Authors: Eiji Yoshikawa
El mensajero de los Mori se arrodilló de la manera apropiada. Percibía la hondura de la amabilidad de Hideyoshi, y se inclinó ante él con el mayor respeto.
—También creo que hay un monje llamado Ekei en el estado mayor del señor Terumoto. Ekei de Ankokuji.
—Así es, mi señor.
—Hace mucho tiempo que no le veo. Por favor, dale también recuerdos míos.
En cuanto el mensajero se hubo ido, Hideyoshi se volvió y preguntó a un servidor:
—¿Tienes la carta que te di antes?
—Está a buen recaudo, mi señor.
—Contiene un mensaje secreto de gran importancia. Llévalo directamente al señor Nobunaga.
—Se la entregaré sin falta.
—Sin duda ese servidor de Mori partió para cumplir con su cometido tan resuelto como tú, pero ha sido capturado, y una carta que contenía las intenciones de Muneharu y Kikkawa ha caído en mis manos. Ten muchísimo cuidado.
Hideyoshi estaba sentado de cara al farol. La carta que había confiado al mensajero para que la llevase a Azuchi solicitaba a Nobunaga que dirigiera un ejército hacia el oeste.
El destino del solitario castillo de Takamatsu era como el de un pez ya en la red. Los ejércitos combinados de Mori Terumoto, Kobayakawa Takakage y Kikkawa Motoharu habían llegado. ¡Era el momento! La conquista del oeste se completaría de un solo golpe. Hideyoshi quería mostrar aquel grandioso espectáculo a Nobunaga, y creía que la asistencia personal de su señor garantizaría una victoria decisiva.
La ciudad fortificada de Azuchi se había convertido en el bullicioso centro de una nueva cultura. Sus enérgicos ciudadanos, vestidos con trajes multicolores, llenaban sus calles y los brillantes dorados y azules de la torre del homenaje del castillo parecían bordados con el verde de las tiernas hojas primaverales.
Las condiciones no podían ser más diferentes de las que imperaban en el oeste. En el quinto mes, mientras Hideyoshi y sus hombres habían trabajado duramente en el barro, día y noche, para atacar el castillo de Takamatsu, en las calles de Azuchi colgaban adornos y la ciudad estaba tan animada que parecía como si los ciudadanos estuvieran celebrando el Año Nuevo y el festival de mediados del verano al mismo tiempo.
Nobunaga se preparaba para recibir a un invitado de cierta importancia. Pero la gente se preguntaba quién podía ser tan importante. El hombre que llegó a Azuchi el día quince del quinto mes no era otro que el señor Tokugawa Ieyasu de Mikawa.
Hacía menos de un mes que Nobunaga había efectuado su regreso triunfal desde Kai a través de Mikawa, por lo que era posible que se limitara a devolver la cortesía. Pero la visita redundaba claramente en interés de Ieyasu. Era aquella una era de cambios profundos y no se debía descuidar el futuro. Así, aunque era raro que Ieyasu realizara visitas formales a otras provincias, llegaba a Azuchi acompañado por un brillante séquito.
Dispusieron para él los mejores aposentos de la ciudad, y Akechi Mitsuhide fue nombrado responsable de su recepción. Además, Nobunaga había ordenado a su hijo Nobutada, quien estaba a punto de partir hacia las provincias occidentales, que ayudara en los preparativos de un espléndido banquete que se prolongaría durante tres días.
Algunos no ocultaban su extrañeza por el hecho de que Nobunaga diera un recibimiento tan espléndido a Ieyasu, un hombre ocho años más joven que él y señor de una provincia que, hasta fecha reciente, había sido pequeña y débil. Otros replicaban que eso no tenía nada de extraño, pues la alianza entre los Oda y los Tokugawa duraba más de veinte años sin que en todo ese tiempo se hubieran producido sospechas, sin acuerdos incumplidos y sin ningún enfrentamiento, lo cual era un milagro en aquella época de traiciones y luchas por el poder feudal.
