Taiko (60 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—¿Cómo? ¿El señor Hanbei ha dicho que me recibiría?

Hideyoshi regresó apresuradamente con Kokuma, pero sólo Oyu, la hermana de Hanbei, les estaba esperando.

—A mi hermano le ha impresionado tanto vuestra sinceridad que ha dicho que estaría mal no recibiros, pero no esta noche. Hoy está en cama a causa de la lluvia, pero ha dicho que volváis otro día, cuando os envíe un mensaje.

Hideyoshi pensó que tal vez la joven se había compadecido de él y, después de que se marchara, rogó por él a su hermano mayor.

—Cuando quiera que me envíe recado, estaré dispuesto.

—¿Dónde os alojáis?

—Al pie de la montaña, en casa de Moemon, una granja cerca de un gran olmo en la aldea de Nangu.

—Bien, recibiréis aviso cuando el tiempo aclare.

—Estaré esperando.

—Debe de hacer frío y estáis empapado por la lluvia. Por lo menos secaos la ropa junto al fuego de la choza y os daré algo de comer antes de que os vayáis.

—No, gracias, dejémoslo para otro día. Hoy ya me marcho.

Hideyoshi echó a andar a grandes zancadas bajo la lluvia, cuesta abajo.

Llovió durante todo el día siguiente, y al otro el monte Kurihara seguía envuelto en nubes blancas y no llegó ningún mensajero. Por fin el cielo se despejó y los colores de la montaña aparecieron totalmente renovados. Las primeras hojas otoñales de los zumaques y los árboles de la laca se habían vuelto de un rojo brillante.

Aquella mañana Kokuma llegó al portal de Moemon conduciendo una vaca.

—¡Eh, señor! —gritó—. ¡He venido a invitaros! Mi maestro me ha pedido que os guíe a la casa. Y como hoy sois un invitado, os he traído una montura.

Tras decirle esto, le entregó una invitación de Hanbei. Hideyoshi la abrió y leyó:

Curiosamente, habéis acudido a visitar con frecuencia a este hombre debilitado que se ha retirado en la montaña. Aunque me resulta difícil acceder a vuestra petición, os ruego que vengáis a tomar un cuenco de té puro.

Estas palabras parecían un poco altivas. Hideyoshi comprendió que Hanbei era un hombre bastante insociable incluso antes de verle cara a cara.

Montó a horcajadas en el lomo de la vaca.

—Bueno —le dijo a Kokuma—, puesto que me has traído un medio de transporte, vamos allá.

El chiquillo se volvió hacia la montaña y echó a andar. El cielo otoñal alrededor de los montes Kurihara y Nangu estaba despejado. Era la primera vez desde su llegada al pie de las montañas que Hideyoshi podía verlas tan claramente.

Cuando se aproximaban a la entrada en el muro de tierra, vieron allí a una hermosa joven con una expresión expectante. Era Oyu, la cual se había vestido y arreglado con más cuidado que de costumbre.

—Ah, no deberías haberte tomado la molestia —le dijo Hideyoshi, apresurándose a saltar del lomo de la vaca.

Una vez dentro de la casa, le dejaron a solas en una habitación. El murmullo del agua parecía limpiarle los oídos. El viento agitaba las cañas de bambú que rozaban la ventana. Aquello tenía ciertamente todo el aspecto de un tranquilo retiro en la montaña. En un hueco enmarcado por columnas de pino y con ásperas paredes de arcilla colgaba un pergamino en el que un sacerdote Zen había pintado el ideograma de la palabra «sueño».

Hideyoshi se preguntó cómo podía Hanbei estar allí sin aburrirse mortalmente. Le intrigaban sobremanera los pensamientos del hombre que vivía en semejante lugar, y pensó que él sería incapaz de permanecer entre aquellos muros más de tres días. Incluso durante el tiempo que estuvo a solas no supo qué hacer consigo mismo. Aunque le sosegaban los cantos de los pájaros y los susurros de los pinos, su mente había volado a Sunomata y luego ido al monte Komaki, mientras su sangre hervía con los vientos y las nubes de la época. Hideyoshi estaba totalmente desacostumbrado a aquella clase de paz.

