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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (16 page)

BOOK: Superviviente
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No sé, tendría que haber visto venir todo esto.

De igual modo que cada generación reinventa a Jesucristo, mi agente me da un repaso completo. Mi agente dice que nadie adorará a nadie que tenga un rollo de grasa en la cintura como el mío. En los tiempos que corren, la gente no llena estadios para que les predique alguien que no sea hermoso.

Por eso voy de camino a ninguna parte a un ritmo de setecientas calorías por hora.

Hacia el piso ochenta, me noto la vejiga incrustada entre las piernas. ¿Sabéis cuando cubrís algo con celofán en el microondas y el vapor os abrasa los dedos en menos de nada? Mi aliento es igual de caliente.

Subes y subes y subes, y no vas a ninguna parte. Es la ilusión del progreso. Tu salvación es lo que decidas creer.

Lo que la gente olvida es que el viaje a ninguna parte empieza también con un simple paso.

No es como si el gran espíritu del coyote se te apareciese, pero hacia el piso ochenta las ideas inconexas que genera el ozono se te quedan grabadas. Tonterías que el agente te ha estado contando empiezan a encajar. Es la misma sensación que cuando friegas entre nubes de amoníaco puro, que cuando rascas la piel de pollo de la parrilla; es lo mismo que todas las chorradas de este mundo, el café descafeinado, la cerveza sin alcohol, los
Stairmasters
; todo tiene sentido, no porque seas más listo, sino porque la parte inteligente de tu cerebro está de vacaciones. Es esa especie de sabiduría de pega. Es una revelación semejante a la comida china: sabes que pasados diez minutos lo habrás olvidado todo.

¿Sabéis esas bolsitas transparentes de cacahuetes tostados con miel que te dan en los aviones en vez de una comida de verdad? Así de pequeños me noto los pulmones. A los ochenta y cinco pisos, el aire se enrarece. Los brazos se hunden, las piernas se derriten a cada paso. En ese instante, tus reflexiones son muy, muy profundas.

Nuevos puntos de vista aparecen de la nada, como las burbujitas que se forman en la olla antes de que el agua hierva.

Hacia el piso noventa, todo pensamiento es una epifanía.

Los paradigmas se disuelven a diestro y siniestro.

Las cosas más corrientes se convierten en poderosas metáforas.

El significado oculto de las cosas se hace evidente delante de tus narices.

Y es todo tan significativo... Es todo tan profundo... Tan real...

Todo lo que me ha estado contando mi agente es de lo más sensato. Por ejemplo, si Jesús hubiese muerto en la cárcel, sin que nadie le viese y sin nadie allí para plañir o torturarle, ¿nos hubiésemos redimido?

Mejorando lo presente.

Según mi agente, el principal factor para hacerse santo es la cantidad de atención recibida de los medios de comunicación.

Hacia el piso cien, todo se aclara. Todo el universo, y no lo digo sólo porque esté hasta arriba de endorfinas. Pasado el piso cien, se entra en un estado místico.

De igual manera que si un árbol cae en el bosque y no hay nadie para oírlo, si no hubiese habido nadie presente en la agonía de Cristo, ¿nos habríamos redimido?

La clave de la salvación es la atención que te prestan. El grado de popularidad. Los porcentajes de audiencia. La presencia en pantalla. El grado de reconocimiento de tu nombre. El seguimiento de prensa.

Todo el follón.

Hacia el piso cien, el sudor te separa el pelo. La aburrida mecánica del funcionamiento de tu cuerpo se hace evidente: los pulmones absorben aire para meterlo en la sangre, el corazón bombea la sangre a los músculos, los tendones se acortan, se encogen para que se levanten las piernas, los cuadríceps se contraen para adelantar las rodillas. La sangre transporta aire y alimento que serán consumidos en el mitonosecuántos que hay dentro de cada célula.

El esqueleto está para que los tejidos no se arrastren por el suelo. El sudor está para mantenernos frescos.

Las revelaciones me llegan de todas partes.

Hacia el piso ciento cinco, no puedes creer que seas esclavo de tu cuerpo, de ese bebé grandón. Tienes que alimentarlo y acostarlo y llevarlo al baño. Te resulta increíble que no se haya inventado algo mejor. Algo que no sea tan precario. Algo que no absorba tanto tiempo.

Te das cuenta de que la gente toma drogas porque es la única aventura personal que les queda en este mundo suyo de propiedad inmobiliaria, prisas, ley y orden.

Sólo con las drogas o con la muerte veremos algo nuevo, y la muerte es demasiado dominante.

Te das cuenta de que no vale la pena hacer nada si no va a haber nadie que lo vea.

Empiezas a preguntarte: si la recaudación en taquilla de la crucifixión hubiese sido mediocre, ¿la hubieran pospuesto?

Te das cuenta de que el agente tenía razón. Nunca has visto un crucifijo en el que Jesús no estuviese casi desnudo. Nunca has visto a un Jesús gordo. O un Jesús con pelo en el cuerpo. En cada crucifijo que hayas podido ver, el Jesús que sale podría hacer anuncios de vaqueros o colonia para hombres.

