar a cualquiera de ocho maneras diferentes sólo con mover las cejas. Y no sólo que era capaz, sino que lo haría llegado el momento. Negándose a dejarse intimidar, Daniel decidió enfrentarse y se aproximó aún más al otro.

—Si tengo que hacerlo, sí, desde luego.

—Adelante.—Las palabras de O’Neil rebosaban odio—. Pero antes hágase un favor a sí mismo. Mañana, cuando vuelva a su casa en el autobús y pare a comprar esa mierda de comida basura que come siempre, coja la última edición de Misterios al descubierto y lea el reportaje sobre el niño alienígena que nació con cabeza de rana y cuerpo humano y, cuando acabe de leerlo, pregúntese si se lo cree.

Daniel pensó un instante en cómo podría demostrar al mundo que los militares estadounidenses tenían en las entrañas de una montaña de Colorado un antiguo aparato egipcio que viajaba por el espacio. Incluso antes de que O’Neil hubiera mencionado lo del reportaje, Daniel sabía ya que no había ninguna posibilidad. Nadie lo ceería, sobre todo si era él quien lo decía.

—¿Algo más, profesor?

Daniel se quedó pensando un instante y se dio cuenta de que era mejor probar otra táctica.

—Por favor, permítame quedarme en esta misión. He pasado los mejores años de mi vida estudiando idiomas, el Antiguo Egipto, arqueología, exactamente todas las materias relacionadas con este proyecto.

—Aprecio su gesto —dijo O’Neil—, pero la decisión ya está tomada.

En vista de que la súplica no había funcionado, Daniel decidió ponerse agresivo.

—He arriesgado mi reputación y dedicado mi vida a esto. ¿A qué ha dedicado usted la suya, coronel?

O’Neil fue a responder, pero se dio cuenta de la trampa. Desarmó a Daniel con una fría mirada y le dijo:

—Recoja sus cosas y abandone la base.

—Un momento, Jack. Me parece que lo vamos a necesitar.

Tanto O’Neil como Daniel se giraron y vieron al general West asomando la cabeza por la puerta de la sala de conferencias. Con una seña les indicó que volvieran.

Cuando Kawalsky apagó las luces dos minutos después, O’Neil y Daniel ya estaban sentados y observaban juntos la pantalla. West les había ordenado que analizaran las imágenes descodificadas que la sonda había enviado desde el otro lado de la uerta. La cámara de la sonda barría la cara interior de un gran muro de piedra y avanzó hasta que apareció una forma circular brillantemente iluminada, otra Puerta a las Estrellas.

—Congela y amplía —ordenó el general West.

Su ayudante, el teniente Anderman, estaba ante el lector de discos. Especialista en tecnología de comunicaciones, modificó digitalmente la imagen y la amplió concentrándola en los detalles del anillo. Fascinado, Daniel se puso en pie de un salto y avanzó hacia la pantalla.

—Esas marcas… son distintas.

—Por eso quería que lo viera —dijo el general.

El teniente Anderman hizo algunos comentarios sobre la imagen.

—Las últimas lecturas indican que es un mapa atmosférico; presión barométrica, temperatura y lo más importante de todo: oxígeno.

West se acercó y se detuvo delante de la pantalla, hablándole directamente a Daniel.

—Estamos planeando una pequeña misión de reconocimiento. Nada excepcional. Inspeccionar un área de cuatrocientos metros de circunferencia, reunir toda la información posible y traerla de vuelta.

Anderman amplió detalles.

—Una vez que se encuentre al otro lado, tendrá que descifrar los signos que se hallan en esa puerta y, en esencia, transmitirlos. Como si fuera un fax.

—Y ésa es la cuestión. —West se agachó para ponerse a la altura de Daniel—. No voy a enviar a mis hombres allí a menos que esté seguro de que puedo volver a traerlos. Mi pregunta es la siguiente: ¿puede usted hacerlo?

Pero a Daniel se le ocurrió otra idea.

—¿Y por qué no restablecer el contacto desde este lado?

—Porque —explicó O’Neil— una vez que nuestro equipo consiga pasar, se evacuará y se precintará todo el silo. No sabemos lo que podría venir del otro lado.

