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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Sunset Park (29 page)

BOOK: Sunset Park
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Ha bajado de peso, sin embargo, más por falta de apetito que por una dieta escrupulosa, pero sesenta y nueve novecientos es una buena cifra para ella, y ha dejado de considerarse una vaca repugnante; es decir, siempre que piensa en su cuerpo, cosa que ahora sucede cada vez menos, desde que Jake ha desaparecido y ya no hay nadie que la toque. Su tesis sufrió un parón de dos semanas tras la separación, pero luego se recuperó y ha estado trabajando mucho desde entonces, tanto, en realidad, que ya lleva bastante adelantado el último capítulo y piensa que puede terminar el primer borrador en aproximadamente diez días. A lo largo de los últimos tres años, la tesis se ha convertido en un fin en sí mismo, en una montaña que decidió escalar, pero rara vez se ha parado a considerar lo que será de ella cuando llegue a la cumbre. Cuando lo ha pensado, ha supuesto, satisfecha, que el próximo paso consistiría en solicitar un puesto en la enseñanza. Por eso te has pasado todos estos años esforzándote por sacar el doctorado, ¿no es verdad? Te dan el doctorado y entonces te dedicas a enseñar. Pero ahora que el objetivo está a la vista, ha estado considerando de nuevo la cuestión y ya no tiene tan claro que la solución sea la enseñanza. Sigue inclinándose por intentarlo, pero después de la experiencia menos que afortunada como adjunta el año pasado, se pregunta si trabajar afanosamente en algún departamento de Inglés durante las próximas cuatro décadas será una actividad lo bastante satisfactoria para sentirse realizada. En el último mes se le han ocurrido otras posibilidades. Un trabajo más importante y exigente en el PEN, por ejemplo. Esa labor la ha absorbido más de lo que pensaba y no quiere abandonarla, algo que se vería obligada a hacer si le dieran un puesto en algún departamento de Inglés; que, a propósito, sería muy probablemente en alguna universidad a mil doscientos kilómetros al sur o al oeste de Nueva York. Ése es el problema, dice para sí mientras abre la puerta y entra en el restaurante, no el trabajo, sino el sitio. No quiere marcharse de Nueva York. Quiere seguir viviendo en esa ciudad inmensa, invivible, durante tanto tiempo como pueda, y después de todos esos años la idea de irse a otro sitio le parece demencial.

Ellen ya está ahí, sentada a una de las mesas situadas a la derecha del restaurante, junto a la pared, bebiendo una copa de vino blanco mientras espera a que aparezca su amiga. Ellen sabe más que ella de las andanzas de su ex amante durante los últimos meses, pero no ha contado nada a Alice sobre sus tejemanejes porque prometió a Bing que lo mantendría en secreto, y Ellen no suele romper su palabra. Bing ha continuado posando para ella un par de veces a la semana durante los primeros cuatro meses del año, y en ese tiempo se han derribado muchos muros entre los dos, todos, en realidad, y han intercambiado confidencias que ninguno de ellos estaría dispuesto a compartir con nadie más. Ellen sabe lo del enamoramiento de Bing hacia Miles, por ejemplo, y conoce sus inquietudes sobre el problema de hombre y mujer, así como el de hombre y hombre, y también sus dudas con respecto a quién y qué es. Sabe que en algún momento de finales de enero Bing se atrevió a subir al pequeño apartamento de Jake en Manhattan y, con ayuda de abundantes cantidades de alcohol y la garantía de ponerse en contacto con Renzo Michaelson para la entrevista que Jake deseaba hacerle con tanto empeño, logró seducir al ex novio de Alice y mantener un encuentro sexual con él. Aquél fue el primer y último experimento de Bing por descubrirse a sí mismo, ya que poco o ningún placer halló en los brazos, la boca o las partes pudendas de Jake Baum, y a regañadientes hubo de admitir que si bien seguía sintiéndose profundamente atraído hacia Miles, no tenía interés alguno en hacer el amor con hombres, ni siquiera con Miles. Por otra parte, Jake, tal como Bing sospechaba, había pasado siendo adolescente por una serie de experiencias con personas del mismo sexo, y por la intensidad de su encuentro con Bing, que le procuró mucho placer, comprendió que, a diferencia de lo que suponía, su interés por los hombres no había decrecido en absoluto. Dos semanas después, cuando Alice lo obligó a mantener el cara a cara, renunció tranquilamente a su relación para dedicarse a ese otro interés. Ellen sabe todo eso porque Jake y Bing siguen en contacto. Jake ha contado a Bing algunas cosas sobre lo que está haciendo, Bing ha pasado esa información a Ellen y Ellen ha guardado silencio. Alice no lo sabe, pero está mucho mejor sin Jake, y si Ellen tiene algún conocimiento del mundo o lo entiende un poco, no pasará mucho tiempo sin que Alice encuentre a otro hombre.

