Taiko (133 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—¿Va a venir Shoha? —preguntó Mitsuhide al monje. Cuando Gyoyu replicó que el famoso poeta ya estaba allí esperándole, Mitsuhide exclamó—: ¿Cómo? ¿Ya está aquí? Bien, eso es perfecto. ¿Ha traído a otros poetas de la capital?

—Parece ser que el maestro Shoha ha tenido muy poco tiempo para prepararse. Ayer por la noche recibió vuestra invitación y todos aquellos a los que intentó invitar no podían acudir con tanto apremio. Junto con su hijo, Shinzen, sólo ha podido venir con otros dos: un discípulo llamado Kennyo y un pariente que se llama Shoshitsu.

—¿De veras? —Mitsuhide se echó a reír—. ¿Se ha quejado? Sabía que era una petición irracional, pero tras haberle honrado una y otra vez enviándole palanquines y escoltas, esta vez me ha parecido que sería mucho más elegante, y también más grato, que fuese él quien se tomara la molestia de venir a mi encuentro. Por eso le he invitado aquí tan de repente. Pero tal como cabía esperar, Shoha no ha fingido enfermedad y se ha encaminado en seguida montaña arriba.

Con los dos monjes caminando delante y sus ayudantes detrás, Mitsuhide subió un tramo de altos escalones de piedra. Cuando parecía que habría un trecho de terreno llano para caminar un rato, las escaleras aparecían de nuevo. Mientras subían, el color verde oscuro de los cipreses se intensificaba más, y el violeta oscuro del cielo veraniego avanzaba hacia la oscuridad nocturna. Notaban que la noche se aproximaba con rapidez. A cada escalón que subían su piel percibía el súbito descenso de la temperatura. En la cima hacía mucho más frío que al pie de la montaña.

—El maestro Shoha os envía sus disculpas —le dijo Gyoyu a Mitsuhide cuando llegaron a la sala de invitados del templo—. Habría venido a recibiros, pero como creía que probablemente rezaríais primero en los templos y santuarios del camino, ha dicho que os saludaría después de vuestras devociones.

Mitsuhide asintió en silencio. Entonces, tras beber una taza de agua, pidió un guía.

—Antes que nada quisiera ofrecer una plegaria a la deidad patrona y luego, mientras quede luz, visitaré el santuario Atago.

El sacerdote del santuario le precedió por un sendero pulcramente barrido. Subió los escalones del santuario exterior y encendió las velas sagradas. Mitsuhide hizo una reverencia y oró durante algún tiempo. Por tres veces el sacerdote agitó una rama del árbol sagrado sobre la cabeza de Mitsuhide, y entonces le ofreció una taza de barro que contenía sake sagrado.

—Tengo entendido que este santuario está dedicado al dios del fuego. ¿Es eso cierto? —preguntó luego Mitsuhide.

—Es cierto, mi señor —replicó el sacerdote.

—Y también he oído decir que si uno reza a este dios y se abstiene de usar fuego, sus plegarias serán atendidas.

—Así ha sido desde los tiempos antiguos. —El sacerdote evitaba dar una respuesta clara a la pregunta, y se la devolvió a Mitsuhide—: ¿Cuándo se originaría esa tradición?

Entonces, cambiando de tema, se puso a hablar de la historia del santuario.

Aburrido por el monólogo del sacerdote, Mitsuhide contempló las lámparas sagradas en el templo exterior. Finalmente se levantó en silencio y bajó las escaleras. Ya era de noche cuando llegaron al santuario Atago. Dejando a los sacerdotes, se dirigió solo al cercano templo del shogun Jizo. Allí comprobó la fortuna que le reservaba el futuro. La primera varilla que extrajo predecía mala suerte. Probó de nuevo y en la siguiente varilla también decía «mala suerte». Mitsuhide permaneció un momento inmóvil, silencioso como una piedra. Cogió la caja que contenía las varillas, se la llevó con reverencia a la frente y extrajo una tercera varilla. Esta vez la respuesta decía: «Grande y buena suerte».

Mitsuhide dio la vuelta y regresó junto a los ayudantes que le esperaban. Le habían observado desde lejos mientras sacaba las varillas de la suerte, imaginando que sólo se entregaba a un capricho. Al fin y al cabo, Mitsuhide se enorgullecía de su intelecto por encima de todo, era un hombre racional, no la clase de persona que usaría la adivinación para decidir algo.

***

Las llamas oscilantes de los farolillos en la sala de invitados brillaban a través de las hojas tiernas. Shoha y sus compañeros poetas se pasarían la noche moliendo el polvo de tinta en las piedras mientras escribían sus versos.

La velada comenzó con un banquete cuyo invitado de honor era Mitsuhide. Los invitados bromearon, rieron y tomaron muchas rondas de sake, y su conversación les absorbió tanto que parecían haberse olvidado por completo de la poesía.

—Las noches de verano son cortas —anunció su anfitrión, el abad—. Se está haciendo tarde y me temo que será de día antes de que terminemos nuestro centenar de versos eslabonados.

En otra habitación habían dispuesto esterillas. Delante de cada cojín había papel y un tintero, como para estimular a los participantes a escribir versos elegantes.

