Authors: Lothar-Günther Buchheim
Nuestro curso general es de trescientos grados. Pero continuamente oigo correcciones en los timones; por el peligro que otros submarinos enemigos representan, aún no se puede mantener un curso rectilíneo.
En la central veo conversar a Turbo, imitación del héroe de viejos cuentos con su roja barba cultivada durante el tiempo en tierra.
—Quisiera saber hacia dónde nos dirigimos esta vez —le dice a un marinero maquinista.
—Parece que a Islandia.
—No, más bien creo que hacia el Sur; un largo viaje al Sur; cargamos demasiado esta vez.
—Eso no quiere decir nada. Pero, ¿qué importa? Bajar a tierra y tomar algo no se puede, de todas maneras, ni aquí ni allá.
Turbo se dirige a la borda; con una sonrisa entendida, a medias escondida por la barba, y un golpe amistoso sobre el hombro del otro, responde todavía:
—Islandia o no... se viaja, con la Marina.
Antes del anochecer, el comandante ordena otra inmersión de prueba; quiere saber si tampoco habrá problemas a mayor profundidad.
Los submarinos VII-C están hechos para resistir una inmersión de hasta noventa metros. Pero como las bombas de profundidad pierden efecto justamente cuanto más profundo está el blanco, ya que la presión del agua contrarresta las ondas de presión de la bomba al detonar, los submarinos deben sumergirse a veces a mayores profundidades para poder escarpar a los ataques. Hasta qué profundidad aguanta en realidad el submarino, eso no lo sabe nadie, lo que se arriesgaron a ir más abajo no pudieron informar del hecho, y los que volvieron no pueden asegurar haber alcanzado la profundidad máxima; esa experiencia la hace cada tripulación por sí misma... sólo una vez.
La serie de órdenes de esta mañana se repite. Pero en lugar de quedarnos a los treinta metros, seguimos hacia abajo, más y más profundo; en el submarino todo es silencio absoluto.
De pronto, un ruido agudo, fortísimo, hace doler los tímpanos. Veo miedo en algunos ojos. Pero el viejo no da muestras de querer cambiar el curso inclinado hacia abajo.
El indicador del manómetro muestra los ciento cincuenta. Otra vez el ruido, ahora mezclado con otro más grave.
—No es lo que se dice un paraje idílico —susurra el ingeniero. Veo que se muerde la carne de las mejillas, mientras su mirada se dirige al comandante, claramente llena de significado:
—El submarino tiene que poder resistir esto —dice el comandante lacónicamente. Caigo en la cuenta de que hemos tocado fondo.
—Es todo cuestión de nervios —murmura el ingeniero. El ruido de afuera no cesa.
—La estructura lo soporta... pero el timón... —grita el ingeniero, aunque su voz se escucha apagada. El viejo hace como si no lo hubiese oído.
A Dios gracias, el ruido cesa. El rostro del ingeniero está gris.
—Sonaba como un tranvía en las curvas —dice el segundo oficial.
El viejo tiene el aspecto de un preocupado salvador de almas al aclararme: —En el agua, los ruidos se multiplican por cinco. Por eso aparentan mucho, a pesar de que el peligro no es tanto.
El ingeniero se llena de aire, como si lo hubiesen salvado de ahogarse. El viejo lo observa con la mirada escrutadora de un psiquiatra; luego nos comunica:
—¡Suficiente por hoy, emerger!
La letanía de órdenes para emerger vuelve a traspasar el submarino. El manómetro regresa a los valores anteriores.
Aún tengo en la memoria la película de un submarino al salir a la superficie.
La filmadora estaba fija en la torre. Primero se veía una masa difusa a media luz, que pronto se transformaba en un barril flotante, con un mástil hacia arriba. Al fin se distinguía en el barril vertical la torre, y en el mástil el periscopio; alrededor de las formas del submarino el agua iba adquiriendo claridad, hasta que comenzó a moverse, cada vez con más vigor, para constituir una corriente de grandes burbujas de aire que volvían a romper los contornos de la imagen; y al instante una claridad inesperada detrás de la torre, el cielo; rodando de un lado al otro. Hilachas de agua caían aún de los hilos del radar.
El comandante y la guardia salen al exterior. Los sigo. Andamos a paso de hombre, pero a pesar de eso el agua se remueve detrás del submarino. Me siento solo. Solo en una plataforma de metal. El viento hace presión sobre mi cuerpo. Miro embobado hacia el cielo, pasan nuevas nubes cada vez. Me obligo a cambiar la dirección de mi vista, para no terminar hipnotizado.
De pronto oigo detrás de mis espaldas la ronca voz del viejo:
—Bonito, ¿eh?
Trato de mirar el sol, que aparece entre dos nubes que le dejan lugar. .
—Un viaje de placer en medio de la guerra... ¡Más no se puede pedir! Y mirando la proa, agrega:
—El mejor barco que existe; el de mayor radio de acción. Ambos giramos hacia la popa.
—¡Ah, la estela de nuestro submarino! —dice el viejo—. Hermoso ejemplo de fugacidad: mientras se ve está, y después
fini
.
