Authors: Eiji Yoshikawa
Los ronin trabajaban como si se hubieran olvidado de comer o dormir. Los dos mil que partieron de Hachisuka habían aumentado a cinco o seis mil cuando llegaron a su destino.
Tokichiro no necesitaba usar su bastón de general. Los hombres estaban despiertos y trabajaban con ahínco, y día tras día la obra progresaba ante sus ojos.
Los ronin estaban acostumbrados a viajar a través de montañas y llanuras, y entendían mucho mejor que Tokichiro las leyes para la regulación de las inundaciones y la construcción de terraplenes.
Su propósito era el de convertir la zona en habitable. Aquel trabajo era un salto que les alejaba de sus vidas de libertinaje e indolencia, y sentían la satisfacción y el placer de saber que estaban haciendo algo valioso.
—Bueno, este terraplén no se moverá aunque haya una inundación de todos los ríos juntos —comentó orgullosamente uno de los ronin.
Antes de que hubiera transcurrido el primer mes, habían nivelado una zona más amplia que los terrenos del castillo, e incluso habían construido una calzada elevada que enlazaba con tierra firme.
En la orilla opuesta, los hombres de Mino seguían examinando el lugar.
—Parece que está tomando un poco de forma, ¿no es cierto?
—Aún no han levantado ningún muro de piedra, por lo que no parece un castillo, pero los cimientos están muy bien.
—No veo carpinteros ni yeseros.
—Apuesto a que todavía les faltan cien días para que ésos puedan empezar su trabajo.
Los soldados miraban perezosamente al otro lado del río para aliviar su hastío. El río era ancho y, cuando brillaba el sol, una tenue bruma se alzaba de la superficie del agua. Era difícil ver con claridad desde el otro lado, pero había días en que los sonidos al tallar las piedras y los gritos en el solar en construcción llegaban, transportados por las ráfagas de viento, a la orilla contraria.
—¿Atacaremos por sorpresa esta vez? ¿En medio de las obras de construcción?
—Parece ser que no. Hay una orden estricta del general Fuwa.
—¿Cuál es?
—No disparar un solo tiro y dejar que el enemigo trabaje a gusto.
—¿Nos han ordenado limitarnos a vigilar hasta que terminen el castillo?
—La primera vez, el plan consistía el aplastar al enemigo con un solo ataque por sorpresa cuando empezara a trabajar en el castillo; la segunda vez, atacarle cuando el castillo estuviera construido a medias y destrozarlo. Pero esta vez tenemos orden de quedarnos aquí de brazos cruzados hasta que hayan terminado el trabajo.
—¿Y entonces qué?
—¡Apoderarnos del castillo, por supuesto!
—¡Aja! Dejar que el enemigo lo construya y entonces ocuparlo nosotros.
—Ése parece ser el plan.
—Un plan inteligente. Los demás generales de Oda eran un poco tercos, pero este nuevo comandante, Kinoshita, no es más que un soldado de a pie.
Mientras el hombre charlaba alegremente de esta guisa, uno de sus compañeros le dirigió una mirada reprobatoria.
Un tercer hombre llegó corriendo al puesto de guardia. Una embarcación impulsada con una pértiga se había detenido en la orilla del río correspondiente a Mino. Un general de erizados bigotes había saltado a tierra, seguido por varios ayudantes. Tras ellos desembarcaron un caballo.
—¡Viene el Tigre! —exclamó uno de los guardianes.
—¡El Tigre de Unuma está aquí!
Los hombres intercambiaron susurros y rápidas miradas. Se trataba del señor del castillo de Unuma, que se alzaba río arriba. Se llamaba Osawa Jirozaemon y era conocido como uno de los generales más feroces de Mino. Tan aterrador era aquel hombre que las madres de Inabayama decían: «¡Que viene el Tigre!» para silenciar a sus hijos cuando lloraban. Ahora Osawa llegaba a grandes zancadas, con los ojos y la nariz por delante de sus bigotes de felino.
—¿Está aquí el general Fuwa? —preguntó Osawa.
—Sí, señor, en el campamento.
—No me importaría visitarle en su campamento, pero éste es un sitio mejor para hablar. Que venga aquí de inmediato.
—Sí, señor.
El soldado se marchó corriendo.
Poco después, Fuwa Heishiro, seguido por el soldado y cinco o seis oficiales, se encaminó rápidamente a la orilla.
—¡El Tigre! —musitó Fuwa—. ¿Qué querrá ese hombre?
Su expresión malhumorada indicaba lo fatigosa que creía que iba a ser la entrevista.
—Gracias por haberos tomado la molestia de venir, general Fuwa.
—No es ninguna molestia. ¿En qué puedo ayudaros?
—Allí. —Osawa señaló la orilla opuesta.
—¿El enemigo en Sunomata?
—Así es. Sin duda los vigiláis noche y día.
—¡Desde luego! Por favor, tened la seguridad de que siempre estamos de guardia.
—Bien, aunque el castillo a mi mando esté río arriba, no estoy sólo interesado en la defensa de Unuma.
