Authors: Lothar-Günther Buchheim
El viejo hace como si todo estuviera en el mejor orden.
—Navegante, escriba usted: «Rastreo, para alejarnos del destructor... Pienso que el destructor... nos ha perdido... No hay ruidos en la cercanía inmediata».
«Pienso». O sea que ni siquiera lo sabe con seguridad.
Cierra los ojos. Da la impresión de no haber finalizado su dictado.
—¡Navegante !
—¡Sí, señor! ' —¡Escriba: «Resplandor de fuego... importante... a doscientos cincuenta grados a la derecha... Pienso que se trata de un tanque derribado por nosotros». —Da entonces orden de cambiar el rumbo—: ¡A doscientos cincuenta grados!
Miro a uno y otro lado y no veo sino caras serenas. Sólo el segundo oficial demuestra sus problemas. El primer oficial mira fijamente hacia adelante. El navegante escribe sobre la mesa de mapas.
A proa y a popa se llevan a cabo reparaciones. De vez en cuando, un hombre con las manos impregnadas con aceite pasa por la central e informa de su paso al primer oficial, quien está a cargo ahora de los timones de profundidad. Nadie se atreve a hablar aún con su voz normal; salvo el viejo, claro.
—¡Dentro de media hora cargamos torpedos! —dice el viejo; en seguida agrega, observándome a mí—: ¡Ahora vendría muy bien algo para beber!
Me apresuro a buscarle la botella con jugo de manzanas: mis piernas tardan en ponerse en movimiento. Cada músculo es un dolor. Al pasar, veo a Herrmann moviendo su dial. Pero ahora me da lo mismo saber qué es lo que oye.
En el habitáculo de proa trabajan sin descanso: las maderas del suelo ya no están, han aparecido los torpedos.
—¡Por fin se hace un poco de sitio aquí! —se alegra Hacker, el maquinista de torpedos.
—¡Póngale bastante vaselina y adentro, mi amor! —Ario imita el éxtasis, mientras responde al compás que le marca Hacker.
Aparece el primer oficial, a fin de controlar la hora. Los hombres siguen trabajando duro. Ario se calla.
Al volver al habitáculo de los oficiales, veo que el viejo ya ocupa su lugar acostumbrado, en el rincón de siempre, sobre la cucheta del ingeniero. Tiene las piernas estiradas, como quien hace un largo viaje en tren. Su rostro apunta al techo, su boca está entreabierta. Duerme.
No sé qué hacer. El viejo no puede quedar así tirado, aquí pasa mucha gente.
Carraspeo, y en el mismo instante se despierta. No dice nada, sino que con un gesto me invita a sentarme.
Por fin pregunta:
—¿Cómo anda todo allí adelante?
—Uno ya está puesto; los hombres están bastante cansados.
—¿Estuvo a popa?
—No; era demasiado, para mí si he de ser sincero.
—Sí, está jodida la popa. Pero el ingeniero se las va a arreglar.
Grita entonces, de modo que se oiga en todo el pasillo:
—¡Algo para comer! ¡Para los oficiales también! —y agrega, para mí—: ¡Hay que festejar ocasiones como ésta, aunque sea con pepinos y pan!
Pronto se organiza una mesa. Ante mis ojos tengo la tabla limpia, platos, cuchillos, tenedores, tazas, iluminación cálida. ¡Cosa de locos! Observo al viejo, que revuelve su taza de té, al primer oficial que pela un chorizo, al segundo, que parte en dos un pepino.
El camarero me pregunta si yo querría un té.
—¿Yo? ¿Té? ¡Sssí! —tartamudeo.
En mi cabeza aún estallan cientos de bombas de profundidad, todos mis músculos las siguen recordando con dolor.
—¿Qué es lo que mira tan atentamente? —me pregunta el comandante con la boca llena; me apresuro a tomar un pepino con el tenedor y a cortarlo en dos. No pensar. Masticar, mandar las pupilas de un lado al otro, parpadear.