—Perdonadme por haberos hecho esperar —dijo a sus espaldas la voz de un hombre joven.

Hanbei estaba allí. Hideyoshi ya sabía que era joven, pero al oír su voz este hecho le impresionó todavía más. Su anfitrión tomó asiento, dejándole el lugar de honor.

Hideyoshi habló apresuradamente, comenzando con una salutación formal.

—Soy un servidor del clan Oda. Me llamo Kinoshita Hideyoshi.

Hanbei le interrumpió en un tono suave.

—¿No creéis que podemos omitir las rígidas formalidades? Desde luego, ésa no ha sido mi intención al invitaros hoy a venir.

Hideyoshi tuvo la sensación de que esa réplica ya le había colocado en desventaja. La táctica de apertura que siempre empleaba con sus interlocutores ya había sido utilizada con él por su interlocutor.

—Soy Takenaka Hanbei, el señor de esta cabaña. Es un honor teneros hoy aquí.

—No, me temo que he sido muy obstinado al presentarme ante vuestra puerta y os he importunado mucho.

Hanbei se echó a reír.

—A decir verdad, habéis sido un verdadero fastidio. Pero ahora que nos vemos, debo decir que es un alivio recibir a un invitado de vez en cuando. Acomodaos, por favor. A propósito, mi honorable visitante, ¿en qué consiste esa búsqueda que os ha hecho subir hasta mi cabaña? La gente dice que en las montañas no hay más que el trinar de los pájaros.

Había ocupado un asiento más bajo que el de su invitado, pero sus ojos tenían una expresión regocijada y parecía divertido por aquel hombre que se presentaba como salido de la nada. Hideyoshi le observaba atentamente. Desde luego, el físico de Hanbei no parecía muy robusto. Tenía la piel fláccida y el rostro pálido, pero era apuesto, y el color rojo de su boca era especialmente llamativo.

En conjunto, su porte debía de ser el resultado de una buena crianza. Sus ademanes eran sosegados, hablaba despacio y con una sonrisa, pero existía la duda de que la superficie de aquel ser humano llegara a manifestar la verdad subyacente, de la misma manera que, por ejemplo, hoy la montaña parecía lo bastante apacible para pasear por ella sin la menor preocupación, pero el otro día una tormenta atronaba en el valle y el viento era tan fuerte que los árboles parecían aullar.

—Veréis, de hecho,.. —Hideyoshi sonrió brevemente y enderezó un poco los hombros—. He venido a veros por orden del señor Nobunaga. ¿No vais a bajar de esta montaña? El mundo no permitirá que un hombre de vuestras capacidades lleve una vida ociosa en las montañas desde una edad tan temprana. Un día u otro tendréis que servir como samurai. Y cuando llegue ese día, ¿a quién serviréis si no es al señor Nobunaga? Así pues, he venido para animaros a que sirváis al clan Oda. ¿No tenéis la sensación de estar una vez más entre las nubes de la guerra?

Hanbei se limitó a escucharle y sonreír misteriosamente. A pesar de su facilidad verbal, Hideyoshi notaba que aquella clase de adversario disminuía de un modo considerable su entusiasmo. El hombre era como un sauce bajo el viento. Era imposible saber si atendía a lo que le estaban diciendo o no. Hideyoshi guardó silencio y esperó sumisamente la respuesta. Se comportó hasta el mismo fin como una hoja de papel en blanco, enfrentándose a aquel hombre sin estratagema ni afectación algunas.