—Sí, por supuesto.
—De vez en cuando me embarco o camino por la orilla para ver cómo están las condiciones río abajo, y hoy, al pasar por ahí, me he llevado una sorpresa. Supongo que es demasiado tarde, pero cuando miro este campamento observo una notable despreocupación. ¿Qué pensáis hacer a estas alturas?
—¿Qué queréis decir con eso de que es demasiado tarde?
—Estoy diciendo que la construcción del castillo enemigo ha avanzado en un grado sorprendente. Parece ser que mientras mirabais con indiferencia desde esta orilla, el enemigo ha podido construir una segunda línea de terraplenes, acordonar unos cimientos y terminar cerca de la mitad de los muros de piedra.
Fuwa soltó un gruñido, irritado.
—¿No podría darse el caso de que los carpinteros estén ya preparando las maderas para la ciudadela en las montañas detrás de Sunomata? ¿Y no podría ser que ya lo hubieran terminado casi todo, desde el puente levadizo hasta las guarniciones interiores, por no mencionar el torreón y los muros? Así es como veo la situación.
—Hummm..., comprendo.
—Últimamente el enemigo debe de estar fatigado por la noche después de su actividad acelerada en la construcción durante el día, y han descuidado el emplazamiento de posiciones defensivas de cualquier clase. No sólo eso, sino que los obreros y artesanos, que sólo serían un impedimento en caso de lucha, están viviendo juntos con los soldados. Si efectuamos ahora un ataque general, cruzando el río a cubierto de la oscuridad, y atacamos por tres lados: río arriba, río abajo y a través del cauce, podríamos poner fin de raíz a lo que están haciendo. Pero si nos descuidamos, una de estas mañanas descubriremos al despertarnos que un castillo excelente ha aparecido de la noche a la mañana. No debemos permitir que nos cojan desprevenidos.
—En efecto.
—Entonces ¿estáis de acuerdo?
Fuwa se echó a reír.
—¡Por favor, general Osawa! ¿De veras me habéis hecho venir hasta aquí porque estáis preocupado por eso?
—Empezaba a dudar de que tuvierais ojos, y por eso he querido explicaros la situación aquí, en la orilla del río.
—¡Pues habéis ido demasiado lejos! Como comandante militar, sois notablemente superficial. Esta vez permito al enemigo que construya su castillo exactamente como lo desee. ¿No os dais cuenta?
—Eso es evidente. Supongo que os proponéis dejarles terminar el castillo y entonces atacar y utilizarlo como una posición para asegurar la supremacía de Mino sobre Owari.
—Así es.
—Estoy seguro de que tales son vuestras instrucciones, pero es una estrategia peligrosa cuando no sabéis contra quién os enfrentáis. No puedo quedarme al margen y contemplar la destrucción de nuestras tropas.
—¿Por qué habría de suponer esto la destrucción de nuestras tropas? No os comprendo.
—Limpiaos los oídos y escuchad atentamente los sonidos que provienen de la otra orilla. Así os daréis cuenta de lo avanzada que está la construcción del castillo. Hay ahí suficiente actividad para que todos los soldados también estén trabajando. Esta vez es diferente de las ocasiones anteriores, con Nobumori y Katsuie. Esta vez quien ostenta el bastón de mando es un hombre enérgico. Está claro que el mando ha recaído en un hombre de auténtico carácter, aunque sea de los Oda.
Fuwa dio rienda suelta a su risa, sujetándose el vientre, ridiculizando a Osawa por sobrestimar a sus adversarios. Aunque eran aliados y luchaban en el mismo bando, los dos hombres no pensaban del mismo modo. Osawa chascó ruidosamente la lengua bajo los bigotes de tigre.
—No tiene remedio. Bien, seguir adelante y reíos. Ya os enteraréis.
Tras esta última advertencia, el general pidió que le trajeran su caballo y se marchó indignado con sus servidores.
Parecía ser que en Mino había alguien con discernimiento. La predicción de Osawa Jirozaemon se reveló acertada antes de que hubieran transcurrido diez días. La construcción del castillo de Sunomata avanzó rápidamente en sólo tres noches.
Cuando los guardianes se levantaron por la mañana tras la tercera noche y miraron al otro lado del río, el castillo estaba casi terminado.
Fuwa se restregó las manos y dijo:
—¿Vamos a quitárselo?
Las tropas de Fuwa eran hábiles en el ataque nocturno y el vado de ríos. Tal como hicieran antes, se aproximaron a Sunomata en plena noche, con la intención de apoderarse del castillo mediante un ataque por sorpresa.
Pero esta vez la respuesta fue muy diferente. Tokichiro y sus ronin estaban preparados y les esperaban. Habían levantado el castillo con su sangre y su espíritu. ¿Creían los Saito que iban a cederlo? El estilo de lucha de los ronin era completamente heterodoxo.
