Authors: Eiji Yoshikawa
—No, mi señor, eso no es conveniente. —Soshitsu agitó la mano con gesto vehemente. Estaba totalmente en contra de aquella postura y se apresuraba a dar sus opiniones sobre la dirección del gobierno—. Vos, mi señor, el dirigente de este país, puede sentirlo así, pero recientemente he visto algunos signos preocupantes y, en este caso, no puedo estar de acuerdo con vos.
—¿Qué quieres decir?
—La diseminación de religiones falsas.
—¿Te refieres a los misioneros? ¿Acaso los budistas también te han ido con exigencias, Soshitsu?
—Sois demasiado desdeñoso. Este problema aflige realmente a la nación.
Soshitsu contó entonces el incidente del niño que había caído al foso unas horas antes y cómo el sacrificio de los misioneros había impresionado a la gente.
—En menos de diez años, millares de personas han abandonado los altares de sus antepasados y se han convertido al cristianismo. Y esto no sólo ha ocurrido en Omura y Nagasaki sino también en todo Kyushu, en zonas remotas de Shikoku e incluso en Osaka, Kyoto y Sakai. Vuestra Señoría acaba de decir que estaría bien mascar todo cuanto llegue a Japón y escupir lo que no sea bueno, pero la religión es especial y no es posible tratarla de esa manera. Por mucho que la gente mas que, sus almas serán atraídas hacia la herejía y no cederán, aunque les crucifiquéis o les cortéis la cabeza.
Nobunaga se quedó completamente en silencio. Su expresión indicaba que aquel era un problema que no se podía tratar con unas pocas palabras. Había incendiado el monte Hiei y, empleando una violencia que había estado mucho más allá del alcance de los dirigentes anteriores, había puesto de rodillas al budismo. Se había enfrentado al clero con una lluvia de fuego y acero, pero sabía mejor que nadie que, adondequiera que fuese, era improbable que se disipara el resentimiento contra él.
Por otro lado, había permitido que los misioneros levantaran una iglesia, había reconocido públicamente su obra y, de vez en cuando, incluso los había invitado a sus banquetes. Los monjes budistas pusieron el grito en el cielo y plantearon la cuestión de a quiénes Nobunaga consideraba extranjeros, a los cristianos o a ellos mismos.
Nobunaga detestaba las explicaciones, odiaba que le explicaran las cosas con detalle, pero respetaba una intuición directa entre las personas, e incluso le exaltaba. Se volvió para hablar con el otro hombre.
—Dime, Sotan, ¿qué opinas de esto? Eres joven, por lo que imagino que, naturalmente, ves las cosas de manera distinta a Soshitsu.
Sotan se quedó un momento examinando la lámpara, cauteloso, pero luego respondió con toda claridad.
—Convengo con vos, mi señor, en que estaría muy bien masticar este asunto de la religión extranjera y luego escupirlo.
Nobunaga se volvió y miró a Soshitsu como quien acaba de ver sus opiniones confirmadas.
—No te preocupes. Tienes que comprender la complejidad del asunto. Hace siglos, el señor Michizane abogó por la combinación del alma japonesa con la pericia china. Tanto si importamos las costumbres de China como los artefactos del occidente, los colores del otoño y las flores de cerezo no cambiarán. Piensa que cuando cae la lluvia en un estanque el agua se renueva. Cometes el error de medir el océano mediante el foso del templo Honno. ¿No es cierto, Soshitsu?
—Sí, mi señor, uno debe medir un foso con las medidas propias de un foso.
—Y lo mismo sucede con la cultura procedente de ultramar.
—Al envejecer, incluso yo me he convertido en una rana de pozo —dijo Soshitsu.
—Creo que eres más bien una ballena.
—Sí —convino Soshitsu—, pero una ballena estrecha de miras.
—Eh, trae agua —ordenó Nobunaga a un paje que dormía detrás de él.
Aún no había terminado la velada. Aunque llevaban un rato sin comer ni beber, la animada conversación no había decaído.