Ésta es la nueva Ellen, la Ellen Brice que el mes pasado renovó los símbolos exteriores de su persona con objeto de expresar la nueva connivencia que ha establecido con su cuerpo, que es producto de la nueva relación que mantiene con sus sentimientos, lo que a su vez es fruto de la nueva relación que mantiene con su vida interior. En una semana audaz, decisiva, de mediados de marzo, se cortó la larga y greñuda melena y se la dejó hasta los hombros, al estilo de los años veinte, tiró hasta la última prenda de ropa del armario y la cómoda, y empezó a acicalarse con carmín, colorete, rimel, lápiz y sombra de ojos cada vez que salía de casa, de modo que la chica que Morris Heller describía en su diario como «sin pretensiones», la mujer que durante años inspiró sentimientos compasivos y protectores en la gente que la conocía, ya no proyectaba un aura de victimismo y asustadiza incertidumbre, y mientras permanece sentada en el banco a lo largo de la pared derecha de Balthazar, vestida con una minifalda de cuero negro y un ajustado suéter de cachemir, dando sorbos a su vino blanco y viendo a Alice entrar por la puerta, la gente se vuelve a mirarla cuando pasa por su lado, y ella se regocija de la atención que despierta, se siente exultante al saber que es la mujer más deseable del local. Esa revolución en su aspecto se produjo por un increíble acontecimiento ocurrido en febrero, justo una semana después de que Alice y Jake pusieran fin a su inestable noviazgo, cuando nada menos que Benjamín Samuels, el alumno de instituto de quien Ellen se quedó embarazada nueve años atrás en el cenador de la casa de vacaciones de sus padres en el sur de Vermont, se presentó en la inmobiliaria donde ella trabaja buscando un apartamento para alquilar en Park Slope o en uno de los barrios adyacentes, un Benjamin Samuels de veinticinco años, ya plenamente adulto, comercial de ventas en la tienda de teléfonos móviles T-Mobile de la Séptima Avenida, que había dejado la universidad, un joven carente de las dotes intelectuales necesarias para ejercer una de las profesiones, derecho o medicina, digamos, que según esperaban sus padres acabaría siendo su destino, pero igual de guapo que siempre, más atractivo que nunca, el precioso muchacho con el hermoso cuerpo de jugador de fútbol ya maduro y convertido en un hombre alto y apuesto. Al principio no la reconoció, y aunque Ellen sospechaba que el individuo de anchos hombros sentado frente a ella era la encarnación adulta del muchacho a quien se había entregado tantos años atrás, esperó a que hubiera rellenado el formulario de solicitud antes de anunciarle quién era. Habló con voz queda y vacilante, sin saber si se alegraría o molestaría, sin saber siquiera si la recordaba, pero Ben Samuels se acordaba de ella y se puso muy contento al encontrarla de nuevo, tanto que se levantó de la silla, dio la vuelta al escritorio de Ellen y la estrechó contra él en un gran abrazo de alegría. Pasaron la tarde entrando y saliendo de apartamentos, besándose en el primero, haciendo el amor en el segundo, y ahora que Ben Samuels se ha mudado al barrio, Ellen y él han seguido acostándose casi a diario. Por eso se ha cortado Ellen el pelo —porque a Ben le excita su nuca—, y cuando se lo cortó, se dio cuenta de que aún lo estimularía más si empezaba a llevar ropa distinta, más atrayente. Hasta ahora, ha mantenido a Ben en secreto, sin mencionárselo a Alice, Bing, ni a Miles, pero con tantos cambios de pronto en marcha, la cuarta orden judicial, la inminente dispersión de su pequeña pandilla, ha decidido que hoy será el día en que cuente a Alice el extraordinario acontecimiento que le ha sucedido.