Al contrario que los soldados de Nobumori y Katsuie, aquellos hombres eran como lobos. Durante la batalla, las embarcaciones de las fuerzas de Mino fueron empapadas en aceite y les prendieron fuego. Cuando Fuwa vio que sus hombres no llevaban ventaja, dio la orden de retirada. Pero cuando las palabras habían terminado de salir de su ronca garganta, ya era demasiado tarde.
Expulsados de los muros de piedra del castillo hacia la orilla del río, los soldados de Mino que lograron escapar dejaron detrás casi un millar de muertos. Un número de soldados cuyas balsas habían sido destruidas se vieron obligados a huir río arriba y abajo, pero los hombres de Hachisuka no estaban dispuestos a permitirlo. ¿Cómo podían las tropas de Mino burlar a unos ronin que estaban tan a sus anchas en terreno escabroso?
Tras una pausa en su ataque durante la noche, Fuwa duplicó sus fuerzas y atacó de nuevo Sunomata.
El banco de arena y el río estaban teñidos de sangre. Pero cuando salió el sol, la guarnición del castillo entonó una canción de victoria.
—¡Esta mañana el desayuno será mucho más sabroso!
El desesperado Fuwa planeó su tercer y definitivo asalto para aquella noche. Las tropas de Saito atacaron arriba y abajo del río. Más lejos, en el castillo de Unuma, los soldados de Osawa Jirozaemon fueron los únicos que no respondieron a la llamada para una ofensiva general. La batalla fue tan horrorosa que aquella noche incluso los ronin sufrieron fuertes bajas en las agitadas y turbias aguas del río, pero las fuerzas de Mino tuvieron que considerar la batalla como una derrota abrumadora.
Aquel año no hubo más ataques por sorpresa contra Mino. Entretanto Tokichiro casi completó la construcción restante en el interior y en las defensas exteriores del castillo de Sunomata. A principios del primer mes del año siguiente, acompañado por Koroku, visitó a Nobunaga para felicitarle por el Año Nuevo y presentarle su informe.
Durante su ausencia se habían producido grandes cambios. Habían adoptado el plan que él defendiera en otro tiempo: el castillo de Kiyosu, mal situado dadas las condiciones del terreno y el suministro de agua, había sido abandonado, y Nobunaga estaba trasladando su residencia al monte Komaki. Los lugareños también se mudaban para vivir con su señor, y estaban construyendo una ciudad floreciente al pie del monte Komaki coronado por el castillo.
Cuando Nobunaga recibió a Tokichiro en su nuevo castillo, le dijo:
—Te hice una promesa. Residirás en el castillo de Sunomata y aumento tu estipendio a quinientos kan.
Finalmente, en un estado de ánimo extraordinario al terminar la audiencia, Nobunaga impuso a su servidor un nuevo nombre. En lo sucesivo Tokichiro se llamaría Kinoshita Hideyoshi.
En principio Nobunaga le había prometido que, si podía levantar el castillo, sería suyo, pero cuando Hideyoshi regresó para informarle de que la obra se había completado, Nobunaga sólo le dijo que residiera allí y no mencionó para nada su posesión. Era casi lo mismo, pero Hideyoshi consideró el matiz como una indicación de que sus cualificaciones para ser el señor de un castillo aún no habían sido demostradas. Razonó así debido a la orden dada a Koroku (recientemente convertido en servidor del clan Oda por recomendación del propio Hideyoshi) para que sirviera en Sunomata como protector de Hideyoshi. En vez de guardar rencor a su señor por estas acciones, Hideyoshi se limitó a decir:
—Con toda humildad, señor, en vez de los quinientos kan de tierra que me habéis ofrecido, quisiera vuestro permiso para conquistar la misma cantidad de tierra de Mino.
Tras haber recibido el permiso de Nobunaga, regresó a Sunomata el séptimo día del nuevo año.
—Hemos levantado este castillo sin que resultara lesionado ninguno de los servidores de Su Señoría y sin usar un solo árbol o piedra de sus dominios. Tal vez podamos arrebatar también la tierra al enemigo y vivir gracias a un estipendio caído del cielo. ¿Qué te parece, Hikoemon?
Koroku había prescindido de su nombre anterior y, a partir de Año Nuevo, lo había cambiado por el de Hikoemon.
—Eso sería interesante —replicó.
Ahora su entrega a Hideyoshi era total, se comportaba como si fuese su servidor y había olvidado por completo su relación anterior.
Aprovechando las oportunidades que se presentaban, Hideyoshi envió soldados para atacar las regiones vecinas. Por supuesto, las tierras de las que tomaba posesión anteriormente habían formado parte de Mino. Las tierras que Nobunaga le había ofrecido valían quinientos kan, pero las que conquistó superaban el millar.
Cuando Nobunaga lo supo, comentó con una sonrisa forzada:
—Ese Mono se bastaría por sí solo para conquistar toda la provincia de Mino. Desde luego, hay personas en este mundo que nunca se quejan.
Sunomata estaba protegido y Nobunaga tenía la sensación de que ya se había apoderado de todo Mino, pero aun cuando habían conseguido ocupar esa provincia, el territorio de los Saito, que estaba separado de Owari por el río Kiso, continuaba intacto.