Taiko (115 page)

Read Taiko Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
10.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pronto se oyeron pisadas al otro lado de la empalizada. Varios soldados del castillo habían bajado corriendo por la cuesta hasta la entrada.

—¡Puedes pasar, enviado! —le anunciaron.

Al mismo tiempo que oía ese grito severo, la puerta de la empalizada se abrió. El recién llegado creyó ver en la oscuridad como a un centenar de soldados allí apiñados. Cada vez que la oleada de hombres se movía, Kanbei veía los destellos de las hojas de sus lanzas.

—Siento molestaros —dijo al hombre que le había gritado—. Estoy cojo, por lo que entraré en una litera. Os ruego que perdonéis mi falta de modales. —Tras esta disculpa, se volvió hacia su hijo, Shojumaru, el único ayudante que le había acompañado, y le ordenó—: Camina delante de mí.

—Sí, señor.

Rodeando la litera de su padre, Shojumaru caminó en línea recta entre las lanzas enemigas.

Los cuatro soldados que llevaban la litera a hombros cruzaron la entrada de la empalizada detrás de Shojumaru. Cuando vieron lo serenos que parecían el muchacho de trece años y el guerrero cojo al entrar en su campamento, los soldados famélicos y sedientos de sangre apenas se sintieron encolerizados, a pesar de que estaban contemplando al enemigo. Ahora podían comprender que éste libraba su batalla con una determinación y perseverancia iguales a las suyas, y por lo tanto podían simpatizar con los enviados como guerreros. Curiosamente, incluso sintieron cierta compasión hacia ellos.

Tras cruzar la empalizada y el portal del castillo, Kanbei y su hijo no tardaron en llegar a la entrada principal, donde Goto y sus tropas escogidas aguardaban con solemne indiferencia.

Al aproximarse al portal, Kanbei comprendió cómo aquellos hombres habían defendido el castillo, el cual no caería a pesar de la falta de alimentos. Era evidente que resistirían a toda costa. Se dio cuenta de que el valor de los soldados no había disminuido en absoluto, y sintió más todavía el peso de su propia responsabilidad. Este sentimiento se transformó de inmediato en una profunda preocupación por la grave situación a la que se enfrentaba ahora Hideyoshi. Kanbei renovó silenciosamente en su corazón la promesa que había hecho, diciéndose que la misión que le había sido encomendada tenía que llegar como fuese a buen puerto.

Goto y sus hombres se quedaron sorprendidos por el porte del enviado. Aquél era el general de las tropas atacantes, pero, en vez de mirarles con arrogancia, había acudido acompañado tan sólo por un muchacho encantador. Y no sólo eso, sino que cuando Kanbei saludó a Goto, se apresuró a ordenar que bajasen la litera al suelo e, irguiéndose, sonrió a su adversario.

—General Goto, soy Kuroda Kanbei, y vengo como enviado del señor Hideyoshi. Estoy muy agradecido porque todo el mundo ha salido a recibirme.

Kanbei no daba la menor muestra de afectación. Como enviado del enemigo, había causado una impresión excepcionalmente favorable. Esto quizá se debía a que los había abordado con el corazón, dejando de lado la preocupación por la victoria o la derrota, y había actuado de acuerdo con las costumbres y el entendimiento de que tanto él como su enemigo eran samurais. Sin embargo, esto no era motivo suficiente para que el enemigo aceptara el objetivo de su misión: persuadirles de que capitularan. Kanbei habló con Goto en una habitación del castillo a oscuras durante una hora más o menos, y entonces se levantó y dijo:

—Bien, ahora sólo me resta esperar vuestra respuesta.

—Os la daré después de conferenciar con el señor Nagaharu y los demás generales —replicó Goto, levantándose también.

