Taiko (138 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Los soldados estaban pasmados. Al mismo tiempo, una especie de mar de fondo empezó a burbujear entre los hombres, un rumor que no estaba relacionado ni con el sonido de voces ni con la apariencia de movimiento. Los hombres miraron a izquierda y derecha, pero como les habían prohibido hablar entre ellos su inquietud era una voz callada. No obstante, se pusieron en acción casi al instante, y actuaron con tal rapidez que, por lo menos superficialmente, cualquier duda, inquietud o alarma no era evidente por ninguna parte.

Cuando todo estuvo preparado y los hombres hubieron formado de nuevo sus filas, el anciano guerrero, Saito Toshimitsu, alzó una voz que se había templado en un centenar de batallas y se dirigió a las tropas casi como si estuviera leyendo.

—Alegraos. En el día de hoy vuestro patrono, el señor Akechi Mitsuhide, se convertirá en el dirigente del país. No tengáis la menor duda de ello.

Su voz llegó hasta los soldados de infantería más alejados y los mozos de sandalias. Todos sofocaron un grito, pero en aquella exclamación ahogada no había rastro de alegría ni aclamación, sino que era más bien la expresión de un estremecimiento colectivo. Toshimitsu cerró los ojos y alzó su voz casi como si estuviera riñendo a las tropas. ¿Acaso trataba de estimularse a sí mismo?

—Ningún día brillará tanto como hoy. Confiaremos especialmente en los samurais para realizar meritorias hazañas. Aunque hoy caigáis en combate, vuestros familiares serán recompensados de acuerdo con vuestras acciones.

La voz de Toshimitsu no varió mucho durante su arenga. Mitsuhide le había indicado lo que debía decir, y probablemente no armonizaba con su propio pensamiento.

—¡Crucemos el río!

El cielo seguía oscuro. La corriente del río Katsura refrenó momentáneamente a los caballos que trataban de vadearlo. El oleaje espumoso era muy intenso, y los hombres se estremecían de frío al chapotear en el agua con sus sandalias de paja. Aunque estaban empapados, ningún fusilero permitió que se le mojaran las mechas. El agua clara les llegaba hasta más arriba de las rodillas y estaba fría como el hielo. Sin duda todos los oficiales y soldados estaban absortos en sus pensamientos mientras cruzaban la corriente. Cada hombre reflexionaba sobre las palabras que había dicho Toshimitsu y los jefes de las unidades antes de iniciar el vadeo del río.

Creían que estaban a punto de atacar al señor Tokugawa Ieyasu, pues aparte de él no había nadie suficientemente cerca para atacar. Pero ¿qué había querido decir Toshimitsu cuando afirmó que su señor se convertiría a partir de entonces en el dirigente del país?

Hasta ahí llegaban los pensamientos de los soldados. En su mayoría, los guerreros del clan eran hombres llenos de moralidad y sentido de la justicia, y todavía no se les había ocurrido que el enemigo era Nobunaga. El serio y tenaz espíritu de Akechi, entregado a la justicia, había sido transmitido a los soldados por los comandantes de las compañías, hasta el último soldado raso y mozo de sandalias.

—Eh, empieza a haber luz.

—No tardará en amanecer.

Se hallaban en la zona entre Nyoigadake y la sierra que delimitaba el borde oriental de Kyoto. El extremo de una masa nubosa tenía un brillo rojizo.

Los hombres forzaron la vista y distinguieron la ciudad de Kyoto, apenas visible en la oscuridad del alba. Sin embargo, a sus espaldas, hacia Oinosaka o el límite de la provincia de Tamba, las estrellas eran tan claras y brillantes que habría sido posible contarlas.

—¡Un cadáver!

—Allí también hay otro.

—¡Eh, aquí también!

El ejército se aproximaba ahora a las afueras del este de Kyoto. Con excepción de las arboledas y las chozas con tejado de paja, sólo había tierras de labor cubiertas de rocío hasta la pagoda del Templo Oriental.

Había cadáveres esparcidos bajo los pinos a lo largo del camino, en medio de éste y casi en cualquier lugar al que dirigieran su vista los soldados. Todos los muertos parecían haber sido campesinos de la zona. Tendida de bruces como si durmiera en un campo lleno de flores de berenjena, una muchacha yacía muerta, todavía aferrando su cesto, derribada por un solo tajo de espada.

Era evidente que la sangre seguía fluyendo, pues era más fresca que el rocío de la mañana. Indudablemente, las tropas de Amano Genemon, que partieron antes que el ejército principal, habían visto a aquellos campesinos muy madrugadores en los campos, y los habían perseguido y muerto. Debieron de sentir lástima por su inocencia, pero tenían órdenes de no arriesgar el éxito de la gran acción inminente.

Mitsuhide miró la sangre fresca en la tierra, alzó la vista hacia las nubes rojizas, se irguió en los estribos, levantó bruscamente la fusta y gritó:

—¡Al templo Honno! ¡Destruidlo completamente! Mis enemigos están en el templo Honno. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Mataré a todo el que se rezague!

