Authors: Eiji Yoshikawa
Sin embargo, por su mismo carácter, a Manase no le gustaba estar al servicio de los poderosos y, como vivía en Kyoto, viajar a Azuchi era una tarea pesada, a pesar de su buena salud.
En aquel momento Mitsuharu regresó sin haber ido a la choza, pues Genemon se había apresurado a llamarle.
—Hemos tropezado con alguien y la situación es embarazosa —le susurró Genemon mientras volvían.
Pero cuando Mitsuharu vio que se trataba de Manase, se unió alegremente a la conversación, lo cual indicaba que había tenido una relación amistosa con el médico.
—¡Pero si es el doctor Manase! Siempre parecéis más sano que un joven. ¿Venís de Kyoto? ¿Estáis haciendo una excursión por la montaña?
Manase gozaba de la conversación y le encantaba encontrarse con amigos en la montaña.
—Subo al monte Hiei todos los años en primavera o comienzos del verano y de nuevo en otoño. Pero, ¿sabéis?, debe de haber aquí muchas clases de hierbas que todavía no hemos descubierto.
Mientras Manase hablaba, no parecía prestar una atención particular a Mitsuhide, aunque de vez en cuando le miraba con una expresión de profesional. Finalmente abordó el tema de la salud de Mitsuhide.
—El señor Mitsuharu me ha dicho que pronto partiréis para intervenir en la campaña del oeste. Cuidad bien de vuestra salud. Cuando un hombre rebasa los cincuenta, no puede hacer caso omiso de su edad, por muy fuerte que sea.
Había en su consejo una preocupación que iba más allá de las palabras.
—¿De veras? —Mitsuhide sonrió y respondió al consejo de Manase como si estuvieran hablando de la salud de otro—. Creo que últimamente me he resfriado un poco, pero tengo una constitución fuerte y no me he considerado realmente enfermo.
—Pues yo no estaría tan seguro. Está bien que un enfermo sea consciente de su propia dolencia y tome las precauciones apropiadas. Pero cuando un hombre tiene un exceso de confianza, como vos mismo, puede cometer fácilmente un grave error.
—¿Creéis entonces que sufro alguna dolencia crónica?
—Con sólo veros el cutis y escuchar vuestra voz, me doy cuenta de que vuestro estado de salud no es normal. Más que padecer una dolencia crónica, yo diría que vuestros órganos internos pueden estar fatigados y que las sutiles energías asociadas a ellos están desequilibradas.
—Si me decís que estoy fatigado, os doy desde luego la razón. Al intervenir en diversas batallas en los últimos años y servir a mi señor, he forzado los límites de mi cuerpo una y otra vez.
—Hablar así a una persona tan entendida probablemente es como enseñarle el dharma a Buda, pero en verdad deberíais cuidar de vuestra salud. Los cinco órganos internos, hígado, corazón, bazo, pulmones y riñones, se manifiestan en las cinco aspiraciones, las cinco energías y los cinco sonidos. Por ejemplo, si el hígado está enfermo, uno tiene abundantes lágrimas; si el corazón está lesionado, le asedian temores, por muy valiente que sea de ordinario; si el bazo sufre, se enoja con facilidad, y si los pulmones no funcionan como es debido, sufre congoja mental y carece de la fuerza psicológica para comprender el motivo. Si uno tiene los riñones débiles, sufre grandes variaciones en su estado de ánimo.
Manase miraba fijamente el cutis de Mitsuhide. Éste, por su parte, confiaba en su salud y no tenía intención de escuchar lo que le decía Manase. Procuraba ocultar sus sentimientos bajo una sonrisa forzada, pero estaba empezando a sentirse malhumorado e inquieto. Finalmente, con la paciencia casi agotada, parecía esperar una oportunidad para alejarse del anciano.