Alice le da un beso en la mejilla y le dedica su característica sonrisa, y mientras ve sentarse a su amiga en la silla frente a su banco, Ellen se pregunta si alguna vez dibujará tan bien como para captar plenamente esa sonrisa, que es la más cálida, la más luminosa de la tierra, una sonrisa que hace a Alice diferente de cualquier otra persona que conozca, haya conocido o conocerá durante el resto de sus días.

Bueno, chica, dice Alice, me parece que el gran experimento está tocando a su fin.

Para nosotras, quizá, responde Ellen, pero no para Bing ni Miles.

Miles se vuelve a Florida dentro de tres semanas.

Se me había olvidado. Sólo para Bing, entonces. Qué lástima.

Yo calculo diez días más. Si trabajo en firme, para entonces creo que podré haber acabado el último capítulo. ¿Te viene bien eso, o prefieres marcharte ya?

No es que quiera marcharme. Es que empiezo a tener miedo. Si se presenta la poli, tirarán nuestras cosas a la calle y algunas se romperán, Bing podría perder la cabeza, se me ocurre toda clase de posibilidades desagradables. Diez días es mucho tiempo, Alice. Creo que mañana mismo deberías buscar otro sitio.

¿Cuántos tienes en alquiler?

En Slope muchos, en Sunset Park no tantos.

Pero Sunset Park es más barato, lo que significa que es mejor.

¿Cuánto podrías pagar?

Lo menos que exija el mercado.

Después de comer miraré las listas y te diré lo que tenemos.

Pero a lo mejor ya estás harta de Sunset Park. Si quieres ir a otra parte, a mí me da igual. Con tal de que pueda pagar la mitad del alquiler, cualquier sitio es bueno.

Querida Alice…

¿Qué?

No sabía que querías compartir piso.

¿Tú no?

En principio, sí, pero ha surgido algo y estoy considerando otras posibilidades.

¿Posibilidades?

Una posibilidad.

¡Ah!

Se llama Benjamín Samuels y me ha pedido que vaya a vivir con él.

Qué diablilla. ¿Cuánto tiempo lleva esto en marcha?

Un par de meses.

¿Un par de meses? ¿Qué te pasa? Dos meses y no me has dicho nada…

No estaba lo bastante segura para decírselo a nadie. Creí que iba a ser una pasión sexual que se apagaría antes de que valiera la pena mencionarlo. Pero parece que va creciendo. Se está haciendo lo bastante importante como para que quiera intentarlo, me parece.

¿Estás enamorada de él?

No lo sé. Pero estoy loca por él, eso sí lo sé. Y las relaciones sexuales son sensacionales.

¿Quién es?

El único.

¿Qué único?

El del verano de dos mil.

¿El tío que te dejó embarazada?

El muchacho que me dejó embarazada.

Vaya, así que la historia por fin sale a la luz…

Él tenía dieciséis años y yo veinte. Ahora tiene veinticinco y yo veintinueve. Esos cuatro años son mucho menos importantes hoy de lo que lo eran entonces.

Joder. Yo creía que había sido el padre, pero nunca pensé en el hijo.

