Taiko (122 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—¡Necio! ¿Cuándo te has esforzado tú? ¿Qué clase de hazañas meritorias has hecho para lograr la invasión de Kai?

—Yo...

—¿Qué?

—Aunque estaba borracho, no debería haber dicho unas palabras tan arrogantes.

—Así es, en efecto. No tienes ningún motivo para ser arrogante. Has hablado más de la cuenta, diciendo lo que ocultabas en tu mente. Creías que estaba distraído por la bebida y escuchaba a otros, y que por fin podías quejarte.

—¡No lo quieran los cielos! ¡Que los dioses del cielo y la tierra sean mis testigos! Cómo iba a hacer eso, mi señor, habiendo recibido tantos favores de vos...; era un hombre vestido con harapos y que sólo tenía una espada y vos me elevasteis...

—Calla.

—Permitidme que me vaya, os lo ruego.

—¡Desde luego! —Nobunaga le dio un empujón—. ¡Ranmaru! ¡Agua!

Ranmaru llenó un recipiente de agua y se lo llevó. Cuando Nobunaga lo tuvo entre sus manos, los ojos parecían despedir llamas y los hombros le subían y bajaban al ritmo de la respiración.

Sin embargo, Mitsuhide se había alejado de los pies de su señor y ahora estaba en el pasillo, a dos o tres varas de distancia, arreglándose el cuello del kimono y alisándose el pelo. Estaba tan postrado que su pecho tocaba el suelo de madera. La figura de Mitsuhide tratando de parecer imperturbable, incluso en aquellos momentos, difícilmente sería vista bajo una luz favorable, y Nobunaga fue hacia él de nuevo.

Si Ranmaru no le hubiera detenido, cogiéndole de la manga, casi con toda probabilidad el suelo de la terraza habría vuelto a sonar. Ranmaru no se refirió directamente a la escena que tenía ante sus ojos, sino que se limitó a decir:

—Volved a vuestro asiento, mi señor, os lo ruego. Los señores Nobutada, Nobusumi, Niwa y todos los generales están esperando.

Nobunaga regresó dócilmente a la sala atestada, pero no tomó asiento, sino que permaneció en pie y miró a su alrededor.

—Perdonadme todos —les dijo a los presentes—. Supongo que os he aguado la fiesta. Que cada uno coma y beba cuanto le apetezca.

Dicho esto, se apresuró a salir y se encerró en sus aposentos privados.

***

Una bandada de golondrinas gorjeaban bajo los aleros del conjunto de almacenes. Aunque el sol se estaba poniendo, las aves adultas parecían llevar alimento a las pequeñas que estaban en los nidos.

—Podría ser el tema de una pintura, ¿no creéis?

En una sala de un edificio situada a cierta distancia del gran jardín, Saito Toshimitsu, un servidor de alto rango de Akechi, estaba en compañía de un invitado. Éste era el pintor Yusho, un hombre que no procedía de Suwa. Debía de tener unos cincuenta años de edad, y su robustez física no daba ninguna indicación de que pudiera ser pintor. Era muy parco en palabras. El crepúsculo oscurecía las blancas paredes de los almacenes donde se guardaba la pasta de legumbres.

—Debéis perdonarme por haberos visitado de repente en estos tiempos de guerra y hablaros tan sólo de los tediosos asuntos de un hombre que ya no tiene relación con el mundo. Estoy seguro de que tenéis muchas responsabilidades en la campaña.

Yusho pareció anunciar así que se marchaba y empezó a levantarse del cojín.

—No, por favor.

Saito Toshimitsu era un hombre muy sosegado y, sin moverse siquiera, detuvo a su invitado.

—Ya que habéis hecho el largo viaje hasta aquí, sería descortés que os marcharais sin haber hablado con el señor Mitsuhide. Si os vais y luego le digo a mi señor que Yusho le visitó durante su ausencia, me reñirá y preguntará por qué no os he retenido aquí.