Tal como se había desarrollado la entrevista, parecía que las negociaciones tendrían éxito más allá de las expectativas de Kanbei e Hideyoshi, pero transcurrieron cinco días, siete, diez, y seguía sin haber una respuesta del castillo. Llegó el mes duodécimo y pasó, y los ejércitos enfrentados saludaron el tercer Año Nuevo del asedio. En el campamento de Hideyoshi, por lo menos los hombres tenían pastelillos de arroz y sake, pero no podían olvidar que los hombres del castillo, aunque eran el enemigo, no tenían nada que comer y apenas podían conservar sus frágiles vidas. Desde la visita de Kanbei a fines del undécimo mes, el castillo de Miki se había hundido realmente en la desolación y el silencio. Era evidente que los soldados ni siquiera disponían de balas para disparar contra los atacantes, pero Hideyoshi seguía negándose a llevar a cabo una ofensiva total, diciendo que tal vez el castillo no resistiría mucho más tiempo.

Si el asedio no era más que una competición de resistencia, no podía decirse que la posición actual de Hideyoshi fuese difícil o desfavorable. Pero lo cierto era que ni el campamento en el monte Hirai ni su posición tenían que ver con su batalla privada. Básicamente estaba golpeando un eslabón en la alianza enemiga constituida por los que se oponían a la supremacía de Nobunaga, y él no era más que uno de los miembros del cuerpo de Nobunaga empeñado en abrir una brecha en la cadena enemiga que le rodeaba. Así pues, poco a poco Nobunaga había empezado a inquietarse por la falta de acción en la prolongada campaña occidental.

Y los enemigos que Hideyoshi tenía en el estado mayor de Nobunaga se preguntaban por qué había elegido a semejante jefe, pues estaba claro que las responsabilidades de Hideyoshi habían sido demasiado grandes para él desde el mismo principio.

Sus rivales citaban como prueba su convencimiento de que, o bien Hideyoshi estaba derrochando recursos militares en una puja por hacerse popular entre la población local, o bien no era muy estricto con respecto a la prohibición de tomar sake en el campamento porque temía granjearse la antipatía de los soldados. Pero al margen de lo que sus rivales desearan poner en duda, resultaba fácil constatar que todos los asuntos de poca monta que no merecía la pena exponer a Nobunaga, se escuchaban en Azuchi y eran considerados material apropiado para la difamación. Pero Hideyoshi nunca prestaba mucha atención a esas habladurías. Era un ser humano, tenía sentimientos normales como todo el mundo y, por supuesto, reparaba en tales cosas, pero no le preocupaban.

—Los asuntos triviales no son más que eso —decía—. Cuando se investiguen quedarán aclarados.

Lo único que le disgustaba era la idea de que, a cada día que pasaba, la coalición contraria a Nobunaga se hacía más fuerte: el poderoso clan Mori estaba levantando sus defensas, haciendo planes con el Honganji, llamando a los lejanos Takeda y Hojo, en el este, e incitando a los clanes en la costa del mar de Japón. Para comprender el poderío de esas fuerzas, basta tener en cuenta que el castillo de Araki Murashige en Itami, que el ejército central sitiaba en aquellos momentos, aún no había caído.

¿De qué dependía Murashige y a qué se aferraban tenazmente los Bessho? No era sólo su fuerza y los muros de sus castillos. ¡Pronto llegaría el ejército de Mori en su ayuda! ¡Pronto Nobunaga sería derrotado! Eso era lo que les daba ánimos. En general, el peor estado de cosas no se encontraba en el enemigo al que Nobunaga se enfrentaba directamente, sino en el enemigo que esperaba en las sombras.

Las dos antiguas fuerzas del Honganji y los Mori eran naturalmente enemigos de Nobunaga, pero quienes luchaban directamente contra la ambición de Nobunaga eran Araki Murashige en Itami y Bessho Nagaharu en el castillo de Miki.