Sin embargo, Manase no estaba dispuesto a interrumpirse a mitad de lo que tenía que decir. Comprendiendo perfectamente lo que significaba la expresión de los ojos de Mitsuhide, continuó sermoneándole:
—Nada más veros he observado el color de vuestra piel. Parecéis muy temeroso o preocupado por algo. Reprimís la cólera que evidencian vuestros ojos, pero veo que no sólo los llena la cólera de un hombre sino también las lágrimas de una mujer. ¿No habéis sentido recientemente un escalofrío hasta las puntas de los dedos de manos y pies? ¿Qué me decís de un zumbido en los oídos? ¿O saliva seca y un sabor en la boca como si hubierais estado masticando espinas? ¿Tenéis alguno de esos síntomas?
—Ha habido noches en las que no he podido dormir, pero anoche dormí bien. Aprecio de veras vuestra preocupación, doctor, y os prometo que durante la campaña cuidaré de mi salud, tomaré medicinas y seré prudente con los alimentos.
Aprovechando esta oportunidad, Mitsuhide hizo una seña a Genemon y Mitsuharu, indicándoles que era hora de marcharse.
***
Aquel día Shinshi Sakuzaemon, servidor de Akechi, partió con retraso de Azuchi hacia el castillo de Sakamoto, acompañado por un pequeño grupo de hombres. Su señor, Mitsuhide, se había marchado con tal apresuramiento que Shinshi se había quedado detrás para ocuparse de los asuntos inacabados.
En cuando se quitó las ropas de viaje, varios hombres se reunieron en su habitación y le interrogaron.
—¿Cómo ha evolucionado la situación?
—¿Qué clase de rumores se han extendido por Azuchi cuando se marchó Su Señoría?
Shinshi apretó los dientes y respondió:
—Sólo han pasado ocho días desde la marcha de Su Señoría, mas para los hombres que reciben sus estipendios del clan Akechi, ha sido como estar sentados en una cama de clavos durante tres años. Todos los vasallos y plebeyos de Azuchi han pasado por la sala del banquete vacía y gritado insultos. «¿Es ésta la mansión vacía del señor Mitsuhide? No es de extrañar que huela a pescado podrido. Con esta clase de mala suerte y deshonra, la luz que brilla sobre esa cabeza de naranja china se va a desvanecer en seguida.»
—¿Nadie ha criticado las acciones del señor Nobunaga como irrazonables o injustas?
—Debe de haber algunos servidores comprensivos. ¿Qué dicen?
—Durante los primeros días tras la partida de Su Señoría, se celebró el banquete para el señor Ieyasu, y todo el castillo de Azuchi estuvo volcado exclusivamente en eso. Tal vez al señor Ieyasu le pareció extraño que el oficial encargado del banquete hubiera sido cambiado de súbito, y tengo entendido que le preguntó al señor Nobunaga por qué motivo el señor Mitsuhide había desaparecido de repente. El señor Nobunaga se limitó a replicar con despreocupación que le había hecho volver a su provincia natal.
Todos cuantos habían oído este informe se mordieron el labio. Shinshi siguió diciéndoles que la mayoría de los servidores de alto rango de Oda parecían creer que la adversidad de Mitsuhide significaba buena suerte para ellos. Además, existía la posibilidad de que Nobunaga considerase el traslado del clan Akechi a algún lugar apartado. Eso no era más que un rumor, pero no suele haber humo sin fuego. Ranmaru, el paje favorito de Nobunaga, era hijo de Mori Yoshinari, el servidor de Oda que murió en combate años atrás, en Sakamoto. Por esta razón Ranmaru codiciaba en secreto el castillo de Sakamoto. Corría el rumor de que ya había recibido una promesa tácita por parte de Nobunaga.
Y eso no era todo. Muchos opinaban que la orden de avanzar hacia el Sanin dada a Mitsuhide había sido, con toda probabilidad, calculada de modo que cuando ocupara la zona sería nombrado gobernador en el acto. El castillo de Sakamoto, tan próximo a Azuchi, sería entonces entregado a Mori Ranmaru.