Nobutada se aproximó a Nobunaga.
—Padre, se está haciendo muy tarde. Voy a retirarme.
—Quédate un poco más —replicó Nobunaga, reteniéndole más de lo que habría hecho de ordinario—. Te alojas en Nijo, ¿no? Aunque sea tarde, casi estás al lado. Nagato vive delante del portal y nuestros invitados de Hakata difícilmente volverán allá esta noche.
—No, en cuanto a mí... —Soshitsu parecía como si se estuviera preparando para marcharse—. Tengo una cita mañana por la mañana.
—¿Entonces la única persona que se queda es Sotan?
—Estaré de servicio nocturno. He de ocuparme de la tarea de limpiar la sala de té.
—Comprendo. No vas a quedarte por mí. Llevas contigo ese costoso equipo para el té y debes quedarte aquí esta noche para vigilarlo.
—No os contradeciré, mi señor.
Nobunaga se rió. De repente miró atrás y se quedó contemplando el pergamino que colgaba de la pared.
—Francamente, Mu Ch'i es muy bueno, ¿no es cierto? Pocas veces se ve hoy semejante habilidad. Tengo entendido que Sotan posee una pintura de Mu Ch'i titulada Barcos que regresan de puertos lejanos. Me pregunto si alguien es digno de poseer una pintura tan famosa.
Sotan se echó a reír de improviso, como si Nobunaga no estuviera allí.
—¿De qué te ríes, Sotan?
Sotan miró a las personas que le rodeaban.
—Al señor Nobunaga le gustaría quedarse con mi pintura de Mu Ch'i utilizando una de sus astutas estratagemas: «¿Hay alguien digno de poseer semejante pintura?». Esto es como enviar agentes provocadores a una provincia enemiga. ¡Será mejor que vigiles tu preciosa caja de té de madera de roble!
Dicho esto, se echó a reír sin poder detenerse.
Había dado en el clavo. Desde hacía tiempo Nobunaga deseaba poseer aquella pintura. Sin embargo, tanto la caja de té como la pintura eran reliquias de familia, y por esa razón ni siquiera Nobunaga se había atrevido a expresar libremente su pensamiento.
Pero ahora el propietario había sido tan amable de sacar el asunto a colación, y Nobunaga pensó que eso era tanto como prometerle que le daría el objeto. Ciertamente, tras reírse de él con tanta audacia, Sotan no tendría el valor de resistirse a darle lo que quería.
Así pues, Nobunaga también se echó a reír.
—Vaya, Sotan, no se te escapa ni una. Cuando uno llega a mi edad puede convertirse en un verdadero discípulo de la ceremonia del té.
Así revelaba la verdad con una broma.
—Dentro de unos días me reuniré con el maestro Sokyu de Sakai —replicó Soshitsu—. Entonces deliberaremos juntos sobre la propiedad de la pintura. Por supuesto, habría sido mejor preguntárselo al mismo Mu Ch'i.
El estado de ánimo de Nobunaga iba mejorando. Y aunque los sirvientes entraron varias veces para despabilar las velas, él se limitó a tomar sorbos de agua y seguir hablando, ajeno al paso del tiempo.
Era una noche de verano y todos los postigos y puertas del templo estaban abiertos. Tal vez por esa razón las llamas de las lámparas oscilaban continuamente y estaban rodeadas por halos de bruma nocturna.
Si uno hubiera podido leer el futuro a la luz de las lámparas aquella noche, podría haber adivinado un mal presagio en los halos de bruma o en las tonalidades de la luz.
Alguien llamó al portal delantero del templo. Al cabo de un rato un ayudante anunció que acababa de llegar un despacho de las provincias occidentales. Aprovechando el momento, Nobutada se levantó y Soshitsu rogó también permiso para retirarse. Finalmente Nobunaga se levantó y les acompañó hasta el corredor en forma de puente.
