Read Starters Online

Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Starters (27 page)

BOOK: Starters
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—Todo este tiempo os habéis estado escondiendo en estos cuerpos —dije—. Espiándome.

Lee se movió para bloquearme el paso. Tenía uno a cada lado.

—Vamos, métete en el coche, Callie —dijo.

—No necesito ningún café —le espeté—. Ya estoy bastante despierta. —Di un empujón a Briona y fue a parar tambaleándose a los brazos de Lee. Entré corriendo en el café y salí por la puerta de atrás.

Capítulo 22

No me volví para ver si Lee o Briona me estaban persiguiendo. O mejor dicho, Tinnebaum y Doris, ahora que había descubierto quiénes eran realmente. Quiénes habían sido todo el tiempo. Raj, al volante, probablemente era Rodney, el tipo que me había acompañado a ver a Tyler y a Michael. ¿Por qué el banco de cuerpos los tendría espiándome de esta manera, haciéndose pasar por arrendatarios normales?

¿Estaban al corriente del plan de Helena todo este tiempo? ¿O había empezado después de que hiciera alterar el chip?

Volví a la calle donde tenía el coche aparcado y me metí dentro. Mientras arrancaba vi un todoterreno negro cambiando de sentido. ¿Eran ellos? No estaba segura porque había un camión entre nosotros.

Saqué el teléfono y llamé al hotel de Tyler. Quería hablarle a Florina de Michael.

—Habitación 1509, por favor.

—El grupo ha dejado la habitación esta mañana —dijo la operadora.

—¿Cómo? No, no pueden ser ellos. Se alojaban bajo el nombre de Woodland.

—Es correcto, señorita. Se fueron esta mañana.

Se me subió el corazón a la garganta, como si estuviera en un ascensor con el cable cortado.

Solicité hablar con la gerente que nos había registrado. Se puso al teléfono y confirmó lo que había dicho la operadora. Mi hermano y Florina no habían dejado ningún mensaje acerca de dónde localizarlos. La gerente también dijo que los había visto subir a un coche con un hombre, un senior. Se identificó como el abuelo de Florina.

Sentí que me invadía una especie de parálisis, como una ola. Florina no tenía abuelo. No habría vivido en las calles si lo tuviera. Y me habría dejado una nota.

Alguien se los había llevado. Pero ¿quién? Una bola de fuego me cegó. Había oído hablar de niños raptados al azar. ¿Acaso el coche y el elegante hotel habían dado ideas a Florina? ¿Su comportamiento superenrollado había sido sólo una actuación? Un starter desesperado podía hacer cualquier cosa en estos días. ¿O quizá era una policía encubierta? Algún ender en el hotel, un cliente, o incluso un desempleado buscando dinero extra, podrían haber visto a los pobres menores sin reclamar y haberlos delatado.

Si así era, los habrían encerrado en una de las instituciones. Esto no podía estar pasando. ¿Y si era el banco de cuerpos?

No alquilarían a Tyler, por supuesto —era demasiado joven y enfermizo—, pero podrían usarlo como anzuelo para atraerme. Apreté los puños con fuerza.

Tenía ganas de ir allí, pistola en mano, y pedirles ver a mi hermano. Pero incluso en mi ataque de ira sabía que era imposible rescatar a nadie de Plenitud. Tenían guardias. Y puertas grandes y gruesas con cierres de seguridad. Y sería justo lo que querían. Sin contar con que era una suposición, porque en verdad no sabía dónde estaba. Sólo sabía, en mi interior, que no era bueno.

Aun así, tenía que hacer algo.

Avancé por la gravilla junto a la valla que rodeaba el rancho de la familia de Blake, y di la vuelta con el coche para estar encarada en la dirección correcta cuando me fuera. Lo mejor era planear una huida rápida. Cuando fui a abrir la puerta del coche, me temblaba la mano.

Recorrí a buen paso el crujiente sendero de gravilla hasta la puerta principal, con el bolso colgado al hombro y la correa cruzada. Necesitaba acceso fácil a mi arma.

El ama de llaves me dejó entrar y me condujo hasta el salón. Era estilo hacienda, con techos altos y vigas oscuras a la vista. El aroma de café y tabaco, algo que normalmente me resultaría agradable, me hizo estremecer en esas circunstancias.

El senador Harrison era todo dinero y poder.

Blake y su abuelo estaban sentados en grandes sillones de color siena.

—¿Qué está haciendo aquí? —El senador se puso en pie y me señaló.

—No pasa nada, abuelo. Yo la invité. —Blake se levantó.

—¿Y por qué demonios lo hiciste?

—Porque hay algo que quiere decirte. —Blake se acercó a mí y me cogió de la mano. Me pregunté si le había dicho algo a su abuelo.

—¡Llévatela de aquí ahora mismo! —vociferó el senador. Mi sangre bombeaba tan intensamente que la oía golpear en mis oídos.

—Adelante, Callie. —Blake me soltó la mano—. Díselo.

—¿Decirme qué?

—¿Es consciente de que lo que está haciendo es un asesinato? —le espeté directamente.

—¡No me hables de esa manera, vejestorio! —Se puso rojo de ira.

