Authors: Eiji Yoshikawa
A Nobunaga le gustaba la equitación, los combates de sumo, la cetrería y la ceremonia del té, pero la caza era desde luego uno de sus pasatiempos preferidos.
Los ojeadores y los arqueros estarían exhaustos al final de la jornada. Tales intereses podrían ser considerados como pasatiempos, pero Nobunaga no hacía nada con poco entusiasmo. Por ejemplo, cuando se organizaban combates de sumo en Azuchi, reunía más de mil quinientos luchadores procedentes de Omi, Kyoto, Naniwa y otras provincias lejanas. Al final, los diversos señores se congregaban para contemplar los combates, formando con sus séquitos grandes muchedumbres, y Nobunaga nunca se cansaba del espectáculo, por muy tarde que se hiciera. Por el contrario, elegía hombres entre sus propios servidores y les ordenaba que subieran a la plataforma para librar un combate tras otro.
Sin embargo, el viaje durante el primer mes del año para cazar con halcón junto al río Echi era muy sencillo. Se trató tan sólo de una excursión y no llegaron a soltarse los halcones. Tras un breve descanso, Nobunaga ordenó que el grupo regresara a Azuchi.
Cuando entraron en la ciudad de Azuchi, Nobunaga tiró de las riendas de su caballo y se volvió hacia un edificio de aspecto extranjero en medio de una arboleda. De una de las ventanas surgía el sonido de un violín. El mandatario desmontó y cruzó la puerta en compañía de varios hombres.
Dos o tres jesuitas salieron corriendo a recibirle, pero Nobunaga se internaba ya a grandes zancadas en la casa.
—¡Vuestra Señoría! —exclamaron los padres, sorprendidos.
Aquella era la escuela construida al lado de la iglesia de la Ascensión. Nobunaga había sido uno de los benefactores de la escuela, pero todo, desde la madera de construcción al mobiliario, había sido donado por señores provinciales que se habían convertido al cristianismo.
—Quisiera ver cómo hacéis las clases —les dijo Nobunaga—. Supongo que los niños están todos aquí.
Al oír lo que Nobunaga deseaba, los padres se quedaron casi extáticos, y comentaron entre ellos el honor que representaba aquella visita. Nobunaga hizo caso omiso de sus palabras y subió rápidamente las escaleras.
Al borde del pánico, uno de los sacerdotes se le adelantó corriendo para informar a los alumnos de la imprevista inspección de un noble visitante.
El sonido del violín cesó de repente y los murmullos fueron silenciados. Nobunaga se detuvo un momento en la plataforma y contempló el aula, pensando en lo rara que era aquella escuela. Los pupitres y asientos eran de diseño extranjero, y encima de cada pupitre había un libro de texto. Como cabía esperar, los alumnos eran hijos de señores provinciales y vasallos, y todos hicieron solemnes reverencias a Nobunaga.
Los niños tenían entre diez y quince años de edad y todos ellos procedían de familias nobles. La escena, imbuida del exotismo de la cultura europea, era como un jardín floral con el que no podría rivalizar ninguna de las escuelas instaladas en los templos de Azuchi.
Pero, al parecer, Nobunaga ya había respondido en su fuero interno a la cuestión de qué clase de escuela, cristiana o budista, ofrecía una mejor educación y, por lo tanto, ni admiraba ni se sentía sorprendido por lo que estaba viendo. Cogió un libro de texto de una de las mesas próximas a él y pasó las páginas en silencio, pero en seguida lo devolvió a su dueño.
—¿Quién estaba tocando el violín hace un momento? —quiso saber.
Uno de los padres se dirigió a los alumnos repitiendo la pregunta de Nobunaga. Éste comprendió en seguida: los maestros habían estado fuera del aula, y los alumnos se habían aprovechado de su ausencia para tocar instrumentos musicales, chismorrear y retozar alegremente.
—Era Jerónimo —dijo el sacerdote.
Todos los alumnos miraron a un muchacho sentado entre ellos. Nobunaga siguió la dirección de sus miradas y sus ojos se posaron en un muchacho de catorce o quince años.
—Sí, ahí está. Era Jerónimo.
Cuando el padre le señaló, el rostro del joven se volvió de un rojo brillante y bajó la vista. Nobunaga no estaba seguro de si le conocía o no.
—¿Quién es este Jerónimo? —inquirió—. ¿De quién es hijo?
El sacerdote se dirigió severamente al muchacho.
—Levántate, Jerónimo, y responde a Su Señoría.
El chico se puso en pie e hizo una reverencia a Nobunaga.
—Era yo quien tocaba el violín hace un momento, mi señor.
Sus palabras eran claras y no había rastro de servilismo en la expresión de sus ojos. Era indudable que se trataba del vástago de una familia samurai.
Nobunaga le miró fijamente a los ojos, pero el chico no desvió la mirada.
—¿Qué era eso que tocabas? Supongo que era música de los bárbaros del sur.
—Sí, señor, era un salmo de David.
El chico parecía regocijado. Hablaba con tal soltura que era como si hubiera estado esperando el día en que pudiera responder a esa pregunta.