La vida es exactamente como me ha dicho mi agente. Te das cuenta de que si no hay nadie mirando, más vale quedarse en casa y cascársela o ver la tele pública.

Hacia el piso ciento diez es cuando te das cuenta de que si no sales en vídeo, o mejor aún, si no te retransmiten vía satélite a todo el mundo es que no existes.

Eres ese árbol que cae en el bosque sin que a nadie le importe un carajo.

Tanto da que hagas cualquier cosa. Si nadie se da cuenta, tu vida será un rotundo cero. Nada. De nada.

Falsas o no, éstas son las grandes verdades que me hormiguean por dentro.

Te das cuenta de que la desconfianza hacia el futuro dificulta que renunciemos al pasado. No podemos renunciar al concepto de quiénes fuimos. Todos esos adultos que juegan a arqueólogos en los rastrillos y buscan artefactos de su infancia, juegos de tablero, el Palé, Enredos, están aterrados. Cualquier trasto pasa a ser una reliquia sagrada. El disco chino. El hula-hop. Esa manía que tenemos de ponernos nostálgicos con lo que tiramos a la basura es porque tenemos miedo a evolucionar. A crecer, a cambiar, a perder peso, a reinventarnos a nosotros mismos. A adaptarnos.

Eso es lo que me grita mi agente mientras subo escaleras. Me chilla: «¡Adáptate!».

Todo se acelera, excepto yo y mi sudoroso cuerpo, mis movimientos intestinales y mi vello corporal. Mis lunares y mis uñas de los pies amarillentas. Y me doy cuenta de que tengo que cargar con mi cuerpo, y de que se está cayendo a cachos. La espina me la noto de acero al rojo. Mis brazos se balancean a ambos lados de mi torso, finos y mojados.

Puesto que el cambio es constante, empiezas a pensar si la gente desea la muerte porque es la única manera de acabar algo de verdad.

El agente me grita que no importa el buen aspecto que tenga: el cuerpo es lo que se lleva puesto para recoger el premio de la Academia.

La mano está para alzar el premio Nobel.

Si tienes labios son para echarle un beso a la presentadora.

Y ya puestos, mejor tener buena pinta.

Es hacia el piso ciento veinte cuando te entra la risa. De todas maneras te vas a quedar sin él. Sin tu cuerpo. Ya lo estás perdiendo. Es hora de jugárselo todo.

Por eso, cuando el agente te viene con esteroides anabolizantes, le dices que sí. Le dices que sí a las sesiones intensivas de rayos UVA.

¿Electrólisis?

Sí.

¿Ortodoncia?

Sí.

¿Dermabrasión?

Sí.

¿Descamado químico?

Según mi agente, el secreto para hacerse famoso es no dejar de decir sí a todo.

27

En el coche, viniendo del aeropuerto, mi agente me enseña su cura para el cáncer. Se llama Chemosolv. En principio, disuelve los tumores, me dice, y abre su maletín y saca una botellita llena de cápsulas marrones.

Esto es un pequeño salto atrás, antes de que conociese la máquina de subir escaleras, al momento de mi primer encuentro cara a cara con mi agente, la noche en que me recogió en el aeropuerto de Nueva York. Antes de que me diga que estoy demasiado gordo para ser famoso. Antes de ser un producto en fase de lanzamiento. Cuando mi avión aterriza en Nueva York ya ha oscurecido. Nada es demasiado espectacular. Es de noche, sale la misma luna que tenemos en casa, y el agente es un tío normal que me espera a pie de avión, con gafas y peinado con raya a un lado.

Nos damos la mano. Un coche se detiene junto a la acera, y subimos a los asientos traseros. Él levanta la raya de los pantalones cuando entra en el coche. Tiene pinta de hombre hecho a medida.

El aspecto que tiene es eterno y resistente. Sólo de conocerlo me entra la culpa que siento cada vez que compro algo imposible de reciclar.

—Esta otra cura contra el cáncer se llama Oncologic —me dice, y me pasa otra botellita marrón.

Es un bonito coche, con todo el cuero negro y los acolchados. Y va más suave que el avión.

Dentro de la segunda botellita hay más cápsulas oscuras, y alrededor de la botella hay una etiqueta de farmacia de las de toda la vida. El agente saca otra botella.

—Éste es uno de nuestros remedios contra el sida —me dice—. Éste es el más popular.

Saca botella tras botella.

—Aquí tenemos la principal cura para la tuberculosis resistente a antibióticos. Ésta es para la cirrosis. Ésta para el Alzheimer.

Neuritis múltiple. Mieloma múltiple. Esclerosis múltiple. Rinovirus —dice, y cada vez sacude las botellitas para que suenen las pastillas antes de pasármelas.

En una pone «Viralsept».

En otra, «MaligNon».

CerebralSave.