Había llegado el momento de la batalla, y los nueve estandartes adornados con las flores azules se dividieron en tres compañías de tres estandartes cada una. Cayeron sobre la entrada de la calle Séptima y cruzaron todas las puertas de la ciudad. El ejército de Akechi penetró por los portales de las calles Quinta, Cuarta y Tercera y se extendió por la ciudad.

La niebla era todavía densa, pero el amanecer rojo brillante había empezado a teñir el cielo sobre las montañas y, como de costumbre, se estaban abriendo los postigos de las grandes puertas a la circulación de los ciudadanos.

Los hombres se agolpaban para entrar, y las lanzas y armas de fuego pululaban en confusión. Sólo mantenían bajos los estandartes mientras los hombres entraban en tropel.

—¡No empujéis! ¡No os aturdáis! La unidad de retaguardia debe esperar un momento al otro lado del portal.

Al ver la confusión, uno de los comandantes hizo lo que pudo para refrenar a los hombres. Deslizó la barra de la gran puerta y abrió el portal de par en par.

—¡Vamos, entrad! —les gritó, azuzándoles.

Tenían órdenes de entrar en silencio, sin lanzar un solo grito de combate, mantener los estandartes bajos e incluso impedir que los caballos relincharan, pero en cuanto irrumpieron a través de los portales y asaltaron la ciudad, las tropas de Akechi ya casi eran presa de un frenesí.

—¡Al templo Honno!

En medio del desorden general, aquí y allí se oía el sonido de puertas que se abrían, y en cuanto los residentes miraban al exterior, volvían a meter las cabezas en sus casas y atrancaban las puertas.

Entre las numerosas unidades que avanzaban hacia el templo Honno, las fuerzas que parecían más rápidas eran las dirigidas por Akechi Mitsuharu y Saito Toshimitsu, a quienes se veía en la vanguardia.

—Es difícil ver algo en estas calles estrechas llenas de niebla. Nos os perdáis tratando de llegar allí antes que los demás. ¡Debéis guiaros por la acacia negra en la arboleda del templo Honno! Buscad el gran bosque de bambúes entre la niebla. ¡Allí está! ¡Ésa es la acacia negra del templo Honno!

Toshimitsu se adelantó al galope, agitando furiosamente las manos mientras daba instrucciones. A pesar de sus años, parecía haberse comprometido a emplear su atronadora voz de guerrero en aquella mañana especial de su vida.

El segundo ejército, dirigido por Akechi Mitsutada, también estaba en movimiento. Estas fuerzas inundaron el distrito alrededor de la calle Tercera, pasaron por el sector interior como humo y avanzaron para rodear el templo Myokaku en Nijo. Naturalmente, esta acción estuvo coordinada con las fuerzas que atacaban el templo Honno y calculada para acabar con Nobutada, el hijo de Nobunaga.

Desde aquel lugar, la distancia hasta el templo Honno era mínima. Los ejércitos estaban separados por la oscuridad que precedía al alba, pero ya en aquel punto empezaba a alzarse un ruido indescriptible desde la dirección del templo Honno. Se oía el sonido vibrante de la caracola y el estruendo de gongs y tambores. No sería exagerado decir que el sonido estremecía el cielo y la tierra y que no era habitual oírlo en este mundo. Aquella mañana no hubo nadie en la capital que no se despertara sorprendido o saltara de la cama al oír los gritos de su familia.

Ruidos y voces clamorosas no tardaron en alzarse también en la zona ordinariamente apacible de las mansiones nobles que rodeaban el palacio imperial. Con todo aquel estrépito y el eco de los cascos de los caballos, el cielo de Kyoto parecía vibrar.

Sin embargo, la confusión de los ciudadanos sólo fue momentánea, y en cuanto la nobleza y el pueblo llano comprendieron la situación, sus hogares quedaron tan silenciosos como lo habían estado poco antes, cuando dormían apaciblemente. Nadie se aventuró a salir a las calles.

Todavía estaba tan oscuro que los soldados no podían distinguir los rostros de quienes estaban delante, y en su avance hacia el templo Myokaku, el segundo ejército confundió a algunos de sus propios hombres, que habían dado un rodeo por otra calle estrecha, con el enemigo. Aunque su comandante les había advertido estrictamente que no disparasen hasta recibir la orden, cuando los excitados soldados llegaron al cruce, empezaron a disparar ciegamente a través de la niebla.

Al oler el humo de la pólvora, sus ánimos se excitaron más sin que pudieran evitarlo. Incluso los soldados veteranos podían pasar por una situación así antes de lograr dominarse por completo.

—¡Eh! Las caracolas y los gongs suenan por allí. Ha empezado el combate en el templo Honno.

—¡Están luchando!

—¡El ataque está en marcha!