—¿Más pepino? —pregunta el viejo.
—Sí, por favor... gracias.
Un ruido sordo llega desde el pasillo. Hinrich ha relevado a Herrmann en el receptor... ¿Querrá decirnos algo? Se oyen pasos. Hinrich nos informa:
—Detonaciones de bombas de profundidad a doscientos treinta grados a la derecha.
La voz de Hinrich es más alta que la de Herrmann; la diferencia es la que va de tenor a bajo.
Trato de comparar su información con nuestro rumbo: dos décimos a babor.
—Ya es tiempo de que subamos... ¿Qué hora es? —pregunta el viejo con la boca llena.
—Seis y cincuenta y seis.
Masticando aún se incorpora y, mientras se enjuaga la boca con un gran sorbo de té, da tres pasos hacia el pasillo.
—¡Subimos en diez minutos! Vamos a anotar: «Cargamos seis torpedos. A las seis y cincuenta y cinco, detonaciones a doscientos treinta grados a la derecha».
Regresa y se acomoda nuevamente en su rincón. Hacker aparece, desde delante, faltándole el aire. Antes de hablar tiene que respirar un par de veces hasta tranquilizarse. El sudor lo baña. Murmura un informe:
—Cuatro torpedos ya están en su lugar... —Al pretender terminar su frase, el viejo lo interrumpe, diciéndole:
—Está bien, Hacker, ya veo claro que por ahora no es posible contar con ustedes.
Yo en cambio veo claro que lo que más le gustaría al viejo en este momento es atacar los destructores que nos acosaron. Jugaría todo a una carta. Pero sin embargo es posible que sus planes sean otros.
Resueltamente se pone de pie, cierra tres botones de su chaleco, se coloca mejor la gorra y se dirige a la central.
El ingeniero le informa todavía que en la sala de máquinas todo fue reparado, aunque provisionalmente, ya que para ello se usaron repuestos de a bordo.
Voy con el viejo hacia la central.
La guardia del puente ya está preparada. El segundo ingeniero sigue de pie detrás de los timones. El submarino sube. Pronto estaremos sobre las olas.
El viejo sube a la torre. El motor del periscopio empieza a funcionar. Otra vez se me paraliza la respiración, hasta que el viejo ordena:
—¡Emerger totalmente!
El cambio de presión casi me tumba. Quisiera gritar y tragar al mismo tiempo; pero en vez de eso me quedo ahí, parado como todos los demás. Solamente mis pulmones se mueven rápidamente para llenarse del aire marino que baja a raudales. Desde arriba nos llega la voz del comandante:
—¡Ambas diesel...!
Y ya están ambas en funcionamiento; primero es el aire que sisea, en seguida el encendido. Un temblor recorre el submarino, como si fuera un tractor. Las bombas de desagüe trabajan, los ventiladores renuevan el aire en todos los habitáculos de la embarcación... en esa corriente de ruidos se estiran mis nervios, como si se tratara de un baño reparador.
Salgo a cubierta, detrás del último vigía.
¡Dios mío! Un impresionante resplandor rojo cubre el horizonte.
—¡Tiene que haber sido el tercer vapor!—grita el comandante.
Contra el cielo oscuro se reconoce una nube negra, por encima del rojo: es humo, que cual gusano gigantesco se arrastra hacia el cenit.
El viento nos trae el fuerte olor de aceite quemado.
—Se le rompió la columna vertebral —comenta el viejo; da la orden de dirigirnos hacia allí a toda máquina.
Poco a poco se distinguen las lenguas de fuego que componen la hoguera.
Un mástil, único, es todo lo que aún lucha contra el fuego.
El viento aprisiona ahora la nube y la empuja hacia abajo. Es como si la naturaleza quisiera esconder el hundimiento del barco.
Tres o cuatro minutos después ordena el comandante acercarnos aún más a ese infierno.