Como prueba de lo que decía, Shinshi citó el mando militar que Nobunaga otorgó a Mitsuhide el día diecinueve de aquel mes, y entonces volvió la cara enfurecido. No tenía necesidad de dar explicaciones. La orden había encolerizado a Mitsuhide y a cada uno de sus servidores. Decía así:
A fin de que actúes como retaguardia en Bitchu, partirás de tu propia provincia en los próximos días y así me precederás al campo de batalla. Allí esperarás las instrucciones de Hideyoshi.
Esta carta, que circuló entre todos los generales y servidores del clan Oda, había sido escrita claramente bajo la dirección de Nobunaga, por lo que cuando la leyeron los guerreros del clan Akechi vertieron lágrimas de cólera. Había sido costumbre considerar al clan Akechi superior a los clanes Ikeda y Hori, y en el mismo nivel que el Hashiba de Hideyoshi y el Shibata. Sin embargo, el nombre de su señor había sido indicado bajo los nombres de esos jefes militares, además de haberle puesto bajo el mando de Hideyoshi.
La falta de respeto hacia el rango era el mayor insulto que se le podía hacer a un samurai. La deshonra por el incidente del banquete se había complicado con una humillación militar. Los hombres volvían a sentirse ultrajados. Por entonces atardecía y el sol poniente rielaba en las paredes. Nadie hablaba, pero las lágrimas humedecían las mejillas de los hombres. Entonces se oyeron las pisadas de varios samurais en el corredor. Suponiendo que su señor regresaba, todos los hombres se apresuraron a salir para recibirle.
Sólo Shinshi se quedó donde estaba, esperando que le llamaran. Mitsuhide, que acababa de regresar del monte Hiei, no le llamó hasta después de haber tomado un baño y cenado.
A solas con su señor, Shinshi le dio un informe que había ocultado a los demás servidores, a saber, que Nobunaga había tomado una decisión y se disponía a partir de Azuchi el día veintinueve. Pasaría una noche en Kyoto y entonces iría de inmediato al oeste.
Mitsuhide le escuchaba atentamente. Sus ojos reflejaban un intelecto claro y observador. Asentía a cada palabra que decía Shinshi.
—¿Cuántos le acompañarán? —preguntó.
—Irá acompañado por unos pocos servidores y treinta o cuarenta pajes.
—¡Cómo! ¿Irá a Kyoto con un séquito tan reducido?
Mitsuharu había permanecido silencioso al fondo, pero ahora que también Mitsuhide se había sumido en el silencio, despidió a Shinshi.
Después de que Shinshi se marchara, los dos primos se quedaron a solas. Parecía como si Mitsuhide quisiera abrir su corazón a Mitsuharu, pero al final éste no le dio ocasión, pues se puso a hablar de la lealtad debida a Nobunaga e instó a Mitsuhide a que se apresurase a partir hacia las provincias occidentales para no ofender a su señor.
El recto carácter que mostraba su primo se caracterizaba por una fuerte y afectuosa cualidad en la que Mitsuhide había confiado durante cuarenta años, y ahora tenía fe en él como el hombre más serio de su clan. Así pues, aun cuando la actitud de Mitsuharu no armonizaba con los sentimientos más profundos de Mitsuhide, era incapaz de enfadarse con él o intentar presionarle.
Al cabo de unos momentos de profundo silencio, Mitsuhide dijo de repente:
—Enviemos esta noche un grupo de avanzada a mis servidores de Kameyama y preparémosles para la campaña lo antes posible. ¿Te encargarás de eso, Mitsuharu?
Mitsuharu se puso en pie, satisfecho.
Aquella noche, un pequeño grupo de hombres se apresuraron hacia el castillo de Kameyama.
Alrededor de la cuarta guardia, Mitsuhide se incorporó de súbito. ¿Había estado soñando? ¿O tal vez había reflexionado y decidido en contra de sus planes? Poco después volvió a arrebujarse bajo el cobertor, hundió el rostro en la almohada e intentó dormirse de nuevo.