No me animo a mirar al viejo. «Filosofía barata, lo llamaría él si otro lo dijera. Pero el viejo continúa: —Sí, la buena madre tierra se comporta en esto como una dama moralista; no nos da cosas como ésta.
—Mmm...
—Está claro: nos hace creer que nosotros, los humanos, nos hemos eternizado sobre ella; ahí quedan símbolos y pinturas. También en sus planificaciones se permite más tiempo que el agua; un par de miles de años, si tiene que ser.
Me siento pequeño.
—Es por eso que en la Marina las cosas están claras como el agua —es lo único que se me ocurre.
—Así es —dice el viejo, y me dedica su mejor sonrisa.
La primera noche a bordo: trato de relajarme, de borrar todos mis pensamientos. Las olas de sueño me alcanzan y me mecen pero aun antes de transportarme consigo, me dejan caer. ¿Estoy despierto o duermo, en realidad? ¡Qué calor hace aquí abajo! ¡Qué olor a aceite! Todo el submarino está poseído por un fino temblor; las máquinas hacen sentir su ritmo hasta en el último rincón.
La excitación de las últimas horas también aporta lo suyo para que yo no pueda conciliar el sueño.
Las máquinas diesel trabajan toda la noche. Cada cambio de guardia me sobresalta.
¡Qué distinto es lo que se ve y se siente al despertar en un barco común! En un lugar del ojo de buey, a través del cual se ve la espuma del mar; aquí no hay más que una luz mortecina que gobierna en todos los habitáculos.
Tengo la cabeza pesada cómo plomo, seguramente por los vahos de las máquinas. Desde hace ya más de media hora me molesta la música de la radio, puesta a todo lo que da.
Debajo de mi cucheta veo dos espaldas encorvadas; pero ni un lugar para mi pie cuando trato de bajar. Si quisiera abandonar mi camastro tendría que pisar sobre la mesa, entre platos con restos de comida y sobras de pan ablandados con chorreaduras de café. Pegajosa y sucia, así está nuestra mesa. Y ahí veo, no sin asco, un huevo recién preparado.
Desde la sala de máquinas me llega el olor de la grasa.
Hinrich, el radiooperador, dirige una mirada interrogativa hacia el techo. Al descubrirme, veo sus ojos todavía medio pegoteados que me miran como si yo fuera una aparición.
—¡Trae el desayuno! —le dice al marinero electricista Pilgrim, exigente.
¡Me tendría que haber levantado antes! Ahora no puedo pisotearles el desayuno, así es que me dejo caer a lo largo, mientras oigo:
—¡Saca de ahí tu culo grasiento!
—¡Esta porquería de huevo se parece a caca de bebé! ¡No lo puedo ni oler!
—¿No querrías que pida para tí una gallina a la central?
La conversación me divierte cuando pienso en blancas gallinas Leghom, sentadas sobre las cañerías de la central. ¡Si hasta me parece oírlas! Cuando era niño no podía tocar a las gallinas; tampoco hoy me gustan.
Por un largo rato oigo solamente el ruido de los carrillos al triturar la comida.
Pronto lo interrumpe sin embargo el sonido sordo y orgánico de un eructo, que termina tan aguda y abruptamente que se nota que algo consistente quiere volver a salir.
—¡Eso me basta! —tengo que protestar.
—¡No seas aguafiestas!
Los altavoces gritan por todo el submarino:
—Yo soy Lilí, la Lilí de Najanka. Una pequeña ciudad del Camerún, a las orillas del Tanka...
Está permitido bajar algo el volumen de los altavoces, pero no apagarlos del todo, ya que también sirven para desparramar las órdenes a todo lo ancho y lo largo del submarino. De esa manera me tengo que adaptar a la voluntad del radiooperador, quien desde su cubil atiende el gramófono; parece que Lilí lo convenció, porque ya es la segunda vez que canta esta mañana.
Por encima de todas las cosas, me amarga nada más que pensar que son apenas las cuatro o cinco de la mañana. Sucede que, para ahorrarnos las cuentas, nos guiamos según la hora alemana de verano; además, ya estamos muy lejos hacia el Oeste del meridiano cero, así que entre la hora solar en nuestra posición y la hora que usamos sobre la embarcación hay una gran diferencia, quizá más de una hora. Aunque en realidad, da lo mismo en qué momento comienza nuestro día; tanto de día como, de noche usamos aquí la luz eléctrica, e incluso los cambios de guardia se llevan a cabo por intervalos que no dependen de la hora solar.
Ya es hora de que salte de la cama. Pido perdón e introduzco mi pie entre ambos hombres, sentados abajo.
—¡Todo lo bueno viene de arriba! —dice Pilgrim.
Mientras busco mis zapatos, que por seguridad ajusté detrás de una cañería, sostengo mi primera conversación de la mañana con el marinero de la central, sentado a mi lado sobre una silla plegable.
—¿Y, cómo anda todo?
Comme ci, comme ça
, teniente.
—¿El barómetro?
—¡Sube!