Durante ese tiempo soplaba en la estancia una brisa ligera, debida al abanico que manipulaba Hanbei, el cual había colocado previamente tres trozos de carbón en un braserillo y, tras dejar las tenazas, abanicaba el brasero lo suficiente para encender el fuego sin levantar las cenizas. El agua de la tetera había empezado a hervir. Entretanto Hanbei había cogido la servilleta usada para la ceremonia del té y limpiado los pequeños cuencos para los dos. Parecía como si fuese capaz de juzgar la temperatura del agua por el sonido de su hervor. Era un hombre airoso y aparentemente sin tacha, pero muy pausado.

Hideyoshi notaba que los pies se le empezaban a dormir, pero le costaba encontrar una oportunidad para seguir hablando y, antes de que se diera cuenta, lo que había expresado con tanto detalle había salido volando en la dirección del viento entre los pinos. Parecía que nada quedaba en los oídos de Hanbei.

—Quisiera saber si tenéis algo que decir respecto a las cosas de las que acabo de hablaros. Estoy seguro de que aludir a vuestra recompensa, tanto en estipendio como en rango, e intentar atraeros con dinero, no es la manera adecuada de apresurar vuestro regreso del retiro, por lo que no voy a mencionar tales cosas. Ahora bien, es cierto que Owari es una provincia pequeña, pero va a controlar la nación en el futuro porque nadie excepto mi señor tiene la capacidad para hacerlo. Así pues, es un derroche que viváis recluido en las montañas cuando reina el caos en este mundo. Deberíais bajar por el bien de la nación.

Su anfitrión se volvió repentinamente hacia él mientras hablaba, y Hideyoshi retuvo el aliento sin darse cuenta, pero Hanbei le ofreció un cuenco de té.

—Tomad un poco de té —le dijo.

Entonces, tomando a su vez un cuenco, Hanbei sorbió el té casi como si lamiera el recipiente y lo saboreó varias veces, como si no hubiera absolutamente nada más en sus pensamientos.

—Mi honorable invitado...

—Decidme.

—¿Os gustan las orquídeas? En primavera son hermosas, pero en otoño también son muy bonitas.

—¡Las orquídeas! ¿Qué queréis decir con eso?

—Me refiero a las flores. Cuando uno se interna tres o cuatro leguas en la montaña, en los precipicios y los riscos hay orquídeas que retienen el rocío de los tiempos antiguos. Le pediré a mi sirviente, Kokuma, que coja una y la plante en un tiesto. ¿Os gustaría verla?

—No... —Hideyoshi hizo una pausa, titubeante—. No tengo ocasión de contemplar orquídeas.

—¿Ah, no?

—Confío en poder hacerlo algún día, pero el hecho de que mis sueños corran al campo de batalla incluso cuando estoy en casa prueba que soy todavía un joven impetuoso. No soy más que un humilde servidor del clan Oda y no comprendo los sentimientos de los hombres ociosos.

—Bien, eso no está falto de razón. Pero ¿no creéis que es un despilfarro personal para un hombre como vos estar tan atareado en la búsqueda de fama y beneficios? La vida en las montañas tiene un profundo significado. ¿Por qué no abandonáis Sunomata y venís a construiros una choza en esta montaña?

«¿No es la franqueza lo mismo que la estupidez? Y en última instancia, ¿no equivale la carencia de estrategia a la falta de sabiduría? Tal vez la sinceridad por sí sola no basta para llamar a la puerta del corazón humano. No lo entiendo.» Así pensaba Hideyoshi mientras bajaba en silencio la montaña. Sus esfuerzos habían sido infructuosos. Su visita a la casa de Hanbei había sido inútil. Lleno de indignación, se volvió y miró atrás. Ahora no sentía más que enojo, no tenía ningún remordimiento. Había sido despedido cortésmente tras su primera entrevista. Pensó que tal vez no volvería a ver a Hanbei, y se dijo que no, que la próxima vez examinaría su cabeza cuando la depositaran ante su escabel de campaña en el campo de batalla. Se prometió que así sería mientras se mordía el labio. ¿Cuántas veces había recorrido aquel camino con la cabeza baja, mostrando una cortesía perfecta y ocultando su vergüenza? Ahora el camino sólo le irritaba. Se volvió de nuevo.