¿Era niebla o lluvia? ¿El sonido de las olas en el lago o el viento que soplaba desde el monte Hiei? El viento de la montaña no dejaba de soplar durante toda la noche entre los aleros de la mansión, y aunque no penetraba, la llama de la vela junto a la almohada de Mitsuhide oscilaba como si la agitara un espíritu maligno.
Mitsuhide se dio la vuelta. Aunque era la estación de las noches cortas, a él le parecía que la mañana tardaba en llegar. Finalmente, cuando su respiración se había hecho profunda y nivelada, volvió a apartar de súbito las ropas de cama y se incorporó sobresaltado.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó en dirección a los aposentos de los pajes.
A lo lejos se abrieron las puertas corredizas. El paje de guardia entró silenciosamente y se postró.
—Dile a Matabei que venga ahora mismo —le ordenó Mitsuhide.
Todos dormían en los aposentos de los samurais, pero como varios de los servidores de Mitsuhide habían partido hacia Kameyama la noche anterior, los que se habían quedado atrás estaban tensos, sin saber que su señor, Mitsuhide, también podría partir. Cada hombre se había acostado aquella noche depositando sus ropas de viaje al lado de la almohada.
—¿Me habéis llamado, mi señor?
Yomoda Matabei se había presentado con rapidez. Era un joven robusto que había llamado la atención de Mitsuhide. Éste le hizo una seña para que se acercara más a él y le susurró una orden.
Al recibir las órdenes secretas de Mitsuhide, el rostro del joven evidenció una profunda emoción.
—¡Iré en seguida! —respondió, reaccionando con todo su ser a la confianza que depositaba en él su señor.
—Te reconocerán como un samurai de Akechi, por lo que debes ir en seguida, antes de que amanezca. Sé prudente y no te equivoques.
Después de que Matabei se retirase, quedaba todavía cierto tiempo hasta el alba y Mitsuhide pudo dormir profundamente. Rompiendo con su práctica habitual, no abandonó su habitación hasta que era pleno día. Muchos de sus servido res habían supuesto que la partida hacia Kameyama tendría lugar aquel día y habían esperado que el anuncio se hiciera temprano, por lo que se llevaron una sorpresa al descubrir que su señor hacía algo tan inhabitual como dormir hasta muy tarde.
A mediodía se oyó en el salón la voz relajada de Mitsuhide.
—Ayer me pasé el día entero andando por la montaña y anoche dormí como no lo había hecho en mucho tiempo. Tal vez por eso hoy me siento tan bien. Parece que me he recuperado por completo de mi resfriado.
Una expresión de enhorabuena que también podría haberse reflejado en su salud mejorada circuló entre los servidores. Poco después Mitsuhide dio una orden a sus ayudantes.
—Esta noche, en la segunda mitad de la hora del gallo, partiremos de Sakamoto, cruzaremos el río Shirakawa, pasaremos por el norte de Kyoto y regresaremos a Kameyama. Asegúrate de que se completen los preparativos.
Más de tres mil guerreros le acompañarían a Kameyama. Próxima ya la noche, Mitsuhide se vistió con sus ropas de viaje y fue en busca de Mitsuharu.
—Puesto que iré a las provincias occidentales, no tengo ni idea de cuándo regresaré. Esta noche quisiera cenar contigo y tu familia.
Y así se reunieron de nuevo en un círculo familiar hasta que Mitsuhide partiera.
El mayor de los asistentes al banquete era el excéntrico tío de Mitsuhide, Chokansai, un hombre que había tomado las órdenes sagradas. Tenía sesenta y seis años, estaba libre de cualquier enfermedad y era aficionado a contar chistes y bromear. Se sentaba al lado del hijo de Mitsuharu, que tenía siete años de edad, y bromeaba con él afablemente.