Kohlercaína.

Palabras sin sentido.

Todas son la misma botellita marrón de plástico con tapones de seguridad y etiquetadas en la misma farmacia.

El agente viene en un traje de serie de entretiempo gris de lana y como único equipamiento tiene un maletín. Presenta dos ojos marrones tras las gafas. Una boca. Uñas limpias. Nada destaca en él excepto lo que me cuenta.

—Dinos cualquier enfermedad —me dice—, que ya tenemos el remedio preparado.

Saca dos puñados de botellitas de su maletín y los agita.

—Éstos me los he traído para que quede claro.

A cada segundo que pasa, nuestro coche se hunde más en la oscuridad de camino a Nueva York. Alrededor, otros coches mantienen nuestro ritmo. La luna mantiene el ritmo. Le digo que me sorprende que todas esas enfermedades existan aún en el mundo.

—Es una vergüenza —me dice mi agente—, el retraso que lleva la tecnología médica respecto a su vertiente comercial. A ver, hace años que tenemos los centros de asistencia de ventas, las tazas de recuerdo para los médicos, los anuncios de optimismo en los periódicos, la campaña total de lanzamiento, pero en el fondo todo da igual. R&D sigue llevando un retraso de años. Los monos de laboratorio siguen cayendo como moscas.

Las dos hileras de dientes perfectos parecen engastadas en su boca por un joyero.

Las pastillas contra el sida parecen iguales que las pastillas contra el cáncer parecen iguales que las pastillas para la diabetes. Le pregunto: entonces, ¿esas cosas aún no están inventadas?

—Prefiero no usar la palabra «inventado» —dice el agente—. Hace que todo suene muy artificial.

¿Pero son o no reales?

—Claro que son reales —dice, y me quita de las manos las dos primeras botellas—. Están registradas. Tenemos un catálogo de casi quince mil productos en proceso de desarrollo —dice—, y eso te incluye a ti.

Dice:

—A eso iba.

¿Está desarrollando un remedio contra el cáncer?

—Somos una organización que gestiona las relaciones públicas del concepto total de las campañas de mercadotecnia —me dice—. Nuestro trabajo es crear conceptos. Patentamos medicamentos. Registramos el nombre. En cuanto alguien desarrolla el mismo producto acude a nosotros, a veces por casualidad, a veces no.

Le pregunto que cómo que a veces no.

—Esto funciona así: nosotros registramos toda combinación imaginable de palabras, griegas, latinas, inglesas, o lo que quieras. Obtenemos los derechos legales de cualquier palabra que pueda ocurrírseles a los laboratorios farmacéuticos para nombrar un nuevo producto. Sólo para la diabetes tenemos un catálogo de ciento cuarenta nombres.

Me pasa unas cuantas hojas sacadas de su maletín.

Leo:

Clucocure.

Insulinease.

Pancreaid.

Hemazine.

Glucodan.

Growdenase.

Paso a la página siguiente, y las botellas se me caen del regazo y ruedan por el suelo del coche.

—Si la compañía farmacéutica que consiga curar la diabetes quiere usar una combinación de palabras mínimamente relacionada con la naturaleza de la enfermedad, tendrá que comprarnos el nombre.

O sea, le digo, que las pildoras que tengo aquí son de azúcar. Abro una botella y dejo caer una pastilla de color rojo oscuro y brillante en mi palma. La lamo, y es chocolate envuelto en caramelo. Hay otras que son cápsulas de gelatina con azúcar dentro.

—De broma —me dice—. Prototipos.

Me dice:

—Lo que quiero decir es que cada uno de los pasos de tu carrera con nosotros está ya planificado, y que tu llegada fue profetizada hace más de quince años.

Me dice:

—Te lo digo para que te relajes.

Pero el suicidio colectivo de la Iglesia del Credo sucedió hace sólo diez años.

Y me meto una pastilla en la boca, un Geriamazone naranja.

—Te hemos estado siguiendo —me dice—. Tan pronto el número de adeptos del Credo cayó por debajo de la centena, pusimos en marcha la campaña. Toda la cuenta atrás que ha habido en los periódicos estos meses la montamos nosotros. Hubo que ajustarla un poco. Al principio no era nada específica, sólo era cuestión de coger el texto e ir rellenando los espacios en blanco, pero eso ya está olvidado. Lo único que queríamos era un cadáver fresco y el nombre del superviviente. Y ahí es donde entras tú.

De otra botella saco dos docenas de Inazan y me las meto bajo la lengua hasta que la cubierta de azúcar se disuelve. El chocolate se derrite.

El agente saca más hojas de papel impreso y me las pasa.

Leo:

Ford Merit.

Mercury Rapture.

Dodge Vignette.

Me dice:

—Tenemos registrados nombres de coches que no han sido diseñados todavía, programas informáticos que aún no han sido escritos, curas milagrosas para epidemias aún por llegar, cualquier producto que podemos anticipar.

BOOK: Superviviente
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