Un tercer grupo opinaba que el motivo del acontecimiento no era algo tan trivial como corresponder a Nobunaga por su hospitalidad, y argumentaban que en el futuro el señor de los Oda realizaría grandes cosas. El oeste era un trampolín para llegar a Kyushu, la isla más meridional de Japón, y desde allí a las ricas tierras de los mares del Sur. Para poder realizar con éxito su conquista, Nobunaga debería poner el norte de Japón en manos de un aliado en quien pudiera confiar.
Desde hacía algún tiempo, Nobunaga planeaba ir en persona a las provincias occidentales y establecer allí su dominio, tal como había hecho en Kai. En aquellos momentos efectuaba los preparativos para partir hacia el frente, pero dejó de lado esa importante tarea a fin de recibir a Ieyasu.
Como es natural, Ieyasu recibió lo mejor que Azuchi podía proporcionar en cuanto a alojamiento, mobiliario, utensilios, sake y alimentos. Pero lo que Nobunaga quería proporcionar por encima de todo a su invitado eran cosas que se encontraban en las viviendas más humildes de los ciudadanos y alrededor de los hogares en las casas de campo: amistad y confianza.
Eran estas dos cosas las que habían asegurado la supervivencia de su alianza. Y, por su parte, Ieyasu se había revelado como un aliado digno de confianza una y otra vez. Ieyasu sabía muy bien que sus intereses estaban fuertemente vinculados a los de Nobunaga, a pesar del egoísmo y la testarudez que éste evidenciaba en ocasiones. Así pues, aunque a veces hubiera bebido de una taza muy amarga, había apoyado a Nobunaga y jurado seguirle hasta el final.
Si un tercero desinteresado contemplara la alianza de veinte años entre los dos hombres y juzgara quién había salido ganando y quién perdiendo, con toda probabilidad habría dicho que ambos se habían beneficiado. Sin la amistad de Ieyasu cuando era joven y empezaba a establecer la dirección de su vida, Nobunaga no habría estado en Azuchi. Y si Ieyasu nunca hubiera recibido la ayuda de Nobunaga, la débil y pequeña provincia de Mikawa muy probablemente no habría podido resistir las presiones de sus vecinos.
Aparte de los vínculos de amistad e interés propio, los caracteres de ambos hombres eran claramente complementarios. Nobunaga tenía ambiciones así como la voluntad de realizarlas, unas ambiciones que un hombre prudente como Ieyasu ni siquiera podía imaginar. Nobunaga era el primero en admitir que Ieyasu poseía virtudes de las que él carecía: paciencia, modestia y frugalidad. Tampoco Ieyasu parecía ambicioso por sí mismo. Tenía en cuenta los intereses de su provincia, pero nunca daba a su aliado causa alguna de preocupación. Siempre defendía su terreno contra sus enemigos comunes y era una fortaleza silenciosa en la retaguardia de Nobunaga.
En otras palabras, Mikawa era un aliado ideal e Ieyasu un amigo digno de confianza. Al rememorar las penalidades y los peligros a los que habían tenido que enfrentarse en los últimos veinte años, Nobunaga se sentía inclinado a llamar a Ieyasu su «viejo y buen amigo», y le alababa como el hombre que más había hecho para que Azuchi fuese una realidad.
Durante el banquete, Ieyasu expresó su sincera gratitud por el tratamiento que recibía de Nobunaga, pero de vez en cuando notaba que faltaba algo y finalmente le preguntó a Nobunaga:
—¿No estaba el señor Mitsuhide encargado del banquete? ¿Qué le ha ocurrido? No le he visto en todo el día ni tampoco ayer, en la función de teatro Noh.
—Ah, Mitsuhide —respondió Nobunaga—. Ha regresado al castillo de Sakamoto. Tanta era su prisa que ni tiempo ha tenido de presentaros sus respetos.