Por eso no podía hablar del asunto. Él era demasiado joven y yo no quería meterlo en un lío.

¿Está enterado de lo que pasó?

No lo supo entonces y tampoco va a saberlo ahora. No tiene sentido decírselo, ¿verdad?

Veinticinco años. ¿Y qué hace?

Poca cosa. Tiene un trabajillo deprimente y no es que sea una lumbrera. Pero me adora, y nadie me ha tratado mejor en la vida. Follamos todos los días en la pausa de mediodía en su apartamento de la calle Cinco. Me vuelve loca. Cuando me toca me da vueltas la cabeza. No me canso de su cuerpo. Tengo la impresión de que voy a perder el juicio, y luego me levanto por la mañana y me doy cuenta de que soy feliz, más de lo que he sido en mucho, mucho tiempo.

Qué bien, Ellen.

Sí, qué bien. ¿Quién se lo habría imaginado?

MILES HELLER

El sábado 2 de mayo lee en el periódico de la mañana que Jack Lohrke ha muerto a los ochenta y cinco años. El breve obituario relata las tres ocasiones en que escapó milagrosamente a la muerte —los camaradas caídos en la batalla de las Ardenas, el accidente de avión después de la guerra, el autocar despeñado por un barranco—, pero se trata de un artículo muy corto, superficial, que pasa sin detenerse por la mediocre carrera de El Afortunado en las ligas mayores con los Giants y los Phillies y sólo menciona un detalle que Miles no conocía: en el partido más célebre del siglo XX, la final del campeonato de la liga nacional de 1951, el desempate entre los Giants y los Dodgers, Don Mueller, el defensor derecho de los Giants, se rompió el tobillo al pisar la tercera base en la última entrada, y si en vez de ganar el partido con la carrera del triunfo los Giants no hubieran anotado, Lohrke habría sustituido a Mueller en la siguiente entrada, pero fue Branca quien realizó el lanzamiento, Thomson dio un batazo bueno y el partido terminó antes de que el nombre de El Afortunado apareciese en la hoja de anotación. El joven Willie Mays esperando turno, Lohrke el Afortunado haciendo ejercicios de calentamiento para sustituir a Mueller como defensor derecho, y entonces Thomson golpeó el último lanzamiento de la temporada mandando la bola por encima de la cerca del jardín izquierdo y los Giants ganaron el campeonato, se llevaron el trofeo. La necrológica no dice nada de la vida privada de Jack Lohrke el Afortunado, ni una sola palabra sobre matrimonio, hijos ni nietos, no da información acerca de las personas que lo quisieron, simplemente el detalle soso e insignificante de que el santo patrono de la buena suerte trabajó en el departamento de seguridad de la Lockheed cuando se retiró del béisbol.

En cuanto termina de leer el obituario, llama al piso de la calle Downing para acompañar a su padre en el sentimiento por la muerte del hombre de quien tanto hablaron durante los años que los acompañó la buena suerte, los años anteriores a que nadie supiera nada de carreteras en las Berkshires, antes de que enterraran a nadie y de que nadie se fugara de casa, y su padre ha leído, por supuesto, el periódico de la mañana mientras bebía el café y se ha enterado de que El Afortunado ha desaparecido de este mundo. Mala racha, observa su padre. Primero Herb Score en noviembre, luego Mark Fidrych en abril y ahora esto. Miles dice que lamenta no haber escrito una carta a Jack Lohrke para decirle que había sido un personaje muy importante en su familia, y su padre le contesta, sí, eso ha sido un estúpido descuido, ¿por qué no se les había ocurrido años atrás? Miles responde que quizá fuera porque pensaban que su héroe iba a vivir eternamente y su padre se echa a reír, diciendo que Jack Lohrke no era inmortal, sólo afortunado, y aunque lo considerasen su santo patrono, Miles no debe olvidar que los santos también mueren.

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