Me saco de la barba las hilachas que durante la noche se desprendieron de las mantas y se me quedaron enganchadas. El peine se ennegrece inmediatamente; mi pelo es un filtro del aceite que llena el ambiente.
Saco de mi bolso lo necesario para lavarme, la toalla y el jabón. Me gustaría lavarme la cara en el baño, pero la luz roja en la puerta y la cola que delante de ella se ha formado me indica que debo dejarlo para mejor oportunidad.
El ingeniero aparece con las manos a medio limpiar de la grasa que las cubre; vuelve de la recorrida matinal. No vienen con él ni el primer oficial ni el segundo ingeniero. Tampoco veo al comandante; se debe estar lavando. El segundo oficial todavía tiene guardia.
Al cocinero lo han despertado a las seis. Con los consabidos huevos revueltos, que, por supuesto, llegan fríos a la mesa, hoy hay pan, manteca y café negro —«sudor de negro», como le dicen por aquí—; mi estómago y mis intestinos se resisten a semejante régimen; por suerte mis intestinos ya han encontrado la excusa necesaria:, miro, a ver si el baño por fin se ha desocupado.
—¿No está rico? —me pregunta el ingeniero.
—Mmm, no sé; este revuelto no es precisamente de los mejores.
—Usted debería lavarse los dientes antes del desayuno, verá que así las cosas tienen mejor gusto —me propone el ingeniero, con la boca llena; y en el mismo momento llega el comandante desde el baño, con pasta dentífrica en la barba.
—¡Buenos días tengan los héroes del mar que se sientan a desayunar sin lavarse antes! —y se arrincona en su asiento.
Parece que ninguno se anima a contestar.
Al rato, el viejo pregunta cuál será la contraseña del día de la fecha.
—
Proculanegotiis
—propone el ingeniero, quien en seguida traduce, para que nadie quede mal parado—: ¡Lejos de los negocios!
El comandante asiente con la cabeza:
—¡Qué cultura!
Desde el altavoz nos llega la melodía:
—¡Soy feliz, y estoy contento, ya te diré por qué... !
En el submarino hay mucho trabajo por la mañana. A cada minuto pasa alguien por los corredores, de proa a popa o viceversa; lo cual significa que me tengo que incorporar continuamente de mi silla plegable. Mis intestinos siguen llamando.
Hay problemas con el baño. Las horas punta son la mañana temprano, y el filo de la medianoche, cuando la guardia cambia y ocho personas quieren ir al baño al mismo tiempo.
Por fin se abre la puerta: ¡el primer oficial! Como un relámpago tomo mis cosas y le arranco el picaporte de la mano. Sobre el lavabo hay un grifo con agua dulce, pero no funciona; de todas maneras, el lavabo sólo alcanza para una lamida de gato y para lavarse los dientes. También veo un grifo de agua salada, y jabón especial para ese tipo de agua; pero con eso no me puedo lavar los dientes, pienso. Me aligero de mi carga y salgo; mis compañeros de mesa siguen aún en la misma posición indolente de antes, que seguramente han copiado del comandante.
El altavoz también continúa con sus preguntas tontas:
—¿Me quieres? Ayer todavía me decías que no...
El ingeniero lanza un suspiro y da vuelta los ojos.
Tomo en la boca un poco más de este café, lo dejo jugar entre los dientes ida y vuelta, hasta que se forma espuma, lo hago pasar de una mejilla a la otra, a través del agujero que dejó una muela al caerse, hasta que siento que todos los restos de saliva y de grasa han sido enjuagados, y por fin trago esa mezcla... ¡ah!, qué alivio.
Inmediatamente después del desayuno el comandante debe escribir el diario de guerra, y lo hace con manifiesta resistencia. El ingeniero vuelve a desaparecer hacia popa. El primer oficial dice que tiene que arreglar unos papeles y también se va.
Comienza la rutina de todos los días: limpieza en el submarino.
Camino hacia la popa, paso por la central; el ojo de la torre me muestra que afuera todavía es noche cerrada. Los aires que entran desde arriba son fríos y húmedos. Bueno, me digo, salgamos, por más que mis piernas no tengan la menor gana... Vamos, el pie derecho sobre el primer peldaño de la escalerilla de aluminio.
—¡Permiso para subir!
—¡Sí señor! —es la voz del segundo oficial.
Al aparecer mi cabeza en el puente deseo ante todo buenos días.
Mis ojos tardan un poco en acostumbrarse a la oscuridad reinante; en el cielo hay un par de estrellas pálidas; al Este comienza a verse, en el horizonte, una ligerísima coloración rosada. También el agua se aclara poco a poco.
Tengo frío.
Sube el oficial navegante. Sin palabras pasea su mirada por los alrededores; sorbe la humedad de su nariz y pide el sextante.
Cuando se lo alcanzan, lo dirige a Saturno y aprieta su ojo derecho al ocular; por un momento permanece inmóvil, la cabeza doblada sobre el aparato y la cara arrugada; hasta que despega el ojo al mismo tiempo que comienza a dar vueltas a una mariposa.