Entonces se puso a hablar de un nuevo tema, haciendo lo posible por mantener entretenido al inesperado visitante. Yusho tenía por entonces una casa en Kyoto, pero procedía de Omi, la provincia de Mitsuhide. Y no sólo eso, sino que en cierta época Yusho había recibido un estipendio de guerrero del clan Saito de Mino. En aquella misma época Toshimitsu, mucho antes de convertirse en servidor del clan Akechi, servía al clan Saito.

Después de vivir como un ronin, Yusho se había convertido en artista y citaba la caída de Gifu como la razón de su proceder. Sin embargo, Toshimitsu había abandonado su antigua fidelidad a los Saito. La discordia existente entre Toshimitsu y sus señores de antaño se evidenciaba incluso ante Nobunaga, y sus disputas habían continuado casi como si pidieran un juicio. Pero todo el mundo había olvidado las anécdotas que tanto excitaron a la sociedad de entonces, y quienes contemplaban ahora sus cabellos blancos le consideraban un servidor sin el que el clan Akechi no podía pasar. Todo el mundo respetaba su carácter y su posición como anciano.

La distribución de alojamientos no había sido suficiente dentro del campamento principal de Nobunaga en el templo Hoyo, por lo que varios generales estaban acuartelados en diversas casas de Suwa.

Los Akechi se albergaban en los antiguos edificios de un vendedor al por mayor de pasta de legumbres, y tanto los soldados como sus oficiales se estaban relajando después de muchos días de dura lucha.

Un joven que parecía ser el hijo del señor de la casa se presentó ante Toshimitsu.

—¿Queréis tomar un baño, señor? Todos los samurai e incluso los soldados de infantería han terminado de cenar.

—No, esperaré hasta que regrese Su Señoría.

—Su Señoría tarda en regresar esta noche, ¿verdad?

—Hoy se ha celebrado un banquete de victoria en el campamento principal. Mi señor no suele tomar sake, pero tal vez ha bebido un poco y está algo achispado después de tanto brindis.

—¿Puedo serviros la cena?

—No, no, también esperaré a cenar, hasta que él regrese. Pero lo siento por el invitado al que he detenido aquí. ¿Por qué no le acompañas al baño?

—¿Es el artista viajero que ha estado aquí toda la tarde?

—El mismo. El hombre que está ahí acuclillado, contemplando las peonías del jardín. Parece un poco aburrido. ¿Por qué no le llamas?

El joven se retiró y echó un vistazo a la parte trasera del edificio. Delante de las oscuras y lujuriantes plantas de peonías, Yusho estaba sentado, abrazándose las rodillas, con la mirada perdida. Poco después, cuando Toshimitsu cruzó el portal, el joven y Yusho ya se habían ido.

Toshimitsu se sentía aprensivo y pensaba que Mitsuhide tardaba demasiado en regresar, aunque sabía bien que un banquete de victoria se prolongaría hasta muy entrada la noche.

El sendero cruzaba el antiguo portal con tejado de paja y se unía rápidamente al camino que bordeaba el lago. Los restos del cálido día todavía brillaban con luz trémula en el cielo occidental sobre el lago Suwa. Toshimitsu contempló el camino durante algún tiempo y por fin vio a su señor que venía hacia él. Caballos, lanceros y ayudantes le seguían en un grupo compacto, pero la preocupación que fruncía el ceño de Toshimitsu no disminuyó cuando se aproximaron. Algo estaba fuera de lugar. Nada en el aspecto de Mitsuhide sugería que regresaba de un banquete de victoria. Su señor debería cabalgar en brillante formación, balanceándose garbosamente en el lomo de su caballo, embriagado junto con sus ayudantes por el sake generosamente escanciado en la fiesta. Pero lo cierto era que Mitsuhide iba a pie y parecía alicaído.