—No soy vieja, tengo dieciséis años. Soy el cuerpo de la donante. —Saqué la pistola y le apunté.

Con el rabillo del ojo vi que a Blake se le desencajaba la mandíbula, asombrado, pero volví a centrar mi atención en el arma. Necesitaba mantener firme mi mano.

Estaba de pie detrás de uno de los sofás, de modo que podía apoyarme contra algo.

Calculé la distancia que había entre el senador y yo. Aproximadamente cuatro metros.

—Entonces ¿por qué quieres matarme? —Su cara manifestaba sorpresa.

—Su acuerdo con el gobierno y Destinos de Plenitud significa que los inocentes menores sin reclamar serán vendidos al banco de cuerpos. Y el banco de cuerpos dejará que los seniors los compren para ocupar sus cuerpos el resto de sus vidas.

Era difícil leer el rostro del senador. Su cara tenía una expresión de horror, pero no estaba claro si esa información era nueva para él.

—Tú tienes la culpa —señaló a Blake—. Haz algo.

—Tiene sentido, abuelo. ¿Es verdad? —le preguntó Blake.

—«¿Es verdad?» —El senador repitió las palabras de Blake en tono burlesco.

—Va a llevarme hasta el hombre que está detrás de Plenitud —le dije al senador—. El Viejo.

—No. No puedo. —Se le aflojó la mandíbula.

Me chorreaban las manos, estaba muy nerviosa. El sudor hacía que mi agarre de la pistola fuera flojo, resbaladizo.

—No quiero que me cause problemas, senador Harrison, no en este momento.

Mi mejor amigo acaba de ser vendido y mi hermano pequeño va justo detrás de él.

Probablemente ahora mismo ya esté en la cola para ser sometido a una intervención quirúrgica, como un perro en el veterinario. Mi última esperanza es ver al Viejo, y si no quiere hacerlo, entonces no tengo nada que perder.

—No puedo —repitió—. No puedo hacerlo.

—No tiene elección.

—Llévala, abuelo —intervino Blake—. Sabes dónde trabaja.

—Déjame que te lo plantee así —replicó el senador—. Si os llevo con él, me matará.

—Y si no lo hace, yo lo mataré. —Luché por sujetar el arma con firmeza—. Se lo advierto, se me están cansando los brazos, así que voy a contar hasta tres. ¿No es lo que hacen en los holos? O empieza a andar hacia la puerta o, cuando llegue a tres, disparo. Uno.

Se pasó la lengua por los labios.

—Dos.

Tragó saliva con tanta fuerza que pude ver cómo le vibraba la nuez.

—Tres.

No iba a moverse.

Tenía que disparar, pero no quería hacerlo. Imaginé la bala perforando la carne, desgarrándola, la piel abriéndose en forma de pétalo mientras la sangre salía a borbotones, como una fuente, inundando la habitación. Mi dedo tembló y apretó.

Fue como si intentara soltarlo, dejar que el gatillo volviera a su posición, pero por supuesto no funcionó, de modo que disparé. Supongo que quería hacerlo.

Se oyó un agudo sonido metálico.

Al mismo tiempo, o quizá antes, no estoy segura, Blake saltó sobre su abuelo, empujándolo con fuerza.

—¡Blake! —grité.

Ambos acabaron en el suelo. La sangre empezó a manchar la alfombra de color crema y negra de estilo navajo. Procedía del brazo del senador. Los miré a ambos.

El senador gemía. Blake rasgó un trozo de la chaqueta de su abuelo y aplicó presión a la herida. Alzó los ojos y me miró durante un segundo, con una expresión de pura conmoción e incredulidad.

—¡Le has disparado! Podrías haberlo matado.

No sabía qué decir. Tenía razón. Podría haberle matado si Blake no hubiera intervenido.

—Debería haber hecho lo que le dije.

—No creí… que lo hicieras —contestó el senador, dolorido.

Tampoco yo. Tenía el corazón desbocado. Apunté con la pistola al senador.

—Que se levante.

—¿Qué? —exclamó Blake.

—Es sólo una herida en el brazo. Haz que se ponga de pie.

Blake ayudó a su abuelo a sentarse en una silla. El senador se recostó en ella, gimiendo de dolor.

—No quería hacer esto. Usted me ha forzado a ello. —Hice una indicación con la pistola—. Así que no dejemos que esto no haya servido de nada. Quiero que me lleve hasta el Viejo.

El senador tenía la cara pálida mientras conducía su coche con sólo una mano.

Me senté a su lado, apuntándolo con la pistola, y Blake lo hizo en el asiento trasero, justo detrás de él.

—¿A qué parte de la ciudad vamos? —pregunté.

—Al centro —respondió el senador, haciendo una mueca de dolor. Se había cubierto la camisa con la chaqueta de modo que la herida no resultara tan evidente.

—No soy el malo de la película —dije—. Mi hermano pequeño está enfermo.

Tengo que descubrir quién se lo ha llevado.

—Podría estar en cualquier lado —apuntó el senador con mucho esfuerzo.

