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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Sunset Park (28 page)

BOOK: Sunset Park
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15 de marzo. Has visto al chico otras seis veces después de la última entrada que le dedicaste el 7 de febrero. Una visita al Hospital de Objetos Rotos un sábado por la tarde, donde viste cómo enmarcaba cuadros y te preguntaste si no aspiraba más que a eso, si se conformaría con pasar de un trabajillo a otro hasta que se hiciera viejo. No le insistes para que tome decisiones, sin embargo. Lo dejas en paz y esperas a ver lo que pasa, aunque personalmente confías en que en otoño vuelva a la universidad y se saque el título, que es algo que menciona de cuando en cuando. Otra cena con Korngold y La Swann, los cuatro, el lunes, con el teatro cerrado. Una noche al cine, los dos, a ver un clásico, Un condenado a muerte se ha escapado, la obra maestra de Bresson. Almuerzo a mitad de semana, precedido de una visita a la oficina, por donde le diste una vuelta y le presentaste a tu pequeña pandilla de incondicionales, y la loca idea que te asaltó aquella tarde, al preguntarte si un muchacho de su inteligencia e interés por los libros no podría encontrar un hueco en una editorial, como empleado de Heller Books, por ejemplo, lo que le daría ocasión de prepararse para suceder a su padre, pero no hay que soñar demasiado, las ideas de esa clase pueden plantar semillas venenosas en la cabeza y es mejor abstenerse de escribir el futuro de otra persona, sobre todo si es tu hijo. Cena con Renzo cerca de su casa en Park Slope, el padrino de buen humor esta noche, embarcado en otra novela, y nada de charla sobre baches económicos ni depresiones ni amores extinguidos. Y luego la visita a la casa donde vive ahora, la oportunidad de ver en su salsa a los Cuatro de Sunset Park. Un sitio pequeño, triste y venido a menos, pero disfrutaste viendo a sus amigos, sobre todo a Bing, por supuesto, que tiene un aspecto estupendo, igual que las dos chicas, Alice, la que trabaja en el PEN, que habló con gran vehemencia de la cuestión de Liu Xiaobo y luego te hizo una serie de perspicaces preguntas sobre la generación de tus padres, los jóvenes de la Segunda Guerra Mundial, y Ellen, tan bonita y sin pretensiones, que al final de la velada te enseñó un cuaderno de dibujos lleno de los bocetos eróticos más escabrosos que jamás habías visto, que te hicieron detenerte un momento y preguntarte —sólo por un instante— si no podrías rescatar la editorial lanzando una nueva línea de libros artísticos de carácter pornográfico. Ya les han entregado dos órdenes de desalojo, y les expresaste la preocupación de que estuvieran abusando de su buena suerte y acabaran poniéndose en una situación peligrosa, pero Bing dio un puñetazo en la mesa y afirmó que aguantarían hasta el final, y no seguiste con tu argumentación porque no es asunto tuyo decirles lo que tienen que hacer, son personas adultas (más o menos) y perfectamente capaces de tomar decisiones por sí mismos, aunque se equivoquen. Seis veces más, y poco a poco el chico y tú habéis creado cierta intimidad. Ahora se muestra más abierto contigo y una de las noches que estuviste a solas con él, después de la película de Bresson, muy probablemente, te contó toda la historia sobre la chica, Pilar Sánchez, y por qué tuvo que huir de Florida. Para ser