Daniel entendió entonces no sólo por qué los soldades habían rodeado la Puerta al penetrar la sonda, sino también por qué esta operación se estaba llevando a cabo en un lugar tan curioso. Se quedó mirando el techo. Cada fibra de su cuerpo le decía que aceptara, que prometiera al general todo lo que éste quería de él a cambio de poder visitar el lugar que había visto en la pantalla. De repente le pareció que su vida entera había sido una preparación para este momento, para el momento en que embarcara en un peligroso viaje hacia una tierra olvidada y desconocida. Si no iba, la historia de su vida perdería todo sentido. Pero ¿qué pasaba con los demás? Miró a O’Neil y sobre todo al buenazo de Kawalsky. No podía arriesgar su vida sólo para satisfacer su curiosidad personal. Pero fin había llegado su momento, pero la apuesta era demasiado real, demasiado alta.

Miró una vez más al general West, que arqueó las cejas en señal de interrogación.

—Sí, puedo hacerlo —dijo Daniel.

—¿Está seguro?

—Absolutamente.

West asintió y miró uno por uno a todos los soldados que se hallaban en la sala; cuando todos le hubieron manifestado su conformidad, se decidió.

—Muy bien. Forma usted parte del equipo. Partirán a las seis de la mañana.

O’Neil estaba absorto y sentado en una silla plegable de metal con una mortecina bombilla de cuarenta vatios colgando del techo. Estudiaba la sección de tierra, de tres metros de longitud, que la Expedición Langford había extraído de debajo de la Puerta de las Estrellas, los dos cuerpos humanos fosilizados se habían fundido con la piedra hacía más de diez mil años, convirtiéndose en retorcidas esculturas. Los musculosos cadáveres se habían conservado casi intactos. Los únicos desperfectos que se apreciaban eran los producidos al arrancárseles, para examinarlos, los largos cetros que portaban y las varias perforaciones realizadas por los expertos en genética para extraer muestras de ADN. Sin embargo, eran los retorcidos cráneos metálicos lo que mantenía cautiva la atención del coronel hora tras hora.

Desde que llegara al silo para hacerse cargo del proyecto había pasado muchas horas en aquella lúgubre habitación contemplando aquel horrible objeto. Era la única forma que tenía de prepararse para lo que podía significar estar al otro lado de la Puerta de las Estrellas. Le parecía un extraño espejo que reflejara su destino, la forma en que moriría. Todos los huesos de su cuerpo le decían que aún estarían allí, que se enfrentaría a aquelos guerreros, tan evolucionados y primitivos a la vez. Quedaban menos de veinticuatro horas para conducir a su equipo al otro lado y ver qué encontraban allí.

No era una buena misión. La sonda había conseguido entrar, pero no había pruebas de que los humanos pudieran sobrevivir al viaje. Aun cuando no encontraran fuerzas hostiles, las probabilidades de regresar eran, en el mejor de los casos, remotas. Y las de O’Neil eran incluso menores. No era sólo que West le hubiera asignado una misión suicida, sino que él mismo no tenía intención de volver. Antes de que los hombres del general abandonaran su casa de Yuma, él ya sabía que sería su último cometido.

Durante los veintidós meses anteriores no había deseado otra cosa que morir. Se había convertido en un cadáver ambulante: un ser gastado, roto, vacío en todos los sentidos. Más de una vez había cargado su pistola y puesto el dedo en el gatillo. Pero se negaba a hacerlo, no sólo porque probablemente acabaría con Sarah, sino porque sus convicciones religiosas condenaban el suicidio.

Viniendo de un hombre que había generado tanta violencia a lo largo de su vida, esta negativa resultaba verdaderamente paradójica. Oveja negra de buena familia, O’Neil había nacido con el caos y el salvajismo en el corazón. Antes de cumplir los dieciocho años ya había comparecido tres veces ante los tribunales. Un juez clemente le había dado a elegir: o alistarse en el ejército o pasar un año en el correccional de Washington.

Eligió la Infantería de Marina y, desde el mismo día de su alistamiento, fue un soltado excepcionalmente disciplinado y dotado. Cuando sólo llevaba veinte semanas, solicitó y obtuvo el traslado al Centro de Formación para el Combate de Quantic, Virginia. Allí aprendió todas las sutilezas y habilidades para infiltrarse en territorio enemigo, sobrevivir en la selva, cometer atentados políticos, fabricar y hacer estallar explosivos, fabricar armas químicas mezclando sustancias comunes y corrientes… Ascendió vertiginosamente y pronto pasó a la compañía de élite, la Jump Dos. Todo iba sobre ruedas hasta que empezó a salir por «motivos internos»: generalmente crímenes políticos que nunca aparecían en los periódicos. Fue entonces cuando descubrió dos cosas importantes sobre su persona: era un terrorista con cerebro y se odiaba a sí mismo por matar, sobre todo cuando sabía que sus víctimas eran inocentes.