—Tiene razón, no sé dónde está. Así que tengo que buscarlo. El Viejo es mi mejor apuesta.

—Pareces una jovencita lista, llena de recursos. Deja que te haga una propuesta:

Paro el coche, dejo que te vayas y no informo de esto.

—¿Le parezco senil? —le pregunté.

Miró a Blake fijamente por el espejo retrovisor. Me di cuenta entonces de que Blake había estado terriblemente callado. No había dicho una sola palabra, de hecho. ¿Qué se le estaría pasando por la cabeza? Supuse que lo había puesto en una situación sin salida. Me volví para mirarlo. Justo entonces el coche viró con fuerza.

El senador pisó a fondo el acelerador y giró bruscamente, atravesando toda la calzada hasta que estuvimos en la acera opuesta. Chocamos contra un banco vacío.

Los airbags se desplegaron, empujando con fuerza el arma que tenía en la mano contra mi cabeza.

Cuando todo dejó de moverse, el airbag se desinfló. Me sentí aturdida, y mi visión era borrosa. El senador abrió la puerta trasera y sacó a Blake con el brazo bueno. No pude ver si estaba herido.

Me moví a cámara lenta. Un lado de mi cabeza estaba húmedo. Lo toqué: sangre.

Pude ver como el senador ayudaba a Blake mientras se alejaban corriendo del coche. Blake intentó darse la vuelta, extendió el brazo, pero su abuelo lo forzó a seguir corriendo.

Tenía que salir del coche. ¿Dónde estaba el seguro de la puerta? Mi mano lo encontró, lo pulsé y se abrió. Caí del coche a la carretera. Todo estaba desenfocado.

Había formas, gente, corriendo hacia el coche. Lo último que vi, antes de que todo se volviera negro, fue un hombre con uniforme.

Un policía.

Capítulo 23

Cuando volví en mí estaba de espaldas, bajo un batería de potentes focos. Tuve que cerrar los ojos, pues la luz era muy intensa. Una vía intravenosa serpenteaba por mi brazo.

—Está despierta —dijo una voz femenina, de anciana.

—¿Hola? ¿Puedes oírme? —Una voz masculina, también de ender, rondaba cerca.

—Puedo oírte —conseguí responder con voz ronca—. Pero no puedo verte.

—No pasa nada —dijo—. Es normal. Tómate tu tiempo. Mantén los ojos cerrados si te resulta más cómodo. Solo vamos a hacerte unas cuantas preguntas, ¿de acuerdo?

Asentí. Sentía el cerebro como embotado. Confuso. Me pregunté qué drogas me estaban suministrando por vía intravenosa.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer.

—Callie.

—¿Apellido?

—Woodland.

—¿Qué edad tienes?

—Dieciséis.

—¿Tus padres están vivos? —Su voz me resultaba familiar.

—No.

—¿Tienes abuelos o algún otro tutor?

—No.

—¿Eres una menor sin reclamar?

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —Me dolía la cabeza.

—No mucho. Tú sólo contesta la pregunta —insistió—. ¿Eres una menor sin reclamar?

No tuve fuerza para mentir.

—Sí.

Las preguntas se acabaron. Oí cómo se incorporaba.

Lentamente abrí los ojos. Mi visión aún no era fiable. Pude distinguir que el hombre iba vestido de verde quirúrgico, como un doctor. Supuse que la mujer era una enfermera, pero vestía de gris, no de blanco. Sostenía un diminuto botón de metal en una mano. Un dispositivo de grabación.

—¿Quieres agua? —me preguntó el doctor.

Asentí. Levantó una taza. Bebí de la pajita.

—Te he tenido que dar puntos en esa herida que tienes en un lado de la cabeza.

No se verá la cicatriz, está en el cuero cabelludo.

—La placa —dijo entonces la mujer.

—Sí, ¿para qué sirve esa placa de tu cabeza?

Miré a mi alrededor, contemplando la habitación. Empezaba a verlo todo con más nitidez. Ésta no era una instalación médica moderna, era desangelada y lúgubre. Las paredes eran grises.

—¿Qué hospital es éste? —pregunté.

—No es un hospital —respondió—. Estás en la enfermería.

—En la institución —remarcó la mujer—. Ahora háblanos de la placa.

La recordé. La señora Beatty, la jefa de seguridad. Intenté liberarme, pero algo me mantenía sujeta. Fue entonces cuando vi que mis brazos y piernas estaban atados a la mesa.

—Quiero irme de aquí. —Mi cabeza se estaba aclarando con rapidez—. Es un error. Tengo carnet de identidad. En mi bolso. Soy Callie Winterhill. Usted debe de acordarse de mí.

Se miraron mutuamente.

—No se encontró ningún bolso en el coche —dijo Beatty—. De hecho, encontramos una pistola. —Frunció sus labios arrugados—. Dio positivo en ADN y tenía tus huellas.

Una pulsación rítmica sonaba en mis oídos, intensificándose por momentos.

—Y el informe balístico dice que es la misma arma que disparó al senador Harrison —afirmó.

Me había delatado. Blake no debió de haber podido detenerlo. O quizá Blake me odiaba, ahora que casi había matado a su abuelo.

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