franco, te quedaste pasmado cuando te dijo lo joven que es, pero tras pensarlo un momento, te diste cuenta de que era comprensible que se enamorase de alguien de esa edad, porque la vida del muchacho se había truncado, su correcto y natural desarrollo estaba atrofiado, y aunque tenga aspecto de adulto, en su fuero interno se ha quedado en los dieciocho o diecinueve años. En enero hubo un momento en que creyó que iba a perderla, te dijo, tuvieron un tremendo altercado, su primera discusión seria, y afirmó que en buena parte la culpa fue suya, enteramente suya, porque cuando se conocieron y aún no sabía lo importante que ella iba a ser en su vida, le mintió sobre su familia y le contó que sus padres habían muerto, que no tenía hermanos, que nunca los había tenido, y ahora que había vuelto con sus padres, quería que ella supiera la verdad, y cuando le dijo la verdad se enfadó tanto por sus embustes que le colgó el teléfono. Estuvieron una semana discutiendo y Pilar tenía razón en sentirse estafada, prosiguió el muchacho, le había fallado, había perdido la fe en él, y sólo cuando le pidió que se casara con él empezó a suavizarse, a comprender que nunca volvería a decepcionarla. ¡Matrimonio! ¡Comprometido con una chica que aún no había terminado el instituto! Espera a conocerla el mes que viene, dijo el muchacho. A lo que tú respondiste, con toda la calma de que eras capaz, que estabas deseando que llegara ese día. 29 de marzo. La conversación telefónica dominical con Willa. Finalmente le cuentas la confesión del chico, sin saber si eso servirá de ayuda o empeorará las cosas. Es demasiado para que lo asimile en el acto y por tanto su reacción pasa en los minutos siguientes por varias etapas distintas. Primera: silencio absoluto, un mutismo que dura lo suficiente para que te sientas obligado a repetir lo que acabas de explicarle. Segunda: dice unas palabras, con voz queda. «Esto es horroroso, más de lo que se puede soportar, ¿cómo puede ser verdad?». Tercera: sollozos, mientras vuelve a la carretera y rellena los espacios vacíos en la imagen de su memoria, se representa la pelea entre los muchachos y ve a Bobby atropellado de nuevo. Cuarta: ira creciente. «Nos ha mentido —proclama—, nos ha traicionado con sus mentiras», y tú le contestas diciendo que no mintió, que simplemente no dijo nada, que estaba demasiado traumatizado por la culpa para hablar, y que vivir con esa carga casi le ha destrozado la vida. «Mató a mi hijo», declara, y tú respondes diciendo que lo empujó y cayó a la carretera y que la muerte de su hijo fue un accidente. Continuáis hablando por espacio de más de una hora, y una y otra vez le repites que la quieres, que no importa lo que decida ni lo que quiera hacer respecto al chico, tú siempre la querrás. Vuelve a derrumbarse, poniéndose finalmente en la piel del chico, te dice al fin que se hace cargo de lo mucho que ha sufrido, pero no está segura de que entenderlo sea suficiente, no tiene claro lo que quiere hacer, no sabe si tendrá fuerzas para mirarlo a la cara otra vez. Necesita tiempo, concluye, más tiempo para pensarlo, y tú le aseguras que no hay prisa, nunca la obligarás a hacer nada en contra de su voluntad. Acaba la conversación y una vez más te sientes perdido en medio de un páramo. A última hora de la tarde, empiezas a resignarte al hecho de que el páramo es ahora tu hogar, donde te toca pasar los últimos años de tu vida.