Alrededor de la torre del barco, sobre el agua, también se desprenden lenguas de fuego: el agua es combustible, el aceite se ha derramado sobre ella.
—¡A lo mejor conseguimos saber cómo se llamaba ese barco! Nuestro submarino también se tiñe del rojo resplandor.
Vuelvo la cabeza. Todos los rostros están pintados del mismo color.
Enfrente se escucha una explosión. Afino el oído... ¿no era eso un grito?
¿Habrá gente a bordo aún? ¿No eran esos unos brazos gesticulando? Imposible: a través de ese chisporroteo infernal sería imposible oír un quejido humano...
¿Qué hará el viejo? A ratos da una que otra orden para los timones. Lo importante es quedar bien de frente al incendio, no presentarle, el flanco.
—¡Miren atentamente! —dice el viejo— ¡Pronto se hundirá!
¿A qué distancia estaremos? ¿Ochocientos metros?
Mastico un pensamiento: era un gran barco. ¿Cuántas personas albergaría?
¿Cuántos murieron? ¿Veinte, treinta? Es seguro que los vapores ingleses navegan con la menor cantidad de gente posible. Pero con menos de diez hombres no pueden contar. ¿Los habrá recogido un destructor? No, para eso tendrían que haber parado. Y no se pueden arriesgar a eso, sobre todo con un submarino en las cercanías.
Un haz de rayos rojos se eleva hasta el cielo. Y allí, en medio del fuego, asciende un cohete de emergencia marina. ¡Allí hay seres humanos! ¡Dios mío!
Observo el mundo de fuego y humo a través de los binóculos: ¡no hay duda, es gente! Se reúnen en la popa, todos juntos, logro verlos. Algunos se tiran al agua. Sólo dos o tres siguen dando vueltas sobre cubierta.
El oficial navegante pega un grito:
—¡También allí!
Miro en esa dirección: en el agua, delante del buque, una balsa con dos personas.
¿Y allí? ¿Qué son esas lomitas oscuras? ¡Tienen que ser nadadores!
El segundo oficial también se pone a observar a los náufragos. El viejo monta en cólera:
—¡Por Dios, vigilen la popa, señores!
¡Un grito humano! Por allí veo a una figura levantando su brazo, en dirección de otras, nueve o diez.
Por un instante no puedo ver a los nadadores. El viento lo impide, al interponer entre ellos y nosotros columnas de humo. Pero en seguida los veo de nuevo. No hay duda: se dirigen hacia nosotros.
De reojo miro al comandante.
—¡Esto es muy arriesgado! —Sé lo que quiere decir: nos hemos acercado demasiado al fuego. Hace mucho calor ahora.
Durante dos o tres minutos no se oye la voz del comandante. Toma los binóculos y los vuelve a dejar. Lucha consigo mismo por una decisión. Por fin da la orden, con la voz tomada, de dar marcha atrás con los diesel.
Los de la sala de máquinas se sorprenderán: marcha atrás es algo que hasta ahora no habíamos practicado. Pero es curioso: no podríamos sumergirnos deprisa, en las actuales condiciones; estamos parados, sin velocidad.
El aceite y el fuego corren más aprisa de lo que nadan los hombres. No tienen oportunidad. El fuego sobre el agua se lleva el oxígeno; asfixia, quemadura, ahogo, todo en uno para quien le toca.
El rostro iluminado de rojo del segundo oficial muestra consternación.
—No entiendo cómo ningún barco los ha buscado —dice el viejo. Tampoco yo lo entiendo: tantas horas han pasado desde entonces. A lo mejor trataron de continuar viaje sobre el barco, quizá pensaron en salvar la nave. Tirito de sólo pensar lo que tiene que haber vivido la tripulación de ese navío.
—¡Olvidémonos del nombre! —le oigo decir al viejo. Creo que quiso que sonara a sarcasmo.