Un servidor conducía su caballo, que avanzaba a paso largo con aspecto entristecido, mientras los ayudantes caminaban en silencio detrás, exactamente de la misma manera.

—He venido a recibiros. Debéis de estar cansado.

Cuando Toshimitsu se inclinó ante él, Mitsuhide pareció sorprenderse.

—¿Toshimitsu? He sido desconsiderado. Eres tan bueno que te has preocupado al ver que me retrasaba. Perdóname. Hoy he bebido demasiado, por lo que he venido caminando a orillas del lago, tratando de despejarme. No te preocupes por mi aspecto. Ahora me siento mucho mejor.

Toshimitsu se daba cuenta de que su señor había sufrido alguna experiencia desagradable. Había sido el ayudante más íntimo de Mitsuhide durante muchos años, por lo que era difícil que dejara de reparar en una cosa así. Sin embargo no se atrevió a preguntar qué había ocurrido. El viejo servidor se apresuró a ocuparse de las necesidades de su señor, confiando en animarle.

—¿Qué os parece un cuenco de té y luego un baño?

La reputación de Toshimitsu bastaba para atemorizar al enemigo en el campo de batalla, pero mientras ayudaba a desvestirse a Mitsuhide, éste sólo podía considerarle como un pariente viejo y solícito.

—¿Un baño? Sí, un baño podría ser muy refrescante en estos momentos.

Siguió a Toshimitsu al cuarto de baño. Durante un rato Toshimitsu escuchó el chapoteo de Mitsuhide en el agua caliente.

—¿Os restriego la espalda, mi señor? —le preguntó.

—Envía al paje —replicó Mitsuhide—. No creo que esté bien hacer trabajar a tus viejos huesos.

—Nada de eso.

Toshimitsu entró en el baño, recogió agua caliente con un pequeño cubo de madera y se colocó detrás de su señor. Nunca hasta entonces lo había hecho, pero en aquel momento sólo deseaba levantar el ánimo de su señor, extrañamente decaído.

—¿Es decoroso que un general te limpie la suciedad de la espalda? —le preguntó Mitsuhide.

Era un hombre sumamente pudoroso y siempre se mostraba reservado, incluso con sus servidores. Que esta cualidad fuese buena o mala era algo discutible. Toshimitsu opinaba que no era especialmente buena.

—Vamos, vamos. Cuando este viejo guerrero lucha bajo vuestro respetado estandarte, es Saito Toshimitsu del clan Akechi. Pero el mismo Toshimitsu no es un Akechi. Siendo esto así, mientras viva y os sirva será un buen recuerdo para mí haberos lavado la suciedad de la espalda por una sola vez.

Toshimitsu se había arremangado y estaba restregando la espalda de su señor. Mitsuhide le dejaba hacer, con la cabeza inclinada, satisfecho y en silencio. Entretanto se sumió en una profunda reflexión sobre el interés que le evidenciaba Toshimitsu y luego sobre la relación entre él y Nobunaga.

Pensó que se había equivocado y se culpó en lo más hondo de su corazón. ¿Qué era lo que le desagradaba y hacía tan desdichado? Desde luego, Nobunaga era un buen señor, pero ¿era su propia lealtad igual que la del viejo servidor que ahora le restregaba la espalda? Se sentía avergonzado. Era como si Toshimitsu le estuviera lavando el corazón con el agua caliente que le vertía en la espalda.

Cuando salió del baño, tanto el aspecto como el tono de voz de Mitsuhide habían cambiado. Su mente se había refrescado por completo, y Toshimitsu sentía lo mismo.

—Ha sido agradable tomar un baño, tal como decías. Supongo que estaba bajo los efectos de la fatiga y el sake.

—¿Os sentís mejor?

—Ahora estoy bien, Toshimitsu. No te preocupes.

—Me preocupaba la extraordinaria inquietud que reflejaba vuestro rostro. Eso ha sido lo peor de todo. Bien, permitidme que os diga que durante vuestra ausencia ha venido un visitante y ha esperado vuestro regreso.