Aquella noche Hideyoshi decidió de improviso que encendieran una hoguera, y estaba manteniendo a raya el frío nocturno cuando se volvió para mirar a los jóvenes pajes libres de cuidados que se acercaban al fuego. Iban semidesnudos pese al frío del primer mes y armaban alboroto sobre algo que parecía divertirles.

—¡Sakichi! ¡Shojumaru! ¿A qué viene tanto jaleo? —les preguntó Hideyoshi, casi envidioso de su alegría.

—No es nada —respondió Shojumaru, que recientemente había sido nombrado paje, y se apresuró a vestirse y ajustarse la armadura.

—Mi señor —dijo Ishida Sakichi—. A Shojumaru le avergüenza hablar de ello porque es repugnante, pero yo os lo diré porque de lo contrario podríais tener sospechas.

—Muy bien. ¿Qué es esa cosa repugnante?

—Nos hemos estado quitando piojos el uno al otro.

—¿Piojos?

—Sí. Al principio alguien descubrió uno en el cuello de mi kimono, luego Toranosuke encontró uno en la manga de Sengoku. Finalmente, cada uno decía que todo el mundo estaba infestado, y en medio de todo eso, cuando vinimos aquí para calentarnos junto al fuego, descubrimos piojos pululando en todas las armaduras. Ahora han empezado a picar, así que vamos a exterminar a todo el ejército enemigo. ¡Vamos a purgar nuestra ropa interior igual que la quema del monte Hiei!

—¿De veras? —Hideyoshi se echó a reír—. Supongo que los piojos también están hartos del asedio a que se les ha sometido en esta larga campaña.

—Pero nuestra situación es diferente de la del castillo de Miki. Los piojos tienen muchas provisiones, por lo que si no los quemamos nunca cederán.

—Basta. También yo empiezo a sentir picor.

—Lleváis diez días sin bañaros, ¿no es cierto, mi señor? ¡Estoy seguro de que tenéis por todas partes enjambres del enemigo que resisten!

—¡Ya es suficiente, Sakichi!

Hideyoshi se abalanzó hacia ellos y sacudió su cuerpo como una prueba más de que no eran los únicos llenos de piojos. Los muchachos se rieron y bailaron a su alrededor.

En aquel momento un soldado se asomó al cercado de donde surgían las voces risueñas y el humo cálido y ondulante.

—¿Está Shojumaru aquí?

—Sí, aquí estoy —dijo Shojumaru.

El soldado era uno de los servidores de su padre.

—Si no estás ocupado con alguna tarea, tu padre quisiera verte.

El muchacho pidió permiso a Hideyoshi. Puesto que la petición no se hacía por el conducto ordinario, Hideyoshi pareció sorprendido, pero se apresuró a dar su consentimiento. Shojumaru echó a correr, acompañado por el servidor de su padre. Había fogatas por doquier y el estado de ánimo en todas las unidades era alegre. Ya habían dado cuenta de los pastelillos de arroz y el sake, pero aún conservaban buena parte del espíritu del Año Nuevo. Aquella noche correspondía al decimoquinto día del primer mes, y el padre de Shojumaru no se encontraba en el campamento. A pesar del frío, estaba sentado en un escabel de campaña colocado en la cima de una colina lejos de los improvisados barracones.

Allí no había refugio alguno contra el viento, que azotaba la carne y casi helaba la sangre, pero Kanbei contemplaba atentamente la oscura extensión, como si fuera la estatua de madera de un guerrero.

—Soy yo, padre.

Kanbei se movió ligeramente cuando Shojumaru se aproximó a él y se arrodilló.

—¿Has recibido el permiso de tu señor para venir?

—Sí, y he venido en seguida.

—Bien, entonces siéntate un momento en mi escabel de campaña.

—Sí, señor.

—Mira el castillo de Miki. No hay estrellas en el cielo ni una sola lámpara encendida en el castillo, por lo que probablemente no puedes ver nada. Pero cuando tus ojos se acostumbren a la oscuridad, la silueta de la fortaleza aparecerá vagamente en ese vacío.