De pronto se eleva la popa hacia el cielo, crece. Por un rato permanece así, como un risco en medio del océano humeante. Con dos o tres explosiones sordas desaparece de la superficie.
El mar se cierra por encima del enorme barco, como si nunca hubiera existido. De los nadadores no se ve nada más.
Los del interior del submarino podrán oír el inmenso alboroto sónico que provoca seguramente el hundimiento del coloso. ¿Qué profundidad tiene el Atlántico aquí? ¿Cinco mil metros? Cuatro mil por lo menos.
El comandante hace dar la vuelta.
—¡Aquí no hay nada más que hacer!
Los vigías otra vez están inmóviles, como siempre, los anteojos ante la vista. Por encima del horizonte aparece ahora un resplandor rojizo. Como el reflejo nocturno de las grandes ciudades. El Sudoeste está completamente iluminado.
—Escriba, navegante: «Resplandor de fuego a doscientos treinta grados» y la hora —ordena—, ésos son otros buques... Vamos a ver de qué se trata...
¿Cómo? ¿Esto tiene que seguir? ¿Y si nos quedamos a la deriva? ¿No fue suficiente? Quizás el viejo esté hirviendo por hundir un destructor, por tomarse la revancha.
El ingeniero desaparece del puente.
—Bien —dice el viejo—, ya va siendo hora de mandar el comunicado por radio...
Navegante, alcánceme papel y lápiz... Mejor hagámoslo de nuevo... ahora que podemos hablar tranquilos...
El viejo quiere decir con eso que ya no le molesta el peligro de que descubran nuestra comunicación si es que manda algo más abundante que una señal corta, ya que los Tommies se han enterado hace tiempo de que andamos por aquí.
—Escriba, entonces: «Persecución por destructor con bombas de profundidad, en gran cantidad». Cuántas no les importa; lo que a ellos les interesa es qué hicimos nosotros. Sigamos: «Cinco disparos, cuatro dieron en el blanco. Un vapor de pasajeros, ocho mil toneladas, y carguero, cinco mil quinientas toneladas. Controlamos el hundimiento. Impacto en un tanque de ocho mil toneladas. Hundido. UA».
«Vapor de pasajeros», ha dictado el viejo. Seguramente se trata de un buque reconstruido para el transporte de tropa. No quiero ni imaginarme el cuadro... Como decían en el bar Royal: liquidar al enemigo, no solamente a sus barcos.
Desde abajo nos llega la información de que el radiooperador ha captado llamadas de SOS de vapores ingleses.
—¡Ajá! —comenta el viejo. Ni una palabra más.
A las siete y media captamos el mensaje de uno de nuestros submarinos. El navegante lo lee en voz alta: «Hundimos tres vapores. Quizá también un cuarto. Durante el ataque, cuatro horas de bombas de profundidad. Convoy destruido, de a uno y en grupos. Contacto roto. Voy hacia el Sudoeste. UZ».
El pánico de las horas pasadas todavía está en mí. Las imágenes se suceden sin secuencia ni sentido. Necesito un matafuego, creo.
¿Qué sentirá el viejo al imaginarse esa cantidad de barcos que él solo destruyó? ¿O esa gente, que murió presa del fuego o de las detonaciones? Casi doscientas mil toneladas: eso es lo que el viejo carga sobre sus espaldas, todo un puerto mediano lleno de barcos.
Un rato después nos avisan desde abajo que han entrado varias comunicaciones. Kupsch se enteró del convoy, Stackmann logró hacer seis mil toneladas.
Las olas del cansancio logran barrer con todo. No debo apoyarme en la defensa o en la columna del periscopio: corro el riesgo de quedarme dormido, de pie. Mis brazos no me responden, apenas si consigo levantar los binóculos. El cerebro está vacío, mis intestinos se revuelven, la vejiga presiona. Desciendo al interior de la embarcación. Estoy duro.