—¿Un visitante? ¿En este alojamiento de campaña?

—Yusho estaba viajando por Kai y ha dicho que antes de seguir adelante quería hacer un alto para veros.

—¿Dónde está?

—Le he alojado en mi habitación.

—¿De veras? Bien, vayamos allá.

—Probablemente se sentirá avergonzado si es el señor quien va a visitar al invitado. Os lo traeré aquí dentro de poco.

—No, no. Nuestro invitado es un hombre de gusto y no será necesario que seamos demasiado formales.

Su rostro se animó todavía más después de hablar un rato con Yusho, a quien preguntó por los estilos de pintura de las dinastías Sung al norte y sur de China. Luego comentaron los gustos artísticos del shogun Ashikaga Yoshimasa y los méritos de la escuela Tosa de pintura y hablaron de todo, desde el estilo de Kano hasta la influencia de la pintura flamenca. Durante la conversación se evidenció que la educación de Mitsuhide no había sido superficial.

—He pensado que cuando envejezca podría dedicarme a actividades más tranquilas y a mis estudios juveniles, e incluso tratar de pintar. Tal vez, antes de que llegue ese momento, podríais dibujarme modelos en un cuaderno.

—Desde luego, mi señor.

Yusho había emulado el estilo del antiguo artista chino Liang K'ai. Recientemente había creado su propia escuela, independiente de las tradiciones de Kano o Tosa, y finalmente había logrado establecerse en el mundo del arte. Cuando Nobunaga le pidió que decorase los tabiques deslizantes de Azuchi, se negó a hacerlo aduciendo que estaba enfermo. Al fin y al cabo, había sido servidor del clan Saito, al que Nobunaga destruyó. Era comprensible que Yusho se sintiera demasiado orgulloso para rebajarse a decorar con sus propios pinceles los aposentos de Nobunaga.

Al carácter de Yusho le cuadraría muy bien la expresión «blando por fuera, fuerte en su interior». El pintor no podía confiar en la lógica que regía la vida de Mitsuhide. Si éste resbalara, aunque fuese una sola vez, rompería la presa que retenía sus emociones y se deslizaría hacia un derrotero fatal.

Aquella noche Mitsuhide durmió como un bendito, tal vez gracias al baño, o al inesperado y grato visitante.

Los soldados se habían levantado antes de la salida del sol. Tras dar de comer a los caballos, se habían puesto las armaduras y preparado las provisiones, y ahora aguardaban a su señor. Aquella mañana iban a reunirse en el templo Hoyo, desde donde partirían de Suwa en dirección a Kofu. Pasarían entonces por la carretera de la costa y efectuarían su regreso triunfal a Azuchi.

—Tenéis que prepararos en seguida, mi señor —le dijo Toshimitsu a Mitsuhide.

—¡Qué bien dormí anoche, Toshimitsu!

—Me alegro de ello.

—Cuando Yusho se marche, transmítele mis mejores deseos y dale algún dinero para el camino.

—Veréis, señor, esta mañana, cuando me levanté y fui a verle, descubrí que ya se había ido. Se levantó y partió con los soldados cuando salió el sol.

Mientras Mitsuhide contemplaba el sol matinal, se dijo que el pintor llevaba una vida envidiable.

Toshimitsu desenrolló un pergamino.

—Ha dejado esto. Pensé que podría habérselo olvidado, pero al mirarlo con atención, vi que la tinta aún no se había secado, y entonces recordé que le habíais pedido un cuaderno de dibujos. Creo que se ha pasado toda la noche trabajando en esto.

—¿Cómo? ¿No ha dormido?

Mitsuhide examinó el pergamino. El papel era más blanco bajo el sol de la mañana, y presentaba la pintura de una sola rama de peonías. Una inscripción en un ángulo de la pintura decía: Tranquilidad, esto es nobleza.

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