Taiko (121 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—Con esto puedo marcharme sin pesar. —Sozo apuró la taza que había recibido y sonrió a sus hermanos menores. Entonces se volvió hacia Katsuyori y su esposa—. Esta vez vuestro infortunio se debe por entero a la deserción de vuestros parientes. Debe de ser terrible y perturbador tanto para vos, mi señor, como para vuestra esposa tener que pasar por esto sin saber lo que había en los corazones de la gente. Pero el mundo no está lleno sólo de personas como las que os han traicionado. Aquí, por lo menos en vuestros momentos finales, cuantos estamos con vos somos un mismo corazón y cuerpo. Ahora podéis creer en el hombre y el mundo, y cruzar los portales de la muerte con donaire y serenidad de ánimo.

Sozo se irguió y fue hacia su esposa, que estaba acompañada por sus damas.

De repente se oyó el chillido desgarrador de un niño y Katsuyori gritó frenéticamente:

—¡Sozo! ¿Qué has hecho?

Sozo había atravesado con su espada y muerto a su hijo de cuatro años ante los ojos de su esposa, la cual estaba llorando. Si dejar siquiera a un lado la hoja ensangrentada, Sozo se postró a cierta distancia de Katsuyori.

—Como prueba de lo que acabo de declararos, he enviado por delante a mi hijo en el camino de la muerte. De lo contrario, sin duda habría sido un estorbo. Mi señor, voy a acompañaros, y tanto si soy el primero como el último, será tan sólo un instante.

Qué triste es ver las flores

cuya caída era segura

partir antes que yo,

sin que quede una sola

hasta el fin de la primavera.

Cubriéndose el rostro con las mangas, la esposa de Katsuyori entonó estos versos y lloró patéticamente. Una de sus damas de honor reprimió el llanto y continuó:

Cuando florecieron,

su número era incontable,

pero al final de la primavera

cayeron sin que una sola quedara atrás.

Todavía no se había apagado el eco de su voz cuando varias mujeres desenvainaron sus dagas y se atravesaron los pechos o cortaron las gargantas; la sangre fluía a raudales empapando sus negras cabelleras. De repente se oyó el zumbido cercano de una flecha, y pronto otras flechas cayeron al suelo a su alrededor. A lo lejos se oían los ecos de las armas de fuego.

—¡Han llegado!

—¡Preparaos, mi señor!

Los guerreros se levantaron al mismo tiempo. Katsuyori miró a su hijo, indagando la resolución de Taro.

—¿Estás dispuesto?

Taro inclinó la cabeza y se levantó.

—Estoy dispuesto a morir aquí mismo a vuestro lado —respondió.

—Entonces esto es una despedida.

Padre e hijo parecían dispuestos a precipitarse contra el enemigo, pero la esposa de Katsuyori les gritó desde atrás.

—Partiré antes que vosotros.

Katsuyori se quedó inmóvil y miró fijamente a su mujer. Ésta, con una espada corta en la mano, alzó la cabeza y cerró los ojos. Su rostro era puro y blanco como la luna que se alzaba sobre el borde de la montaña. Entonó serenamente unos versos del sutra del Loto, que le había encantado recitar en el pasado.

—¡Tsuchiya! ¡Tsuchiya! —gritó Katsuyori.

—¿Mi señor?

—Ayúdala.

Pero la esposa de Katsuyori no aguardó a la hoja del hombre y empujó su propia daga dentro de la boca mientras recitaba el sutra.

En el instante en que la mujer cayó de bruces, una de sus servidoras empezó a alentar a las demás.

—Su Señoría ha partido antes que nosotras. Ninguna debe retrasarse en acompañarla por el camino de la muerte.

Tras decir esto, se abrió la garganta con su daga y cayó.

—Es la hora.

Llorando y llamándose unas a otras, las cincuenta mujeres restantes pronto estuvieron diseminadas como flores en un jardín azotado por una tormenta invernal. Unas yacían de costado, otras de bruces, algunas se atravesaban con sus aceros mientras estaban fundidas en un abrazo con una compañera. En medio de esta escena patética, se oían los lloros de los niños que aún no estaban destetados o eran demasiado pequeños para abandonar el regazo de su madre.

Desesperadamente, Sozo montó a cuatro mujeres y los niños que tenían en brazos a lomos de caballo y las ató a las sillas.

—No consideraré una deslealtad que no muráis aquí. Si lográis salir con vida, criad a vuestros hijos y haced que celebren servicios fúnebres por el lastimoso clan de su antiguo señor.

Hablando así a las madres que lloraban desconsoladas, Sozo golpeó bruscamente a los caballos con el asta de su lanza y los animales partieron al galope. Los lloros y lamentos de mujeres y niños fueron extinguiéndose en la distancia hasta desaparecer.

Entonces Sozo se volvió hacia sus hermanos menores.

—Bien, vámonos.

Por entonces veían ya los rostros de los soldados de Oda que subían por la ladera. Katsuyori y su hijo estaban rodeados por el enemigo. Cuando Sozo corrió a su lado para ayudarles, vio que uno de los servidores de su señor huía corriendo en la dirección contraria.

