Authors: Lothar-Günther Buchheim
El maquinista Franz no está en el habitáculo de suboficiales. Nadie lo vio después de su ataque de locura. En realidad, en este momento está libre... pero no parece atreverse a salir de la sala de máquinas.
Cuando abandono el baño ya el segundo oficial está esperando para entrar.
¡Dios mío, que cara! Parece un enanito de jardín, con esas arrugas que le surcan el rostro. ¿no se le ha oscurecido la barba?
Al reaparecer se arroja sobre el sofá y pide un café. Yo también, aunque creo que mejor nos haría dormir. Así que me preparo pero en ese momento llega el comandante y pide rápido algo para comer.
El camarero trae el café y dos tazas. Poco después vuelve con comida para el viejo. voz.
—¡Otros tres barcos que se van! —dice, pero sin el menor asomo de triunfo en la —¡Y nosotros también, casi! —le contesto.
—¡Tonterías! En fin, uno siempre anda con el ataúd a cuestas... como el caracol lleva, su casa.
La comparación parece gustarle. Una sonrisa se hace lugar en su rostro cansado.
El viejo entra en una especie de trance... tarda minutos en salir de él. Se incorpora, se inclina hacia adelante y grita:
—¿Qué hora es?
—¡Siete y cincuenta!
—¡Navegante!
El nombrado viene en seguida desde la central.
—¿Llegaremos?
—Difícil... a no ser que los otros cambien de rumbo.
—Lo cual es improbable...
El viejo va hacia la central detrás del navegante. Oigo partes de su conversación, trozos de pensamiento expresados a viva voz:
—Nos sumergimos a las veintidós y cincuenta y tres, digamos a las veintitrés... ahora son las siete y cincuenta, o sea que perdimos unas buenas ocho horas. ¿A cuánto va el convoy? Seguramente a ocho millas, es decir que adelantó más o menos sesenta y cuatro millas. Para llegar a donde está el convoy ahora necesitaríamos cuatro horas, a máxima velocidad... Pero, ¿y el combustible? Aparte de que el convoy sigue su marcha...
A pesar de todo, nada indica todavía que el viejo tenga deseos de ordenar el rumbo contrario.
El ingeniero aparece en la central. No dice una sola palabra. Pero toda su actitud está gritando: «¿Cuándo volvemos?» No obstante el cansancio, no puedo conciliar el sueño. Estoy demasiado excitado. En la habitación de los suboficiales no se ve a nadie. Desde el habitáculo de proa llegan ruidos. Hay una suerte de festejo por la victoria. En la penumbra del ambiente reconozco a un montón de hombres formando una rueda sobre el suelo de madera, ahora más bajo que antes... Claro, ellos no vieron nada...
El oficial navegante está de guardia. El resplandor ha disminuido, pero aún es posible verlo claramente. De pronto, pega un grito:
—¡Ahí hay algunos! —con la derecha señala hacia adelante, en la oscuridad del mar. Informa hacia abajo. Segundos después el viejo está sobre cubierta.
Parece una balsa con un montón de hombres sobre ella.
—¡Suban el megáfono! ¡Acérquense! —A gritos pregunta—: —¿Cuál era el nombre de su barco?
Y los de abajo se apresuran en contestar, como si con eso pudieran comprar una mano que los ayude:
—¡Artur Allee!
—¡Es bueno saberlo! —comenta el viejo.
Uno de los náufragos pretende aferrarse a nuestra embarcación, pero nosotros ya hemos tomado velocidad. El hombre cuelga entre la balsa y nuestro submarino. Por fin se suelta y desaparece en la estela detrás de nosotros. Lo único que se me graba es su dentadura, ni siquiera sus ojos.
¿Los encontrará algún otro?
Pasa un cuarto de hora. Sobre el agua se nota un extraño fenómeno: lucecillas. Poco más tarde comienzan a agrandarse: son linternas; otra vez náufragos. Cuelgan de sus chalecos. Los veo agitar los brazos. ¿Acaso quieren hacerse notar? Seguramente están gritando algo. Pero el viento no permite que los oigamos.
El viejo ordena disminuir la marcha; con cara de piedra da órdenes a los timoneles, para que el submarino no se acerque demasiado a los indefensos. La ola de nuestra proa eleva y deja caer a dos o tres de ellos. Levantan los brazos amenazantes, las últimas imprecaciones contra el enemigo.
Todos los que estamos ahí parecemos de piedra. Seis hombres que saben, con miedo en el corazón, que esos náufragos podrían ser de los nuestros. ¿Qué será de ellos? Consiguieron escapar del hundimiento... Pero, ¿tendrán alguna esperanza? ¿A qué temperatura está el agua en diciembre? Es inconcebible: la última defensa del convoy tiene que haberlos perdido de vista hace horas.
El viejo permanece de pie, sin moverse. Es un marino impedido de ayudar a otro, porque el Mando se lo prohíbe. Sólo una excepción: aviadores. De ellos se quieren saber muchas cosas. Deben valer su peso en oro.