Su voz era clara y placentera, y no mostraba al hablar ninguna emoción particular, pero Ieyasu estaba un poco preocupado, pues se estaban difundiendo por la ciudad unos rumores inquietantes. Sin embargo, la respuesta de Nobunaga, breve y serena, parecía desmentir los rumores, e Ieyasu dejó correr el asunto.
Sin embargo, aquella noche Ieyasu regresó a su alojamiento y escuchó lo que sus servidores habían oído decir acerca de la partida de Mitsuhide. Entonces comprendió que la situación era lo bastante complicada para que no fuese posible pasarla por alto. Escuchó las diversas versiones de lo sucedido, ató cabos y fue comprendiendo la que parecía haber sido la principal razón de la súbita partida de Mitsuhide.
Sucedió el mismo día de la llegada de Ieyasu. Sin previo aviso, Nobunaga había efectuado una inspección de las cocinas. Corría la estación de las lluvias y la atmósfera en Azuchi era cálida y bochornosa. El olor del pescado crudo y las verduras en conserva ofendía los sentidos. Y no sólo eso, sino que los alimentos llegados en grandes cantidades de Sakai y Kyoto habían sido desempaquetados y amontonados en un desorden terrible. Las moscas revoloteaban alrededor de la comida y la cara de Nobunaga.
—¡Este sitio apesta! —gruñó airado. Entonces, mientras se dirigía a la sala de preparativos, siguió hablando sin dirigirse a nadie en particular—: ¿Qué es esto? ¡Toda esta suciedad! ¡Tanto desperdicio! ¿Vais a cocinar para nuestro honorable huésped en este lugar inmundo? ¿Vais a servirle pescado podrido? ¡Tirad en seguida esta porquería!
La cólera de Nobunaga fue completamente inesperada, y los encargados de la cocina se arrojaron a sus pies. Era una escena penosa. Mitsuhide se había esforzado para comprar los mejores ingredientes y preparar platos exquisitos, se había pasado varios días sin dormir, supervisando a sus servidores y a los cocineros. Ahora apenas podía dar crédito a sus oídos. Corrió a postrarse ante su señor y le explicó que con toda seguridad el olor ofensivo no estaba causado por pescado podrido.
—¡No me des más excusas! —le interrumpió Nobunaga—. ¡Tíralo todo! ¡Busca otra cosa para el banquete de esta noche!
Haciendo oídos sordos a las protestas de su servidor, Nobunaga dio media vuelta y se marchó.
Mitsuhide se quedó sentado y en silencio durante un rato, casi como si hubiera perdido la capacidad de mover las piernas. En aquel momento llegó un mensajero y le entregó una carta ordenándole que reuniera sus tropas y partiera de inmediato hacia las provincias occidentales.
Los servidores de Akechi recogieron las muchas exquisiteces que habían preparado para Ieyasu y, a través del portal trasero, las arrojaron al foso, exactamente como habrían tirado basura o un animal doméstico muerto. Silenciosamente, reprimiendo las lágrimas, vertieron sus sentimientos en las negras aguas.
***
Por la noche las ranas croaban ruidosamente en las charcas cercanas a los aposentos de Mitsuhide, y parecían preguntarle en qué estaba meditando. ¿Eran gritos de solidaridad con él o acaso se reían de su estupidez? Dependía de cómo uno las escuchara.
Mitsuhide había ordenado que no entrara nadie y ahora estaba sentado a solas en una habitación grande y vacía.
Aunque el verano estaba en sus comienzos, una brisa fresca y delicada soplaba silente en la penumbra. La palidez de Mitsuhide era terrible. Parecía que el cabello a ambos lados de la cabeza se le erizaba cada vez que vacilaba la llama de la vela. Su angustia era patente en el desorden del cabello y el mal color de su rostro.
Finalmente alzó lentamente la que Nobunaga había apodado «cabeza de naranja china» y miró el jardín a oscuras. A lo lejos vio un gran número de faroles que brillaban entre los árboles. Era la primera noche del banquete en el castillo.