—¡Traidor! —gritó Sozo, persiguiéndole—. ¿Adonde vas?

Atravesó al hombre por la espalda. Entonces, limpiando la sangre de su espada, se abalanzó contra el enemigo.

—¡Dame otro arco! ¡Sozo, dame otro arco!

Katsuyori ya había roto dos veces la cuerda de su arco, y se hizo con uno nuevo. Sozo permanecía junto a su señor, cubriéndole lo mejor que podía. Cuando Katsuyori hubo disparado todas sus flechas, arrojó el arco al suelo y cogió una alabarda, blandiéndola como si fuese una espada larga. Por entonces el enemigo estaba delante de él, y la lucha con hojas desnudas no duraría más que un momento.

—¡Esto es el fin!

—¡Señor Katsuyori! ¡Señor Taro! ¡Voy a precederos!

Los restantes hombres de Takeda se llamaban unos a otros mientras se daban muerte. La armadura de Katsuyori estaba cubierta de sangre.

—¡Taro! —gritó, pero su propia sangre le empañaba la visión. Todos los hombres que le rodeaban parecían el enemigo.

—¡Mi señor! ¡Todavía estoy aquí! ¡Sozo sigue a vuestro lado!

—Sozo, rápido..., voy a hacerme el seppuku.

Apoyándose en el hombro de su servidor, Katsuyori retrocedió unos cien pasos. Se arrodilló, pero como había recibido tantas heridas de lanza y flecha tenía las manos inutilizadas. Cuanto más se apresuraba, menos podía moverlas.

—¡Perdonadme!

Incapaz de seguir contemplando su sufrimiento, Sozo actuó rápidamente como asistente y cortó la cabeza de su señor. Katsuyori cayó hacia delante y Sozo cogió la cabeza y la alzó, gimiendo de dolor.

Sozo tendió la cabeza de Katsuyori a su hermano de dieciocho años y le ordenó que la cogiera y huyese, pero el joven, con el rostro cubierto por las lágrimas, declaró que moriría con su hermano pasara lo que pasase.

—¡Necio! ¡Vete ya!

Sozo le dio un empujón para que se alejara, pero ya era demasiado tarde. Los soldados enemigos eran como un anillo de hierro a su alrededor. Los hermanos Tsuchiya murieron gloriosamente bajo las numerosas espadas y lanzas que los herían.

El segundo hermano había permanecido con el hijo de Katsuyori desde el principio hasta el fin. El joven señor y el servidor también fueron atacados y murieron al mismo tiempo. Taro era considerado un joven apuesto, e incluso el autor de Las crónicas de Nobunaga, que no mostró ninguna simpatía al describir la muerte del clan de los Takeda, alabó su muerte hermosa e incondicional.

Como sólo tenía quince años y procedía de una familia ilustre, el rostro de Taro era muy refinado y su piel blanca como la nieve. Había superado a otros en hombría, se había mostrado reacio a manchar el nombre de la familia y había mantenido el ánimo hasta la muerte de su padre. Nadie creía que sus acciones pudieran igualarse.

A la hora de la serpiente había terminado todo. De esta manera el clan de los Takeda llegó a su final.

***

Los soldados de Oda que, tras atacar Kiso e Ina, se habían reunido en Suwa, ocuparon finalmente la ciudad. Los aposentos de Nobunaga estaban situados en el templo Hoyo, el cual se había convertido ahora en el cuartel general para toda la campaña. El día veintinueve de aquel mes se expuso en la puerta del templo la lista de recompensas que serían distribuidas a las tropas, y al día siguiente Nobunaga se reunió con sus generales y celebraron sus victorias con un banquete.

—Parece ser que hoy habéis bebido mucho, señor Mitsuhide —le dijo Takigawa Kazumasu a su vecino—. Creo que eso es muy raro en vos.

—Estoy borracho, pero ¿qué le voy a hacer?

Mitsuhide parecía completamente ebrio, algo que era del todo desacostumbrado en él. Su cara, que a Nobunaga le gustaba comparar con una naranja china, era de un rojo brillante hasta la misma línea en retroceso del cabello.

—¿Qué tal si tomamos otra taza? —Tras insistir a Kazumasu para que bebiera más, Mitsuhide siguió hablando con una jovialidad excesiva—. No solemos experimentar ocasiones felices como la de hoy, aunque vivamos largo tiempo. Pensad en ello. Hemos conseguido resultados al cabo de tantos años de penosos esfuerzos, no sólo al otro lado de estas paredes, ni siquiera en todo Suwa, sino que ahora Kai y Shinano están enterradas bajo las banderas y estandartes de nuestros aliados. El deseo que hemos acariciado durante tantos años se está realizando ante nuestros ojos.

Su tono no era muy alto, como de costumbre, pero todos los presentes podían oír con claridad sus palabras. Los que estaban hablando ruidosamente guardaban silencio y sus miradas iban y venían entre Nobunaga y Mitsuhide.