No podían saber si sus pies tocaban el suelo o no. Corrían adelante, pero aún no podían determinar de quiénes eran las voces que oían, aun cuando no había ninguna resistencia ante ellos. No obstante, los poros de sus cuerpos empezaban a hincharse, y ni siquiera eran conscientes de la fría bruma que provocaba piel de gallina en sus rostros y manos. Se estremecían de tal manera que todo lo que podían hacer era gritar.

Y así lanzaron su grito de combate incluso antes de que vieran los muros con tejadillo del templo Myokaku. Inesperadamente se alzó un grito desde la cabeza de la unidad, al tiempo que gongs y tambores también sonaban con impaciencia.

Mitsuhide estaba con el tercer ejército. Sería apropiado decir que el cuartel general estaba situado allí donde él estuviera, y esta vez se había detenido en Horikawa. Le rodeaban miembros de su clan, y habían dispuesto para él un escabel de campaña, pero no se sentó ni siquiera un momento. Todo su ser estaba concentrado en las voces de las nubes y los gritos de la niebla, y miraba sin cesar al cielo en dirección a Nijo. De vez en cuando sus ojos se llenaban del color rojizo de las nubes matinales, pero todavía no se alzaban hacia el cielo llamas ni humo.

***

Nobunaga se despertó bruscamente, pero no por ninguna razón en particular. Después de haber dormido bien, se despertaba de modo natural muy temprano. Desde su juventud siempre se levantaba al amanecer, por muy tarde que se hubiera acostado. Se despertaba, o más bien, cuando aún no estaba consciente del todo y su cabeza seguía en la almohada, experimentaba un fenómeno particular. Era una transición del sueño al despertar que duraba sólo una fracción de segundo, pero en ese tiempo infinitesimal pasaba por su cabeza una serie de pensamientos con la velocidad de un relámpago.

Eran recuerdos de experiencias vividas entre la época de su juventud y el presente, o reflexiones sobre su vida actual, o metas para el futuro. Fueran lo que fuesen, esos pensamientos pasaban por su mente en aquel momento entre el sueño y la realidad.

Tal vez esa experiencia no era tanto un hábito como una capacidad innata. En su infancia siempre había soñado de una manera extraordinaria. Sin embargo, las zarzas y espinas de la realidad, debido sobre todo a su nacimiento y crianza, no le permitían vivir solamente en un mundo de sueños. El mundo real había acumulado dificultades y le había enseñado el placer de abrirse paso entre ellas.

Durante este período de crecimiento fue sometido a muchas pruebas, de las que salía victorioso para enfrentarse a nuevas pruebas, y así supo que, en última instancia, no le satisfacían las dificultades que le presentaban. Descubrió que el mayor placer de la vida consistía en buscar por sí mismo dificultades, lanzarse contra ellas y luego volver la cabeza para ver que habían quedado atrás. Había reforzado sus convicciones la confianza en sí mismo obtenida de tales experiencias, lo cual le había proporcionado un estado de ánimo que estaba mucho más allá del sentido común de los hombres ordinarios. Después de Azuchi, la idea de lo imposible era desconocida para él, debido a que lo llevado a cabo hasta aquel momento no había seguido el camino del sentido común de los hombres ordinarios, sino más bien el camino que consiste en hacer posible lo imposible.

Y aquella mañana, en la frontera entre el mundo de los sueños y su cuerpo mortal, en el que la embriaguez de la noche anterior quizá corría aún fragante por sus venas, las imágenes se sucedían en su mente: convoyes de enormes barcos que navegaban rumbo a las islas meridionales, a la costa de Corea e incluso al gran país de los Ming. Él mismo estaba en el castillo de un barco junto con Sotan y Soshitsu. Pensó que otra persona debería acompañarle... Hideyoshi. Tenía la sensación de que el día en que ese sueño pudiera convertirse en realidad no estaba lejano.

A su modo de ver, un pequeño logro como el dominio de las provincias occidentales y Kyushu no era suficiente para colmar toda una vida.

«Ya ha amanecido», musitó, y se levantó y salió de su dormitorio.

La pesada puerta de cedro que daba al corredor había sido trabajada de una manera tan exquisita que al abrirla y cerrarla producía naturalmente un ruido casi como si gritara. Cuando los pajes oían ese sonido en su alejado aposento, se incorporaban sobresaltados. Las gruesas columnas y los maderos de la terraza, que brillaban como si hubieran sido pulimentados con aceite, reflejaban la luz oscilante del farolillo de papel.

Sabedores de que su señor se había despertado, los pajes se dirigieron rápidamente al baño situado junto a la cocina. Por el camino oyeron un ruido procedente del corredor al norte, como si hubieran abierto con rapidez el postigo de una ventana.

Creyendo que podría tratarse de Nobunaga, se detuvieron y miraron atrás, hacia el corredor sin salida, pero la única persona que vieron era una mujer de larga cabellera que llevaba un fresco kimono y encima una prenda decorada con pinos y flores de cerezo.

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