Mitsuhide se preguntó si debería irse sin más, tal como le había ordenado, o si sería mejor que fuese al castillo y presentase sus respetos antes de partir. Estas cosas siempre le habían confundido. Su mente, de ordinario despejada, estaba tan fatigada en aquellos momentos que debía hacer un enorme esfuerzo para pensar claramente y no cometer un error.
Tras haber dado tanta importancia a esa cuestión, por más que pensara en ello no sabía en absoluto qué hacer. Sin darse cuenta exhaló un suspiro de pesar que contenía la mayor parte del dolor que le causaba enfrentarse a sus dificultades, y se preguntó si existían en el mundo otros hombres tan difíciles de entender como Nobunaga. ¿Qué podía hacer uno para adaptarse al temperamento de su señor? No había nada tan trabajoso como lograr satisfacerle.
Si hubiera podido dejar de lado la naturaleza absoluta de la relación entre señor y servidor y hablar sinceramente, habría criticado a Nobunaga. Mitsuhide estaba dotado de unas facultades críticas muy por encima de las del hombre corriente, y sólo por el hecho de que Nobunaga era su señor tenía cautela e incluso temía sus propias críticas.
—¡Tsumaki! ¡Tsumaki! —llamó Mitsuhide, mirando de improviso las puertas corredizas a cada uno de sus lados—. ¡Dengo! ¿Estás ahí, Dengo?
Pero el hombre que finalmente abrió la puerta y se inclinó ante él no era Dengo ni Tsumaki, sino uno de sus ayudantes personales, Yomoda Masataka.
—Los dos están ocupados, deshaciéndose de la comida que íbamos a usar para el banquete y con los preparativos de vuestra súbita partida.
—Acompáñame al castillo.
—¿Al castillo? ¿Vais a ir al castillo?
—Creo que es apropiado que presente mis respetos al señor Nobunaga antes de que partamos. Haz los preparativos.
Mitsuhide se levantó para vestirse. Parecía espolearse a sí mismo antes de que se desvaneciera su resolución.
Masataka estaba un tanto aturdido.
—Esta tarde, cuando os pregunté qué queríais hacer, creí que desearíais ir al castillo, precisamente por esa razón. Pero no teníamos tiempo, dada la orden repentina de Su Señoría. Y entonces dijisteis que nos iríamos sin presentar nuestros respetos ni al señor Nobunaga ni al señor Ieyasu. Ahora todos los ayudantes y servidores están ocupados en la limpieza. ¿Puedo pediros que esperéis un poco?
—No, no. No necesito muchos ayudantes. Bastará contigo. Trae mi caballo.
Mitsuhide se dirigió a la salida. No había ningún servidor en las habitaciones ante las que pasaba. Sólo dos o tres pajes le seguían. Pero cuando salió, reparó en los grupitos de vasallos con las cabezas juntas, hablando bajo las sombras de los árboles y en los establos. Como era natural, los servidores de Akechi estaban preocupados por su repentino despido como encargados del banquete y la orden de que aquel mismo día partieran al oeste.
Unos y otros expresaban su resentimiento, con lágrimas de aflicción en los ojos. El último incidente había encendido su antagonismo y enojo hacia Nobunaga, que se habían intensificado desde la campaña de Kai, como aceite vertido sobre leña.
En el campamento de Suwa, durante la campaña de Kai, Mitsuhide había sufrido ya una humillación pública insoportable, algo que no había ocultado a sus servidores. ¿Por qué recientemente Nobunaga atormentaba tanto a su señor?
Pero lo sucedido aquel día era con mucho lo peor, porque todos los invitados al banquete se enterarían del incidente: el señor Ieyasu y sus servidores, la nobleza de Kyoto y los generales de Oda camaradas de Mitsuhide. Haber sufrido un insulto allí era lo mismo que haber sido avergonzado ante toda la nación.