Nobunaga miraba fijamente la cabeza calva de Mitsuhide. Hay ocasiones en que los ojos demasiados perceptivos descubren un desdichado estado de cosas en el que habría sido mejor no reparar, lo cual provoca unos desastres innecesarios. Nobunaga percibía a Mitsuhide de esa manera desde hacía dos días. El hombre hacía lo posible por adoptar un talante animado y locuaz que no le cuadraba en absoluto, y Nobunaga no creía que tuviera ninguna buena razón para hacer tal cosa. Sin embargo, existía una razón que apoyaba el punto de vista de Nobunaga, y era la de que había excluido adrede a Mitsuhide de la distribución de recompensas.

Quedar al margen de la distribución de recompensas causaba al guerrero una profunda aflicción, y su vergüenza por ser un hombre sin mérito era peor que el mismo desaire. Mitsuhide no había mostrado en absoluto ese desaliento. Por el contrario, se mezclaba con los demás generales, hablaba alegremente y su rostro era risueño.

Semejante actitud no podía ser sincera. Mitsuhide nunca se franqueaba y su carácter no inspiraba mucho afecto. ¿Por qué no gruñía aunque fuese una sola vez? Cuanto más le miraba Nobunaga, más severo se tornaba su semblante. Su estado de embriaguez probablemente intensificaba esa sensación, pero su reacción había sido inconsciente. Hideyoshi estaba ausente, pero si Nobunaga le hubiera estado mirando a él en lugar de a Mitsuhide, no habría habido ningún peligro de provocar tales emociones. Ni siquiera cuando miraba a Ieyasu se ponía de tan mal temple. Pero cuando sus ojos se posaron en la cabeza rala de Mitsuhide, sufrieron un cambio repentino. No siempre había sido así, y no sabía con certeza cuándo se había producido el cambio.

Sin embargo, no se trataba de un cambio repentino en un momento determinado o una ocasión concreta. En realidad, si uno indagaba en el tiempo, llegaba a un período en el que, debido a un exceso de gratitud, Nobunaga regaló a Mitsuhide el castillo de Sakamoto, le concedió el castillo de Kameyama, dispuso la boda de su hija y, finalmente, puso bajo su mando una provincia que rentaba quinientas mil fanegas de arroz.

Este tratamiento fue amable en exceso, pero poco después de haberse portado así, la percepción que Nobunaga tenía de Mitsuhide había empezado a cambiar. Y existía una sola causa clara: el hecho de que el porte y el carácter de Mitsuhide no mostraban la menor voluntad de cambio. Cuando Nobunaga miraba la despejada y brillante frente de aquella «cabeza de naranja china» que nunca, bajo ninguna circunstancia, se equivocaba, sus emociones se concentraban en lo que percibía como el aspecto hediondo del carácter de Mitsuhide, y surgían en él unos sentimientos perversos, casi abrasadores.

Así pues, no se trataba sencillamente de que Nobunaga mirase a alguien malhumorado, sino que el mismo Mitsuhide había instigado la situación. Uno podía ver que la perversidad de Nobunaga se manifestaba en sus palabras y su expresión en el mismo grado en que brillaba la capacidad razonadora de Mitsuhide. Para ser justos, sería como juzgar cuál de las dos manos aplaude primero, si la derecha o la izquierda. Sea como fuere, Mitsuhide estaba ahora charlando con Takigawa Kazumasu, y los ojos fijos en él no tenían precisamente una expresión risueña.

—¡Eh, cabeza de naranja china!

Mitsuhide se contuvo y postró a los pies de Nobunaga. Notó que las frías varillas de un abanico le golpeaban ligeramente dos o tres veces en la nuca.

—¿Sí, mi señor?

El color de Mitsuhide, su borrachera e incluso el brillo de su frente se desvanecieron de repente y adoptó el color de la arcilla.

—Sal de aquí.

El abanico de Nobunaga se alzó de su nuca, pero el abanico que señalaba el corredor parecía una espada.

—No sé qué he hecho, pero si os he ofendido, mi señor, así como a quienes os acompañan, no estoy seguro de dónde debo ir. Por favor, criticad sin reservas el error que haya podido cometer. No me importa que me reprendáis aquí.

Mientras se disculpaba humildemente permaneció postrado, y luego se deslizó con discreción por el suelo y salió a la ancha terraza.

Nobunaga le siguió. Los hombres que estaban en la sala, intrigados por lo que ocurría, recobraron en seguida la sobriedad y notaron de repente sequedad en sus bocas. Al oír el eco de un ruido sordo en el suelo de madera de la terraza, incluso los generales que habían desviado la vista del lastimoso Mitsuhide miraron de nuevo sobresaltados lo que sucedía fuera de la sala.

Nobunaga había arrojado su abanico al suelo. Los generales vieron que tenía a Mitsuhide agarrado por el cogote, y cada vez que el pobre hombre trataba de alzar la cabeza para decir algo, su señor le daba un brusco empujón, golpeándola contra la balaustrada de la terraza.

—¿Qué has dicho? ¿Qué acabas de decir? Algo sobre los resultados que hemos obtenido después de nuestros esfuerzos y la dicha de este día, y que el ejército del clan Oda domina Kai. Decías algo así, ¿verdad?

—Sí..., es cierto.

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