12 de abril. Te recuerda a alguien que conoces, pero no sabes exactamente a quién, y entonces, a los cinco o seis minutos de que os hayan presentado, se ríe por primera vez y comprendes más allá de toda duda de que ese alguien es Suki Rothstein. Suki Rothstein a la incandescente luz de aquella tarde en la calle Houston de hace casi siete años, riendo con sus amigas, de punta en blanco con su vistoso vestido rojo, la promesa de la juventud en su encarnación más plena y gloriosa. Pilar Sánchez es la hermana gemela de Suki Rothstein, un ser menudo y luminiscente que lleva consigo la llama de la vida, y deseas que los dioses sean más clementes con ella de lo que fueron con la hija de tus amigos, condenada a la fatalidad. Llegó de Florida al anochecer del sábado y al día siguiente, domingo de Pascua, el chico y ella vinieron al piso de la calle Downing. El muchacho a duras penas podía apartar las manos de ella, e incluso mientras estaban sentados en el sofá hablando contigo, instalado en tu cómodo sillón, la besaba en el cuello, le acariciaba la rodilla descubierta, le pasaba el brazo por el hombro. Ya la has visto antes, claro está, hace casi un año en aquel pequeño parque del sur de Florida, donde fuiste testigo clandestino de su primer encuentro, su primera conversación, pero estabas muy lejos para reparar en sus ojos negros y apreciar la energía que emanan, la mirada fija que lo absorbe todo a su alrededor, que emite la luz que ha enamorado a tu hijo. Venían con buenas noticias, anunció el chico, las mejores, y un momento después te comunicaban que habían admitido a Pilar en Barnard con una beca completa y que en el mes de junio, inmediatamente después de acabar el instituto, la chica vendría a vivir a Nueva York. Le dices que tu mujer también estudió en Barnard, que la conociste cuando aún estudiaba en esa universidad, y que la antorcha ha pasado de la madrastra del muchacho a ella. Y entonces (casi te caes de la butaca al oírlo) el chico anunció que se había matriculado en una universidad para alumnos que han interrumpido la carrera, la Facultad de Estudios Generales de Columbia, y en otoño emprenderá la última etapa para alcanzar la licenciatura. Le preguntaste cómo iba a costearse el fin de carrera y dijo que tenía algún dinero en el banco y que conseguirá el resto solicitando un préstamo de estudios. Te quedaste impresionado de que no te pidiera ayuda, aunque de buena gana se la habrías ofrecido, pero sabes que es mejor para su moral que soporte esa carga por sí solo. A medida que prosigue la charla, te das cuenta de que cada vez estás más contento, que hoy te sientes más feliz que en cualquier momento de los últimos trece años, y quieres brindar por esa felicidad, emborracharte con ese júbilo, y se te ocurre que pese a lo que decida Willa sobre el chico, serás capaz de llevar una vida dividida con las dos personas que más quieres en el mundo, que disfrutarás de los buenos momentos donde y cuando se te presenten. Reservaste mesa en el Waverly Inn, ese venerable establecimiento de la vieja Nueva York, la Nueva York que ya no existe, pensando que a Pilar le gustaría ese sitio, y le encantó, en realidad llegó a decir que se sentía como en el paraíso, y mientras los tres dabais cuenta de la cena de Pascua, la chica estaba llena de preguntas, quería saber hasta el último detalle de cómo funciona una editorial, cómo conociste a Renzo Michaelson, cómo decides si aceptas o no un libro, y cuando contestabas a sus preguntas, viste que te escuchaba con la mayor atención, que no se le olvidaría una palabra de lo que le estabas diciendo. En un momento dado, la conversación derivó hacia la ciencia y las matemáticas, y te encontraste escuchando unas deliberaciones sobre física cuántica, un tema del que no tuviste reparos en reconocer que se te escapaba por completo, y entonces Pilar se volvió hacia ti y dijo: «Mírelo desde este punto de vista, señor Heller. En la física clásica, tres por dos igual a seis y dos por tres igual a seis constituyen dos proposiciones reversibles. En la física cuántica, no. Tres por dos y dos por tres son dos cuestiones diferentes, dos proposiciones aparte y distintas». En este mundo hay muchas cosas de las que hay que preocuparse, pero el amor del muchacho por esta chica no es una de ellas.