Tanto Shoha como Shoshitsu eran buenos poetas. El primero contaba con el afecto de Nobunaga y tenía amistosas relaciones con Hideyoshi y el principal maestro del té de la época. Era un hombre con un gran círculo de conocidos.

—Bien, mi señor, podéis darnos el primer verso —solicitó Shoha.

Sin embargo, Mitsuhide no tocó el papel que tenía ante él. Su codo seguía en el apoyabrazos, y parecía contemplar la oscuridad del jardín donde se agitaban las hojas.

—Parece que os estáis devanando los sesos en busca del primer verso, mi señor —bromeó Shoha.

Mitsuhide tomó el pincel y escribió:

Todo el país sabe

que ahora es el momento,

en el quinto mes.

En una fiesta como aquella, una vez compuesto el primer verso, los participantes añadían versos por turno, hasta haber compuesto entre cincuenta a cien estrofas. La fiesta había comenzado con un verso de Mitsuhide. El verso final que unía la obra también fue compuesto por Mitsuhide:

Es hora de que las provincias

estén en paz.

Después de que los monjes extinguieran las llamas de los farolillos y se retirasen, Mitsuhide pareció dormirse en seguida. Cuando apoyó la cabeza en la almohada, el viento de la montaña agitaba los árboles y aullaba entre los aleros de los tejados, de un modo tan extraño como si aquel monstruo mítico de larga nariz, Tengu, lanzara un grito terrible. De improviso Mitsuhide recordó lo que le había oído contar al sacerdote en el santuario del dios del fuego, e imaginó a Tengu desmandado por el cielo negro como el azabache.

Tengu come fuego y luego vuela al cielo. En su imaginación, un Tengu enorme e innumerables Tengus más pequeños se convirtieron en fuego y montaron el negro viento. Cuando los fuegos cayeron a la tierra, el santuario del dios del fuego quedó reducido de inmediato a una masa de tizones.

Mitsuhide quería dormir, lo deseaba sobre todas las cosas, pero no soñaba sino que estaba pensando y era incapaz de detener la ilusión que anidaba en su mente. Se dio la vuelta y empezó a pensar en el día que se acercaba. Sabía que al día siguiente Nobunaga saldría de Azuchi en dirección a Kyoto.

Entonces la frontera entre la vigilia y el sueño empezó a difuminarse, y en ese estado desapareció la diferencia entre él y Tengu. El monstruo estaba encaramado a las nubes y desde allí contemplaba la nación entera. Todo cuanto veía redundaba en su beneficio. Al oeste, Hideyoshi estaba inmovilizado en el castillo de Takamatsu, luchando a brazo partido con los ejércitos de los Mori. Si lograba confabularse con los Mori y aprovechar la ventaja, el ejército a las órdenes de Hideyoshi, que había pasado tantos años fatigosos en campaña, quedaría enterrado en el oeste y nunca más volvería a ver la capital.

Tokugawa Ieyasu, que se encontraba en Osaka, era un superviviente inteligente. Cuando viera que Nobunaga había muerto, su actitud dependería por completo de lo que Mitsuhide le ofreciera. Hosokawa Fujitaka estaría sin duda momentáneamente indignado, pero su hijo se había casado con la hija de Mitsuhide, del que había sido buen amigo durante largos años. No sería reacio a cooperar.

A Mitsuhide le hormigueaban los músculos y la sangre. Las orejas le ardían con tal intensidad que se sentía joven de nuevo. Tengu se volvió. Mitsuhide emitió un gemido.

—¿Mi señor? —Shosha, en la habitación contigua, se incorporó un poco y le preguntó—: ¿Qué os ocurre, mi señor?

Mitsuhide era vagamente consciente de la pregunta que le había hecho, pero no respondió a propósito. Shoha volvió a dormirse en seguida.

La corta noche terminó pronto. Nada más levantarse, Mitsuhide se despidió de los demás y bajó la ladera de la montaña, envuelta todavía por una espesa niebla matinal.

***

El día trece de aquel mes, Mitsuharu llegó a Kameyama y unió sus fuerzas a las de Mitsuhide. Habían llegado de toda la provincia miembros del clan Akechi, incrementando los efectivos ya importantes de Sakamoto. Así pues, la ciudad fortificada estaba atestada de caballos y hombres, las carreteras de suministros militares atascaban todos los cruces y las calles se habían vuelto casi intransitables. El sol brillaba intensamente y, de repente, parecía mediar ya el verano: los porteadores llenaban las tiendas y discutían con la boca llena de comida. En el exterior, los soldados de infantería, apretados entre las carretas tiradas por bueyes, se gritaban unos a otros. A lo largo de las calles las moscas zumbaban y revoloteaban sobre los excrementos dejados por caballos y bueyes.

—¿Has conservado la salud? —preguntó Mitsuharu a su primo.

—Ya lo ves.

Mitsuhide sonrió. Estaba mucho más afable de lo que había estado en Sakamoto, y su rostro había recuperado el color.

—¿Cuándo piensas partir?

—He decidido esperar hasta el primer día del sexto mes.

