Authors: Eiji Yoshikawa
La mayoría de la gente, cansada de la lluvia y el moho, confiaba en que la estación lluviosa terminara pronto, pero el ejército de Hideyoshi, entregado al largo asedio del castillo de Takamatsu, rogaba a los ocho reyes dragones que enviaran lluvia y más lluvia, la cual era su arma principal en aquel campo de batalla. El solitario castillo seguía completamente aislado en medio del lago pantanoso. Aquí y allá, como pelos en la cabeza de alguien con una enfermedad del cuero cabelludo, se veían los árboles de unos pocos bosques y arboledas sumergidos.
En la ciudad fortificada, sólo los tejados de las casas plebeyas se mantenían por encima del agua. Las casas de campo en las zonas bajas ya habían desaparecido. Innumerables fragmentos de madera en descomposición giraban en la fangosa corriente o flotaban en los bordes del lago.
A primera vista, el agua amarillenta parecía estancada, pero los soldados que vigilaban la orilla se daban cuenta de que el agua invadía poco a poco la tierra seca.
—¡Hoy tenemos aquí a unos sujetos libres de cuidados! Miradlos. Están tan despreocupados como siempre.
Hideyoshi, montado en su caballo, hablaba con los pajes que iban detrás.
—¿Dónde?
Todos los pajes miraron con expresiones inquisitivas en la dirección que señalaba su señor. Y en efecto, sobre los maderos a la deriva había varias garzas blancas como la nieve. Los pajes, todavía adolescentes, se encogieron de hombros y rieron. Mientras escuchaba su conversación infantil, Hideyoshi fustigó con suavidad a su montura y regresó al campamento.
Esta escena tenía lugar al atardecer del tercer día del sexto mes. Todavía era imposible que Hideyoshi pudiera tener noticia de lo que había ocurrido en Kyoto.
Hideyoshi tenía por costumbre hacer la ronda diaria del campamento con un séquito de cincuenta a cien hombres, y en ocasiones le acompañaban pajes, los cuales llevaban un gran paraguas de largo mango y desfilaban con el estandarte de brillantes colores del comandante en jefe. Los soldados que veían este «paso real» alzaban la vista y pensaban: «Ahí va nuestro señor». Los días que no le veían sentían de alguna manera que algo les faltaba.
Al pasar por su lado, Hideyoshi miraba a los soldados a derecha e izquierda, las tropas sudorosas y cubiertas de barro que encontraban sabrosa la comida apenas comestible, los soldados siempre sonrientes y que apenas sabían lo que era el hastío.
Hideyoshi añoraba los días en que formaba parte de aquella exuberante multitud de jóvenes. Cinco años atrás le había sido confiado el mando de la campaña. Las batallas y las luchas atroces que habían tenido lugar en los castillos de Kozuki, Miki y otros lugares le habían ocasionado sufrimientos indecibles, pero más allá de las penalidades del combate, en su condición de general también había padecido crisis espirituales muchas veces.
Nobunaga era un hombre difícil de satisfacer, y no había sido fácil servirle a distancia y mantenerle tranquilo. Naturalmente, los generales que rodeaban a Nobunaga no estaban precisamente entusiasmados por el ascenso de Hideyoshi. Aun así, Hideyoshi se sentía agradecido, y por las mañanas, cuando rezaba a la diosa del sol, le agradecía sinceramente todas las pruebas que se había visto obligado a superar en aquellos cinco años.
Nadie habría ido por sí mismo en busca de semejantes experiencias penosas, y pensaba que, al margen de cuáles fuesen realmente las intenciones del cielo, había seguido enviándole una dificultad tras otra. Había días en que se sentía agradecido por las dificultades y los trastornos de su juventud, porque le habían proporcionado la voluntad de sobrevivir a su debilidad física.
Por entonces había llevado a cabo la estrategia del ataque con agua contra el castillo de Takamatsu, y sólo esperaba que Nobunaga llegara del este. En el monte Hizashi, los treinta mil soldados de Mori a las órdenes de Kikkawa y Kobayakawa aguardaban el rescate del castillo aislado. Durante los intervalos de tiempo claro, el enemigo podía ver claramente el quitasol de Hideyoshi y el estandarte de mando.