—Que duermas bien —dijo Nobutada, volviéndose una vez más a mirar la figura de su padre desde el corredor.
Nagato y su hijo estaban al lado de Nobutada, sosteniendo farolillos. Los pabellones en el recinto del templo Honno volvieron a sumirse en una oscuridad negra como la tinta. Era la segunda mitad de la hora de la rata.
***
Mitsuhide se encontraba en un cruce de caminos: si giraba a la derecha avanzaría hacia el oeste; si lo hacía a la izquierda, pasaría por el pueblo de Kutsukake, cruzaría el río Katsura y llegaría a la capital. Había llegado a la cumbre de la colina que había estado escalando durante toda su vida. Los dos caminos que tenía delante representaban una coyuntura crítica y un acto decisivo. Pero el panorama que aparecía ante sus ojos aquella noche no le forzaba a ninguna clase de reflexión, y el ancho cielo que le mostraba el centelleo de apacibles estrellas parecía prometer un gran cambio en el mundo que daría comienzo con el nuevo día.
No se había dado ninguna orden de descansar, pero Mitsuhide había detenido su caballo y permanecía sentado en la silla, siluetado contra el cielo estrellado. Los generales que le rodeaban, vestidos con brillantes armaduras, y la larga columna de soldados con estandartes y caballos que estaban detrás, se dieron cuenta de que no iba a moverse de momento y aguardaron inquietos en la oscuridad.
—Por allí hay un arroyo. Creo oír el murmullo del agua.
—Sí, ahí está. ¡Agua!
Uno de los hombres buscó entre la maleza a lo largo del precipicio que bordeaba el camino y finalmente descubrió un arroyuelo entre las rocas. Uno tras otro, los soldados avanzaron para llenar sus cantimploras de agua clara.
—Esto nos llevará hasta Tenjin.
—Tal vez comeremos en Yamazaki.
—No, la noche es muy corta y probablemente será de día cuando lleguemos al templo Kaiin.
—Los caballos se cansarán si marchamos durante el día, por lo que Su Señoría probablemente piensa que deberíamos avanzar tanto como podamos de noche y por la mañana.
—Eso sería lo mejor hasta que lleguemos a las provincias occidentales.
Naturalmente, los soldados de infantería, e incluso los samurais que los mandaban, aún no sabían nada. Los susurros y las voces risueñas, que no llegaban del todo a los oídos de los comandantes, manifestaban su suposición de que el campo de batalla estaba todavía lejos.
La columna empezó a moverse. A partir de allí, los comandantes empuñaron lanzas y avanzaron al lado de sus tropas con miradas vigilantes y apretando el paso.
A la izquierda, a la izquierda... Los hombres empezaron a bajar la divisoria de Oinosaka al este. Ni un solo soldado giró por el camino hacia el oeste. La duda se reflejaba en todos los rostros, pero incluso los desconfiados se apresuraban. Los hombres que iban detrás se limitaban a mirar los estandartes que ondeaban delante de ellos. No había ningún error: aquel era el camino por el que avanzaban los portaestandartes. Los cascos de los caballos chacoloteaban en las cuestas empinadas. De vez en cuando el ruido de las piedras desprendidas era casi ensordecedor. El ejército parecía una catarata que no permitiría que nada se interpusiera en su camino.
Hombres y caballos estaban empapados de sudor y respiraban con dificultad. Descendieron de nuevo serpenteando por las profundas gargantas entre las montañas. Giraron deprisa hacia el burbujeante arroyo, avanzando en dirección a las paredes cortadas a pico del monte Matsuo.
—Descansad.
—Abrid las provisiones.
—No encendáis ningún fuego.
Las órdenes fueron transmitidas una tras otra. Todavía se encontraban en Kutsukake, una aldea en la ladera de la montaña formada tan sólo por unas diez casas de leñadores. Sin embargo, la advertencia del mando central había sido estricta y se enviaron rápidamente patrullas en la zona del camino que descendía hacia el pie de la montaña.