—Bien, ¿qué me dices de Azuchi?

—Les he informado, pero creo que el señor Nobunaga se encuentra ya en Kyoto.

—Tenemos informes de que anoche llegó allí sin novedad. El señor Nobutada se aloja en el templo Myokaku, mientras que el señor Nobunaga está en el templo Honno.

—Sí, eso he oído —dijo Mitsuhide, y su voz se desvaneció poco a poco en el silencio.

Mitsuharu se levantó de súbito.

—No he visto a tu esposa e hijos desde hace largo tiempo. Quizás iré a presentarles mis respetos.

Mitsuharu contempló a su primo que se alejaba. Un momento después parecía como si tuviera el pecho tan congestionado que ni pudiera escupir ni tragar.

A dos habitaciones de distancia, Saito Toshimitsu, el servidor de Mitsuhide; conferenciaba con otros generales, estudiando los mapas militares y hablando de táctica. Salió de la habitación para hablar con Mitsuhide.

—¿Vais a enviar la recua de suministros por delante de nosotros?

—¿La recua de suministros? Humm..., bueno, no es necesario que la enviemos por delante.

De improviso el tío de Mitsuhide, Chokansai, que acababa de llegar con Mitsuharu, se asomó a la estancia.

—Vaya, no está aquí. ¿Adonde ha ido el señor de Sakamoto? ¿Lo sabe alguien?

Miró a su alrededor con los ojos desorbitados. Aunque anciano, era tan risueño y alegre que volvía locos a los demás. Incluso a pesar de que los generales estaban a punto de partir en campaña, Chokansai parecía tan alegre como de costumbre. Se volvió en otra dirección. Sin embargo, cuando apareció casualmente en los aposentos de las damas en la ciudadela, las mujeres y sus muchos hijos corrieron a su encuentro.

—¡Oh, ha venido el señor Bufón! —gritaron los niños.

—¡Señor Bufón! ¿Cuándo habéis llegado?

Tanto si permanecía en pie como sentado, las voces felices a su alrededor no cesaban.

—¿Vais a pasar la noche aquí, señor Bufón?

—¿Ya habéis comido, señor Bufón?

—¡Levántame, señor Bufón!

—¡Cántanos una canción!

—¡Enséñanos una danza!

Saltaban a su regazo, jugaban con él, se le aferraban, le miraban el interior de las orejas.

—¡Señor Bufón! ¡Te están saliendo pelos en las orejas!

—Uno, dos.

—Tres, cuatro.

Cantando los números, las chiquillas le tiraban de los pelos mientras un muchacho, montado a horcajadas en su espalda, empujaba hacia abajo su vieja cabeza.

—¡Haz el caballo! ¡Haz el caballo y relincha!

Chokansai se desplazó a gatas sumisamente, y cuando estornudó de repente, el chiquillo cayó de su espalda. Las damas de honor y los ayudantes se rieron tanto que tenían que sujetarse los costados.

Las risas y la barahúnda no cesaron ni siquiera cuando llegó la noche. La atmósfera de los aposentos de las damas era tan diferente de la que imperaba en la habitación de Mitsuhide en la ciudadela principal, como un prado primaveral puede serlo de un páramo cubierto de nieve.

Mitsuharu conversaba con Chokansai.

—Tío, ahora que te estás haciendo mayor, te agradecería que te quedaras aquí y cuidaras de la familia en vez de ir a la campaña con nosotros. Creo que debería hablarle de ello a nuestro señor.

Chokansai miró a su sobrino y se echó a reír.

—Mi último papel puede que sea algo parecido. Estos pequeños no me dejarán en paz.

Había anochecido, y le estaban acosando para que les contara uno de sus famosos relatos.

Era el día anterior al de la partida hacia la campaña. Mitsuharu había esperado que aquella noche habría una conferencia general, pero como la quietud reinaba en la ciudadela principal, fue a la segunda ciudadela y se echó a dormir.

Al día siguiente Mitsuharu aguardó expectante todo el día, pero no llegaban órdenes. Incluso cuando anocheció no había movimiento alguno en la ciudadela principal. Cuando envió a uno de sus servidores a preguntar por la situación, le respondieron que Mitsuhide ya se había acostado y estaba dormido. Mitsuharu tenía sospechas, pero no podía hacer más que acostarse también.

***

Alrededor de medianoche despertó a Mitsuharu el sonido de un susurro procedente de la sala de guardia, a dos puertas corredor abajo. Se aproximaron pisadas y la puerta de su habitación se deslizó silenciosamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mitsuharu.

El guardián que debía creer que Mitsuharu estaba dormido, vaciló un momento. Entonces se apresuró a postrarse y dijo:

—El señor Mitsuhide os está esperando en la ciudadela principal.

Mitsuharu se levantó y empezó a vestirse. Preguntó qué hora era.

—La primera media de la hora de la rata —respondió el guardián.

Mitsuharu salió al corredor negro como la tinta. Cuando vio que Saito Toshimitsu estaba arrodillado en el umbral, esperándole, Mitsuharu se preguntó cuál podría ser el motivo de aquella llamada inesperada en plena noche.

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