—¿Quién te lo enseñó?
—Lo aprendí del padre Valignani.
—Ah, Valignani.
—¿Le conocéis, mi señor? —le preguntó Jerónimo.
—Sí, le conozco. ¿Dónde está ahora?
—En Año Nuevo estaba en Japón, pero es posible que ya haya zarpado de Nagasaki y regresado a la India por Macao. Según una carta de mi primo, su barco tenía que hacerse a la mar el día doce.
—¿Tu primo?
—Se llama Ito Anzio.
—Jamás había oído el nombre de «Anzio». ¿Es que no tiene un nombre japonés?
—Es el sobrino de Ito Yoshimasu. Se llama Yoshikata.
—Ah, ¿de modo que es eso? Un pariente de Ito Yoshimasu, el señor del castillo de Obi. ¿Y tú quién eres?
—Soy el hijo de Yoshimasu.
Nobunaga estaba curiosamente divertido. Mientras miraba al muchacho impertinente y encantador, educado en el jardín floral de la cultura cristiana, evocaba en su mente la figura osada, de rostro bigotudo, de Ito Yoshimasu, su padre. Las ciudades fortificadas a lo lardo de la costa de Kyushu, en el Japón occidental, estaban gobernadas por señores como Otomo, Omura, Arima e Ito, y recientemente estaban muy influidas por la cultura europea.
Nobunaga aceptaba con gratitud todo lo que llegaba de Europa: armas de fuego, pólvora, géneros textiles teñidos y tejidos y utensilios de uso doméstico. Sentía un entusiasmo especial por las innovaciones relacionadas con la medicina, la astronomía y la ciencia militar, e incluso las deseaba. Pero había dos cosas que no podía digerir de ninguna manera y las rechazaba por completo: el cristianismo y la educación cristiana. No obstante, si no se hubiera permitido esas dos cosas a los misioneros, éstos no habrían ido al Japón con sus armas, medicinas y otras maravillas.
Nobunaga era consciente de la importancia que tenía la promoción de diferentes culturas, y había autorizado el establecimiento de una iglesia y una escuela en Azuchi, pero ahora que los retoños que había dejado crecer empezaban a echar brotes se sentía preocupado por el futuro de aquellos alumnos. Comprendía que si cometía la imprudencia de ignorar la situación durante largo tiempo, los conflictos serían inevitables.
Nobunaga salió del aula y los sacerdotes le condujeron a una sala de espera bien amueblada, donde descansó en una pintoresca y lujosa silla reservada a los visitantes nobles. Entonces los padres sacaron el té y el tabaco de su país, que tenían en tan alta estima, y los ofrecieron a su invitado, pero Nobunaga no tocó nada.
—El hijo de Ito Yoshimasu acaba de decirme que Valignani iba a zarpar de Japón este mes. ¿Ha partido ya?
—El padre Valignani acompaña a una misión japonesa —respondió uno de los sacerdotes.
—¿Una misión?
Nobunaga parecía suspicaz. Kyushu todavía no estaba bajo su control, por lo que la amistad y el comercio entre Europa y los señores provinciales de aquella isla le preocupaba en grado sumo.
—El padre Valignani cree que si los hijos de japoneses influyentes no ven con sus propios ojos la civilización europea por lo menos una vez, nunca comenzarán en serio el verdadero comercio y las relaciones diplomáticas. Se ha comunicado con los diversos soberanos de Europa y Su Santidad el Papa y les ha persuadido para que inviten a una misión japonesa. La persona de más edad entre los elegidos para esa misión tiene dieciséis años.
Entonces le dijeron los nombres de los muchachos, casi todos los cuales eran hijos de los grandes clanes de Kyushu.
—Son realmente muy valerosos —comentó Nobunaga.
Se regocijaba de que una misión de jóvenes, el mayor de cuyos miembros sólo contaba dieciséis años, hubiera viajado a la lejana Europa. Por otro lado, se decía para sus adentros que habría sido conveniente entrevistarse con ellos y, como regalo de despedida, hablarles un poco de sus propios valores y su fe.
¿Por qué los reyes europeos y una persona como Valignani querrían con tanto entusiasmo que los hijos de los señores provinciales japoneses visitaran Europa? Nobunaga comprendía sus intenciones, pero no se le escapaban sus motivos ocultos.
—Cuando partió de Kyoto con esta misión, Valignani expresó su pesar... con respecto a vos, señor.
—¿Pesar?
—Lamentaba regresar a Europa sin haberos bautizado.
—¿De veras? ¿Dijo eso? —Nobunaga se echó a reír. Se levantó de la silla y se volvió hacia su ayudante, el cual tenía un halcón posado en el puño—. Nos hemos entretenido demasiado. Vámonos.
Apenas había pronunciado estas palabras cuando bajaba ya las escaleras a grandes zancadas. Cruzó la puerta y pidió en seguida su caballo. Ito Jerónimo, el alumno que había tocado el violín, y todos los demás estaban alineados en el patio de la escuela para despedirle.