—¿Adonde vais?
—Al valle, a buscar agua.
—No tenéis permiso para separaros de las filas. Que alguien os dé agua.
Los soldados abrieron sus provisiones y se pusieron a comer en silencio. Mientras lo hacían, hablaban en susurros. Aunque se sentían perplejos, suponían aún que se dirigían a las provincias occidentales, pues la carretera de Bitchu no era la única que conducía a su destino. Si giraban a la derecha en Kutsukake, podían pasar por Oharano y seguir en dirección a Yamazaki y Takatsuki.
Pero cuando volvieron a ponerse en camino, el ejército entero bajó directamente a Tsukahara sin virar a ninguno de los lados, y siguieron su avance hasta el pueblo de Kawashima. A la hora de la cuarta guardia, la mayor parte del ejército se encontraba ante la vista inesperada del río Katsura bajo el cielo nocturno.
La inquietud se apoderó súbitamente del ejército. En cuanto notaron la fresca brisa del río, el ejército entero se detuvo, atemorizado.
—¡Tranquilizaros! —ordenaron los oficiales.
—¡No hagáis tanto ruido! ¡Y no charléis sin necesidad!
El agua clara del río rielaba y la brisa balanceaba los nueve estandartes con su diseño de campanillas azules.
Mitsuhide llamó a Amano Genemon, que mandaba al ala derecha del ejército. Saltó del caballo y corrió hacia su señor.
Mitsuhide se encontraba en una zona seca en el lecho del río. Todos los ojos penetrantes de los generales se volvieron hacia Genemon. Allí estaban Saito Toshimitsu, con una ligera barba blanca como la escarcha, y Mitsuharu, cuyo rostro de expresión trágica parecía ahora una máscara. Junto a esos dos hombres, los numerosos miembros del estado mayor, vestidos con armadura, rodeaban a Mitsuhide como un tonel de hierro.
—Pronto habrá luz, Gengo —dijo Mitsuhide—. Tú cruzarás primero el río con una compañía. Por el camino matarás a todo aquel que pudiera correr a través de nuestras líneas para advertir al enemigo. Es posible que haya mercaderes y otros viajeros que crucen la capital al amanecer, y será necesario que te encargues de esa gente. Esto es de la mayor importancia.
—Comprendo.
—Espera —le dijo Mitsuhide cuando ya se disponía a marcharse—. Como precaución, he enviado varios hombres para que protejan el camino a través de las montañas desde Hozu, la zona situada debajo del norte de Saga y a lo largo de la carretera de Nishijin desde el Jizoin. No ataquéis a nuestros propios hombres por error.
La voz de Mitsuhide era cortante. Se veía fácilmente que su mente funcionaba ahora con toda celeridad y que sus vasos sanguíneos estaban tan tensos que amenazaban con estallar.
Mientras contemplaban a las tropas de Genemon que cruzaban el río Katsura, los hombres restantes se sentían cada vez más inquietos. Mitsuhide montó de nuevo y, uno tras otro, los hombres bajo su mando siguieron su ejemplo.
—Da las órdenes y asegúrate de que nadie se pierde una sola palabra.
Uno de los comandantes que estaban al lado de Mitsuhide ahuecó las manos alrededor de la boca y gritó:
—¡Quitad las herraduras de los caballos y tiradlas! —La orden, gritada con voz estridente desde las primeras filas, fue oída con claridad—. Los soldados de a pie que se pongan sandalias de paja nuevas. No llevéis sandalias con cordones que se aflojen al caminar por los senderos de montaña. Si los cordones se han aflojado, atadlos fuertemente de manera que, si se mojan, no os rocen los pies. Fusileros, cortad las mechas en trozos de un pie y atadlas en manojos de a cinco. Arrojad al río las cosas innecesarias, como las envolturas de provisiones y los efectos personales, así como todo cuanto pueda obstaculizar el libre movimiento de brazos y piernas. No llevéis nada encima salvo las armas.