13 de abril. Te levantas esta mañana con la noticia de que Mark Fidrych ha muerto. Con sólo cincuenta y cuatro años, muerto en su granja de Northborough, en Massachusetts, cuando el volquete que estaba reparando se le cayó encima. Primero Herb Score y ahora Mark Fidrych, los dos genios malditos que embelesaron al país durante unos días, unos meses, y luego se perdieron de vista. Recuerdas la vieja cantinela de tu padre: Pobre Herb Score. Ahora añades otra baja a la lista de caídos: Mark Fidrych. Que el Pájaro descanse en paz.

ALICE BERGSTROM Y ELLEN BRICE

Es jueves, 30 de abril, y Alice acaba de terminar otro turno de cinco horas en el PEN American Center. Rompiendo la arraigada costumbre de los últimos meses, no se apresurará a volver a Sunset Park para trabajar en su tesis. En cambio, se dirige al encuentro de Ellen, que libra los jueves, y las dos derrocharán el dinero en un almuerzo tardío en Balthazar, la brasserie francesa de la calle Spring, en el SoHo, a menos de dos minutos a pie de las oficinas del PEN en el 5 88 de Broadway. Ayer, otro agente les entregó una nueva orden judicial, lo que eleva a cuatro el número de avisos de desalojo, y a principios de mes, cuando llegó el tercero, Ellen y ella convinieron en que el siguiente sería el último, que en ese momento devolverían sus distintivos dé okupas y se marcharían, de mala gana, pero se irían. Por eso han quedado en verse en Manhattan esta tarde: para hablar del asunto y decidir lo que hacer, serenamente y con detenimiento, en un entorno alejado de Bing y de sus agresivos y exaltados pronunciamientos; ¿y qué mejor sitio para discutir con calma y sosiego que ese restaurante caro y elegante durante el tranquilo interludio entre el almuerzo y la cena?

Jake ya no cuenta para nada. La confrontación para la que se preparaba desde la última vez que lo vio el 5 de enero se produjo al fin a mediados de febrero, y lo más doloroso de esa última conversación fue lo rápidamente que asintió a la interpretación que ella dio de sus actuales circunstancias, la poca resistencia que ofreció a la idea de irse cada uno por su lado, de dejarlo de una vez. Le pasaba algo, confesó él, pero lo cierto era que había perdido el entusiasmo por ella, que ya no se moría de ganas de verla; se reprochaba a sí mismo ese cambio en sus sentimientos y francamente no podía explicarse lo que le pasaba. Le dijo que era una persona extraordinaria, con numerosas y excelentes cualidades —inteligencia, humanidad, sabiduría— y que él era un individuo atribulado incapaz de quererla como se merecía. No examinó el problema más a fondo, no ahondó, por ejemplo, en los motivos por los cuales había perdido el interés en ella desde el punto de vista sexual, pero eso habría sido esperar demasiado, dedujo ella, porque él admitió sin rodeos que esos cambios lo confundían tanto como a ella. Le preguntó si alguna vez había pensado en someterse a psicoterapia y él contestó que sí, que lo estaba pensando, que su vida era un caos y sin duda necesitaba asistencia psicológica. Alice notó que le estaba diciendo la verdad, pero no estaba completamente segura y siempre que repasa la conversación en su cabeza, se pregunta si esa postura pasiva, autoacusatoria, no representaba tan sólo la salida más fácil para él, una mentira para ocultar el hecho de que se había enamorado de otra persona. Pero ¿de quién? No lo sabe, y en los dos meses y medio desde que lo vio por última vez ninguno de sus amigos comunes le ha dicho algo de que Jake esté con otra. Puede que no haya nadie, o que su amor sea un secreto bien guardado. De cualquier forma, lo echa de menos. Ahora que no está, Alice tiende a recordar los buenos momentos que han pasado juntos y a no hacer caso de los difíciles, y de forma curiosa, lo que más le parece echar en falta de él son los esporádicos accesos de humor de que hacía gala en circunstancias imprevisibles, momentos en que Jake Baum, enteramente falto de sentido del humor, bajaba las defensas y se ponía a imitar a diversos personajes cómicos, sobre todo si hablaban con marcado acento extranjero, rusos, indios, coreanos, y se le daba muy bien, siempre remedaba las voces a la perfección, pero ése era el Jake de antes, desde luego, el Jake de hace un año, y lo cierto es que ha pasado mucho tiempo desde que la hizo reír convirtiéndose él mismo en uno de esos divertidos personajes. «Sennñorita Aliise. Bénnseeme, Sennñorita Aliise». Duda de que en un futuro próximo vuelva a estar con otro hombre, y eso la preocupa, porque ya tiene treinta años y la perspectiva de una vida sin hijos la horroriza.

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