—¿Para esto me habéis llamado, señor?

—Sí —dijo Kanbei, mientras cedía el escabel de campaña a su hijo—. Durante los dos o tres últimos días he estado observando el castillo, y tengo la sensación de que hay movimiento en su interior. No hemos visto ni rastro de humo a lo largo de medio año, pero ahora se eleva un poco, lo cual quizá demuestra que el bosque alrededor del castillo, y lo único que lo separa del exterior, está siendo talado a fin de hacer leña. Si uno escucha con mucha atención por la noche, le parece oír voces, pero sería difícil decir si lloran o ríen. Sea como fuere, lo cierto es que algo insólito ha ocurrido en el castillo durante el Año Nuevo.

—¿De veras lo creéis así?

—En realidad no he visto nada claramente, y si cometiera un error y hablara de esto a la ligera, podría hacer que nuestros hombres se pusieran tensos sin ninguna razón. Ésa sería una grave equivocación por mi parte y crearía un momento de descuido del que el enemigo podría aprovecharse. No, lo único que ocurre es que me he sentado aquí anoche y la noche anterior, intuyendo que algo ocurría. He estado observando no sólo con los ojos de la cara sino también con el ojo de la mente.

—Es una observación difícil.

—Desde luego, pero también podríamos decir que es fácil. Todo lo que hay que hacer es serenar la mente y librarse del engaño. Por eso no puedo decírselo a los demás soldados. Quiero que te sientes aquí un rato en mi lugar.

—Comprendo.

—No te duermas. Estás en medio de un viento helado, pero cuando te acostumbres a él, te entrará sueño.

—Estaré bien.

—Una cosa más. Informa a los demás generales en cuanto tengas el menor atisbo de algo nuevo en el castillo, por ejemplo una fogata. Y si ves soldados que abandonan el castillo por cualquier punto, enciende la mecha de la bengala de señales y luego corre a informar a Su Señoría.

—Sí, señor.

Shojumaru asintió mientras miraba serenamente la bengala clavada en el suelo, delante de él. Era una situación de combate natural, pero su padre no le preguntó una sola vez si la tarea era difícil o penosa ni trató de tranquilizar al muchacho. Sin embargo, Shojumaru comprendía muy bien que su padre siempre le enseñaba el sentido común de la ciencia militar, según el acontecimiento o el momento. Se sentía entusiasmado, a pesar de la seriedad de su padre, y se consideraba afortunado en extremo.

Kanbei empuñó su bastón y fue cojeando hacia los barracones, pero en vez de entrar en el campamento, siguió bajando solo por la ladera, y sus ayudantes le preguntaron nerviosos adonde iba.

—A las estribaciones —se limitó a responder Kanbei, y aunque tenía que apoyarse en el bastón, empezó a brincar casi con ligereza por el sendero de montaña.

Los hombres que le acompañaban, Mori Tahei y Kuriyama Zensuke, se apresuraron a bajar tras él.

—¡Mi señor! —gritó Mori—. ¡Esperad, por favor!

Kanbei se detuvo un momento, volvió la cabeza y les miró.

—¿Sois vosotros dos?

—Me sorprende vuestra rapidez —le dijo Mori, jadeando—. Con esa pierna lesionada, me temo que os hagáis daño.

—Me he acostumbrado a la cojera —replicó Kanbei riendo—. Sólo me caeré si pienso en ello cuando camino. Últimamente me desenvuelvo con bastante naturalidad, pero no quiero exhibirme.

—¿Podríais hacer esto en medio de una batalla?

Other books

Now and Forevermore by Charmer, Minx
The Hen of the Baskervilles by Andrews, Donna
Deadly Errors by Allen Wyler
The Rise by Gordon, H. D.
The Count of Eleven by Ramsey Campbell
Cruising Attitude by Heather Poole
Ghosts of Bungo Suido by Deutermann, P. T.