Aún veo las linternas. El viejo sigue dando órdenes:
—¡Cinco a babor! Eran gente de la marina, quizá de una corbeta.
El segundo oficial pasa a cubierta.
—Parece la erupción de un volcán —se refiere al resplandor.
Las lucecitas ya no se ven.
Un rayo atraviesa el humo. Un instante después se escucha un trueno. Es una detonación. En seguida otra más. Desde abajo nos dicen la causa:
—¡Escucha al puente: bombas de profundidad a doscientos sesenta grados!
El convoy debe ser un infierno. El viento nos trae el olor del aceite quemado. Olor de muerte.
El resplandor va palideciendo poco a poco. Por encima del horizonte aparece la primera luz de la mañana.
Un cansancio de plomo me tira al suelo. Otra vez estoy en el habitáculo de los oficiales, cuando desde el puente nos llega la información:
—¡Navío en llamas delante del submarino!
Son las nueve. ¿Qué otra cosa me queda, sino balancearme hasta cubierta?
—¡Otro impacto! —dice el viejo.
Mirando por los binóculos le grita al navegante:
—Vamos hacia allí. Mucha velocidad ya no tiene... Estimo que serán cinco millas.
El viejo da órdenes para los timones:
—¡Dos décimos a babor!
La nube de humo se agranda rápidamente y se desliza a estribor. Tendría que verse ya algún mástil, pero el humo lo esconde todo.
Pasan otros cinco minutos. El viejo ordena inmersión a profundidad de periscopio: catorce metros.
Un instante después nos da su «informe de guerra:
—¡Que no se nos escape! Pega los últimos coletazos... Esperemos un poco... Tiene dos mástiles, es muy bonito. Alrededor de ocho mil toneladas. Tiene fuego atrás... Debe de haberlo tenido en el centro también.
Su voz se pone seria:
—¡Ingeniero, cuidado! ¡Se nos está acercando!
El ingeniero tuerce la cara. Es importante ahora que él logre mantener el submarino en la profundidad justa para que el comandante pueda ver sin interferencias.
Sigue una serie de maniobras de timón. De pronto, el viejo ordena que las máquinas eléctricas se lancen a toda marcha. El submarino da un salto.
—¡Increíble! —se enoja el viejo.
Las cifras que da entran en las calculadoras de la torre. Desde allí pasan eléctricamente a los torpedos.
El primer oficial está preparado para hacer fuego. Sólo espera la orden del comandante.
—¡Tubo uno, atención! —y después de dos segundos—: ¡Fuego! ¡Conectar torpedo dos!
Todo esto me parece un sueño. Oigo una detonación sorda, y en seguida otra mucho más potente.
Como desde muy lejos me llega la voz del comandante:
—¡Está estacionado! ¡Se hunde lentamente!
¡Otro barco más! ¿Entrarán en nuestra cuenta? La niebla de mi cerebro es más densa. ¡Tengo que quedar de pie! Me agarro de la mesa de cartografía, luego me atrevo hacia la compuerta de popa.
¿Qué ruido fue ese que me despertó sobresaltado?
Silencio eh el habitáculo de los suboficiales. Lleno de sueño me despego del camastro. Me bamboleo, más que camino.
En la central, en cambio, ya hay vida. Todavía no me doy cuenta de lo que pasó. ¿Me caí de la cama? ¿Estoy despierto o continúo durmiendo, después de todo?
Mi vista atrapa el diario de guerra. Está abierto sobre el escritorio.
Tiene anotado el trece de diciembre... Sí, puede ser. Ayer era diez de diciembre, así que... ¡Qué locura! Dentro de un mes ya habremos dejado atrás la Navidad. He perdido el sentido de las estaciones. Leo:
13/12: 9.00: Disparo a tanque. Velocidad del tanque, reducida, 5 millas; curso alrededor de 120 grados.
10.00: Inmersión para ataque de profundidad. Se acerca un vapor, la distancia de fuego es demasiado pequeña.
10.25: Disparo de torpedo. Impacto en la mitad. Fuerte detonación del combustible. Desarrollo de fuego y de humo importantes. Aceite se escapa y se incendia sobre el agua. Nube de humo en el cielo. Gran resplandor. El vapor se inclina, pero sigue su marcha. Tripulación aún parcialmente a bordo. Tres vigías en las instalaciones de popa. Imposible ayudarles, debido al calor y al humo. No se ven botes salvavidas.
El viejo no nos dijo nada acerca de que vio a los vigías sobre el vapor...
¿Cuándo escribió esto?
10.45: Aún ruido de hélices. Se alejan.
10.52: Otro ataque. Se hace peligroso esperar. Brillo delator. Impacto bajo el mástil de popa. Otra vez fuego. Se hunde la popa. En la zona del impacto, pared abierto. El incendio se esparce rápidamente por el agua. Debo regresar rápidamente.
11.10 y 11.12 Detonaciones a bordo. Celdas que explotan. Combustible o municiones. El tanque no se mueve.
11.40: Ruido de hélices. Turbina. Sospecho destructor. No se lo ve por el periscopio. Emerger. El destructor está parado junto a los restos.