—¡Eres un gusano! —gritó con la desesperación de la impotencia.

Tal vez recordaba el rostro pálido y el cuerpo enfermizo de Hanbei. La misma cólera que sentía le hizo apretar el paso. Entonces, al doblar una curva del camino en cuyo lado exterior había un precipicio, de repente pareció recordar algo que había reprimido desde que salió de la casa de Hanbei. Se detuvo y, desde lo alto del precipicio, orinó en el valle que se extendía debajo. El chorro arqueado se convirtió en una neblina susurrante a medio camino hacia el suelo. Hideyoshi se concentró en lo que estaba haciendo, pero cuando hubo terminado exclamó: «¡Basta de quejas!». Entonces apretó el paso todavía más y bajó velozmente hasta el pie de la montaña.

Una vez en casa de Moemon, le dijo a Saya:

—Este viaje ha resultado inesperadamente demasiado largo. Mañana nos levantaremos temprano para volver a casa.

Como el aspecto de su señor era tan enérgico, Saya pensó que la entrevista con Hanbei debía de haber ido bien y se alegró mucho. Hideyoshi y Saya pasaron la velada con Moemon y su familia, y luego se retiraron a dormir. Hideyoshi concilio el sueño sin pensar en nada. A Saya le sorprendieron tanto los ronquidos de su señor que de vez en cuando abría los ojos, pero al pensar en ello comprendió que la preocupación y la fatiga física de ascender a diario el monte Kurihara debían de haber sido considerables, e incluso él se sintió conmovido.

Pensó que el intento de triunfar, aunque sólo fuese un poco, debía de ser algo extraordinario, pero no tenía idea de que los esfuerzos de su amo habían terminado en un fracaso. Antes de que amaneciera, Hideyoshi ya estaba terminando sus preparativos de viaje. El rocío cubría el suelo cuando salieron del pueblo. Sin duda muchas de las familias aún dormían profundamente.

—Espera, Saya.

Hideyoshi se detuvo de súbito y se quedó un rato inmóvil de cara al sol naciente. El monte Kurihara aún estaba a oscuras por encima del mar de bruma matinal. Detrás de las montañas, el sol en ascenso coloreaba brillantemente las nubes pasajeras.

—No, estaba equivocado —musitó Hideyoshi—. He venido para persuadir a una persona a la que es muy difícil persuadir, pero esa característica suya es natural. Tal vez mi propia sinceridad es todavía insuficiente. ¿Cómo puedo lograr grandes cosas con tal estrechez de miras?

Giró sobre sus talones y le dijo a Saya:

—Voy a subir una vez más al monte Kurihara. Tú regresa primero.

Tras decir esto se alejó bruscamente por el camino, a paso vivo, atravesando la niebla matinal en las cuestas de la montaña. Así pues, subió de nuevo la ladera y no tardó mucho en llegar a la mitad del monte. Cuando estaba en el borde de un ancho y herboso pantano cercano a la casa de Hanbei, oyó una voz que le llamaba desde cierta distancia.

Era Oyu, y estaba en compañía de Kokuma. La muchacha tenía un cesto con hierbas colgado del brazo y montaba la vaca, cuyas riendas sujetaba Kokuma.

—Vaya, qué sorpresa. Vuestro empeño es asombroso, señor. Hasta mi maestro ha dicho que habéis tenido suficiente y que probablemente no volveríais por aquí.

Oyu desmontó del lomo de la vaca y le saludó como de costumbre, pero Kokuma se dirigió a él en tono suplicante.

—Por favor, señor, no vayáis hoy. Ha dicho que anoche tuvo fiebre por haber hablado con vos durante largo tiempo. Incluso esta mañana su estado de ánimo era horrible y me ha reñido.

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