Nunca se quejó, nunca vaciló. Enterró su conciencia y aprendió a beber whisky. Dejó de sentir, ganándose a pulso el apodo de «Vudú» porque por lo visto sólo estaba vivo cuando la Jump Dos entraba en acción. Durante siete años, todo lo que alguna vez había estado vivo en su interior se fue hundiendo más y más. Por fuera era el temido soldado que sustituía las palabras por acciones. Por dentro estaba hueco. Fue entonces cuando conoció a Sarah.

Acababa de licenciarse en un colegio mayor de jesuitas de la zona y había empezado a dar clases en la escuela de la base. Unos amigos comunes los presentaron y una cosa llevó a la otra, aunque en realidad nadie era capaz de entender qué veía una flor tierna como ella en el introvertido y taciturno cabo. Pero ella lo encontraba fascinante y hacía reír al hombre. Empezaron a verse todos los días y, dos años después, Sarah le dijo que estaba embarazada. O’Neil se puso como un basilisco, acusándola de haberlo hecho adrede para cazarlo y casarse con él.

La respuesta de Sarah fue hacer la maleta y marcharse a casa de sus padres, en Boston. Diez minutos después de haberse marchado, O’Neil hizo un descubrimiento turbador: se había enamorado demasiado para retroceder.

A los tres días, en medio de una tempestad de nieve, apareció en la casa de Boston y estuvo todo el día esperando en el coche hasta que ella apareció y accedió a hablar con él. Durante seis horas empañaron las ventanillas del Ford, peleando como un par de gatos salvajes hasta que, a las cuatro y media de la madrugada, entraron en la casa y despertaron a los padres. O’Neil se presentó y les pidió la mano de su hija. En los trece años que llevaban casados, nunca había roto la promesa que había hecho a Sarah aquella fría noche.

Incluso aquel último día en Yuma había recordado los compromisos contraídos. En la puerta, mientras Sarah lloraba histéricamente tratando por última vez de tenderle la mano para establecer contacto humano con él, O’Neil le recordó que había prometido amarla y cuidarla mientras viviera. Y en su opinión, dicha época ya había pasado.

Permaneció allí un minuto, intentando hablar, deseando decirle adiós, pero cada vez que hacía el esfuerzo las palabras se le atascaban en la garganta. Al final dio media vuelta y empezó a alejarse.

Cuando West lo encontró en aquella fría sala medio a oscuras, O’Neil llevaba media hora mirando fijamente las figuras aplastadas. En su opinión, las dos criaturas trataban de establecer comunicación a través de la Puerta cuando ésta quedó enterrada en la piedra.

No levantó la vista cuando oyó que se abría la puerta de seguridad. No tenía necesidad de hacerlo; sabía que West iría a buscarlo.

—Dicen los nuestros que antes estuvieron vivos —observó el general, aproximándose a la losa de piedra caliza.

—Yo creí que iba a hacer esto solo —dijo finalmente O’Neil.

—Y así será —le aseguró West—. En cuanto el equipo regrese, te dejaremos solo.

O’Neil estaba acostumbrado a las órdenes, pero dio su opinión a West.

—Cuanta más gente enviemos, más probabilidades habrá de que algo falle. Jackson podría ser un problema. Es listo. Si lo descubre, no seguirá adelante.

—Entonces te toca a ti asegurarte de que no lo descubra.

Durante toda la tarde y hasta la caída de la noche, los asépticos corredores del complejo de oficinas del silo fueron como dormitorios estudiantiles el día después de los exámenes finales. Todas las puertas estaban abiertas. Los pasillos estaban sembrados de cajas con libros y baúles con pertenencias personales, mientras los residentes que se iban se despedían de los demás. Unos cuantos discutían acaloradamente la forma de volver a entrar en el proyecto, pero casi todos se mostraban tristes por tener que irse e inseguros con respecto a lo que les depararía el futuro. Dado que era un hueso duro de roer, a nadie le extrañó que Daniel tardara en recoger sus cosas para hacer el último transbordo hasta el aeropuerto de Denver. Después de que Meyers y Shore pasaran por su habitación para despedirse, Daniel cerró la puerta y empezó a prepararse.

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