De todo eso me acuerdo. Pero... ¿y el segundo disparo? Todo me da vueltas, se me confunde. ¡Si yo estaba sentado a la mesa! ¿Cuándo subí al camastro? Sigo la lectura:
11.57: Inmersión de alarma. Rastreo. Nos alejamos.
12.10: Emerger. Con la intención de ver cuando el tanque se hunda.
Recargadas las baterías. El mástil del destructor se ve aún a veces, sobresaliendo por encima del horizonte, en las cercanías del naufragio.
13.24 hasta 14.50: Parados. El vapor no termina de hundirse. El fuego se hace más pequeño.
15.30: Me decido a acercarme otra vez más y disparar. El tanque está partido por la mitad. Es segura la pérdida total. Los botes salvavidas están vacíos. El destructor parece haberse retirado.
16.40: Nos acercamos y disparamos contra la proa y la popa, con las armas, a fin de producir entradas de aire.
20.00: Comienza la retirada. Otros submarinos aún mantienen contacto.
Nuestro comunicado reza: «Hundido tanque de ocho mil toneladas. Regreso. UA».
23.00: Nos llega el comunicado siguiente: «De UX: Dos grandes cargueros 00.31 en el cuadrante Max Rot. Curso general hacia el Este. Diez millas marinas. Perdimos contacto hace una hora. Lo persigo. Viento Noroeste 7, marea 5, 1027 subiendo. El tiempo nos impide aún el uso de las armas».
¡O sea que fueron tres los torpedos! De los disparos con las armas me acuerdo bien... ¿cuándo desconecté entonces?
Miro la página: es la letra del viejo. Hasta para eso tuvo la fuerza necesaria.
Escribió durante la noche. Lo último que le oí decir fue:
—¡Y ahora, a casa! —y luego la orden de virar a cuarenta y cinco grados. Llegué a entender que nos dirigíamos hacia el Noreste.
El tono de los diesel no es el acostumbrado: están ahorrando combustible.
Según las palabras del ingeniero, él podrá esmerarse cuanto quiera, a fin de encontrar la vía más conveniente; pero hasta el muelle de St. Nazaire no va a alcanzar el combustible.
El oficial navegante ha extendido ante sus ojos una carta que muestra incluso partes de tierra. Me asombra enterarme de lo mucho que hemos caído hacia el Sur. Al viejo parece no importarle la necesidad de combustible. ¿Será cierto que cree que el ingeniero tiene reservas para casos de urgencia?
La cortinilla verde delante del camastro del comandante está corrida. El viejo duerme. Sin querer me deslizo de puntillas, ¡silencio, silencio! Me tengo que sostener a derecha e izquierda, tanto me duelen los miembros.
Todas las cuchetas del habitáculo de los oficiales están ocupadas. Es la primera vez que veo una cámara del submarino completamente llena de gente. Parezco un guarda de tren.
Todos durmiendo, eso quiere decir que es el oficial navegante quien tiene guardia. Es la tercera guardia... tienen que ser más de las ocho.
Mi reloj está parado.
También hay silencio en la cabina de los suboficiales. El maquinista de los diesel, Franz, no está ocupando su camastro. Desde las seis le toca guardia al segundo grupo.
El viejo no mencionó más el caso de Franz. ¿Lo dará por olvidado o todavía tendremos toda una escena de juicio de guerra?
Ningún sonido me llega a través de la compuerta que da a la proa. Estarán durmiendo.
Mi imaginación aprovecha para recordar y recrear todo tipo de visiones.
Apenas había visto algunos muertos antes. Swoboda, es cierto. Y dos con la nuca quebrada: un luchador y un alpinista. Y una maestra, que cayó a un pozo. Y uno atropellado por un camión, cuando yo era un muchacho de sólo catorce años. Quedó sobre el asfalto, bajo el sol del mediodía.
El radiooperador Herrmann comunica con voz aguda:
—¡Oficial de comunicaciones!
Los comunicados normales son descifrados por el radiooperador con ayuda de la máquina de códigos, y luego pasados al cuaderno que debe ser presentado al comandante cada dos horas.
También a éste lo pasaron por la máquina, pero no dio ningún resultado. En el texto solamente apareció, al comienzo, la palabra «comunicado de oficiales». O sea que llegó trabajo para el oficial de comunicaciones... y ése es el segundo oficial.
Con los cabellos revueltos el segundo oficial se incorpora del camastro donde dormía. De un salto está junto a la mesa, colocando el decodificador. Para ello pone cara importante. El comandante le facilita las contraseñas de ese día.
¡Oficial de comunicaciones! ¡Lo único que faltaba! ¡Algo nuevo, seguramente, algo supersecreto!
—¡Que sea rápido! —chilla el viejo.
La primera palabra descifrada es «comandante». Eso significa que el segundo oficial deberá hacer pasar todo el mensaje por su máquina, pero que tampoco así adquirirá significado. Es una noticia tres veces sellada. El comandante en persona tiene que volver a hacer el mismo trabajo que el segundo oficial, otra vez. Ahora con un sistema sólo conocido por él.