***
El castillo de Nirasaki, la nueva capital de Kai, estaba casi terminado y disponía ya de las cocinas y los aposentos de las damas de honor.
A pesar de que había sido el día veinticuatro del duodécimo mes, muy cerca del fin de año, Takeda Katsuyori se había trasladado desde Kofu, la antigua capital provincial de sus antepasados durante generaciones, a la nueva capital. La grandiosidad y la belleza del traslado era aún la comidilla de los campesinos que se desplazaban por la carretera, incluso ahora, durante el Año Nuevo.
Empezando por los palanquines de Katsuyori y su esposa, así como los de las numerosas damas que los atendían, y continuando por los de sus tía e hija, las literas lacadas de los diversos nobles y damas debieron de contarse por centenares.
Samurais y vasallos, asistentes personales, funcionarios en sus sillas de montar de oro y plata, la taracea de madreperla, el brillo de la laca dorada, los paraguas abiertos, los arqueros con sus arcos y aljabas, el bosque de lanzas de asta roja... en medio de semejante desfile espectacular, lo que más llamaba la atención de todo el mundo eran los estandartes de los Takeda. Trece ideogramas chinos dorados destellaban en un paño rojo al lado de otro estandarte. Dos hileras de caracteres dorados aparecían en el largo estandarte de color azul intenso, y decían:
Rápido como el viento
Silencioso como un bosque
Ardiente como el fuego
Inmóvil como una montaña
Todo el mundo sabía que la caligrafía de este poema era obra de Kaisen, el sacerdote jefe del templo Erin.
—¡Ah, cuan triste es que la misma alma de ese estandarte abandone hoy el castillo de Tsutsujigasaki y se traslade!
Todos los habitantes de la antigua capital parecían entristecidos. Cada vez que el estandarte con las palabras de Sun Tzu y el que tenía los trece caracteres chinos habían sido desplegados y llevados al combate, los valientes soldados habían regresado con ellos. En tales ocasiones, los soldados y los habitantes de la ciudad habían gritado juntos hasta desgañitarse, con expresiones profundamente sentidas de victoria compartida. Tales acontecimientos tuvieron lugar en la época de Shingen, y ahora todo el mundo añoraba aquellos tiempos.
Y aunque el estandarte engalanado con las palabras de Sun Tzu era físicamente el mismo, la gente no podía evitar la sensación de que era diferente en cierto modo del que vieron en el pasado.
Pero cuando las gentes de Kai contemplaron el enorme tesoro y las reservas de municiones que eran trasladadas a la nueva capital, junto con los palanquines y las sillas de montar doradas de todo el clan, así como el sinuoso desfile de carretas tiradas por bueyes que se extendía a lo largo de muchas leguas, estuvieron más tranquilos al comprobar que la suya seguía siendo una provincia potente. Los mismos sentimientos de orgullo que habían experimentado desde la época de Shingen seguían vivos en los soldados e incluso en la población en general.
No mucho después de que Katsuyori se trasladara al castillo en la nueva capital, los ciruelos del jardín mostraban sus flores rojas y blancas. Katsuyori y su tío, Takeda Shoyoken, indiferentes al melodioso piar de las currucas, paseaban por la huerta.
—Ni siquiera ha asistido a las celebraciones de Año Nuevo, diciendo que estaba enfermo —comentó Katsuyori, y preguntó a continuación—: ¿No te ha enviado ninguna noticia, tío?
Se refería a su primo, Anayama Baisetsu, el gobernador del castillo de Ejiri. Situado en la frontera con Suruga, los Takeda lo consideraban una zona estratégica importante hacia el sur. Baisetsu llevaba más de seis meses sin presentar sus respetos a Katsuyori, enviando siempre la excusa de que estaba enfermo, lo cual preocupaba a Katsuyori.
—Lo más probable es que esté realmente enfermo. Baisetsu es sacerdote y un hombre sincero. No creo que finja una enfermedad.
Shoyoken era un hombre de bondad excepcional, por lo que esta respuesta no tranquilizó a Katsuyori.
Los dos hombres quedaron en silencio y continuaron su paseo.
Entre la torre del homenaje y la ciudadela interior había un estrecho barranco con diferentes clases de árboles. Una curruca descendió casi como si se hubiera caído, aleteó y, sorprendida, reanudó el vuelo. Casi al mismo tiempo se oyó una voz repentina procedente de una hilera de ciruelos.
—¿Estáis ahí, mi señor? Tengo importantes noticias.
El rostro del servidor estaba muy pálido.
—Serénate —le reprendió Shoyoken—. Un samurai debe hablar con dominio de sí mismo sobre asuntos importantes.
Shoyoken no sólo disciplinaba al joven sino que también trataba de tranquilizar a su sobrino. Katsuyori era un hombre generalmente muy resuelto, pero ahora había palidecido y no podía ocultar su sorpresa.
—No es una cuestión trivial, mi señor, sino algo muy grave —replicó Genshiro al tiempo que se postraba—. ¡Kiso Yoshimasa de Fukushima nos ha traicionado!