Aquella noche, cuando Hideyoshi regresaba a sus aposentos, llegó un mensajero por la carretera de Okayama y los guardianes le rodearon de inmediato. El camino conducía al campamento de Hideyoshi en el monte Ishii, pero el viajero también podía cruzar por Hibata y seguir hacia el campamento de Kobayakawa Takakage en el monte Hizashi por la misma ruta. Naturalmente, el camino estaba muy vigilado.
El mensajero, fustigando sin cesar a su montura, había cabalgado desde el día anterior sin detenerse a comer o beber. Cuando los guardianes llegaron con él al campamento, había perdido el conocimiento.
Era la hora del jabalí y Hideyoshi aún estaba levantado. Cuando regresó Hikoemon, se unió a Hideyoshi y Hori Kyutaro y los tres se encaminaron al edificio que servía de aposento privado de Hideyoshi. Allí los tres permanecieron sentados largo tiempo.
Esta conferencia era tan secreta que incluso los pajes se habían retirado. Sólo al poeta Yuko se le permitió quedarse, y se sentó detrás de las puertas corredizas de papel, removiendo el té.
En aquel momento se oyeron pisadas apresuradas que se aproximaban al edificio. Se había dado la orden estricta de mantener la zona despejada de gente, por lo que cuando la persona que producía el ruido de pisadas se aproximó a la puerta de cedro, fue interceptada con un rápido reproche por los pajes que montaban guardia.
Los pajes parecían sumamente excitados, mientras que la persona a la que se enfrentaban era impertinente e impetuosa.
—¿Qué sucede, Yuko? —preguntó Hideyoshi.
—No estoy seguro. Puede que sea un altercado con uno de los guardianes.
—Ve a echar un vistazo.
—En seguida.
Yuko se puso en pie y salió, dejando los utensilios de té exactamente como estaban.
Miró al exterior y descubrió que quien había desafiado a los pajes no era ningún guardián sino Asano Nagamasa.
Los jóvenes pajes no estaban dispuestos a anunciar a nadie porque tenían órdenes de mantener a todo el mundo a distancia y no importaba de quién se tratara, Asano o cualquier otro. Asano había respondido que, si no le dejaban entregar el mensaje, se abriría paso a empujones. Los pajes replicaron que si quería pasar que lo intentara. No eran más que pajes, pero les habían dado una orden e iban a demostrar que no estaban allí como un mero elemento decorativo.
Yuko serenó primero a los jóvenes y testarudos guardianes.
—¿Qué sucede, señor Asano? —preguntó entonces.
Asano le mostró la carta que tenía en la mano y le habló del mensajero que acababa de llegar de Kyoto. Tenía entendido que la reunión era privada, pero pensó que el mensaje no era ningún asunto trivial y por ello quería hablar un momento con su señor.
—Esperad un instante, por favor.
Yuko regresó al interior pero en seguida salió de nuevo e invitó a Asano a entrar.
Asano entró y miró de soslayo la habitación contigua. Los pajes que estaban dentro permanecían en silencio. Desviaron la vista y le ignoraron por completo.
Hideyoshi movió a un lado una corta lámpara de pie y se volvió hacia Asano, el cual había entrado en la habitación.
—Lamento molestaros durante una conferencia.
—No te preocupes. Parece que ha llegado un despacho. ¿De quién es?
—Me han dicho que es de Hasegawa Sojin, mi señor.
Asano le tendió el estuche que contenía el mensaje. La laca roja sobre el cuero brillaba bajo la luz de la lámpara.
—¿Un despacho de Sojin? —dijo Hideyoshi, cogiendo el estuche.
Hasegawa Sojin era compañero de Nobunaga en la ceremonia del té. No tenía una relación especialmente íntima con Hideyoshi, por lo que era extraño que el maestro de la ceremonia del té enviara de repente un mensaje urgente a su campamento. Además, según Nagamasa, el mensajero había salido de Kyoto a mediodía del día anterior y acababa de llegar, a la hora del jabalí. Eso significaba que había tardado un día y media noche en recorrer las setenta leguas desde la capital hasta el campamento, una rapidez excesiva, incluso para un correo. Era indudable que no había comido ni bebido por el camino y que se había pasado toda la noche cabalgando.
—Acerca un poco más la lámpara, Hikoemon.
Hideyoshi se inclinó y desenrolló la carta de Sojin. Era breve y con toda evidencia había sido escrita rápidamente. Pero tras su lectura, a Hideyoshi se le erizó el vello de la nuca.
Los demás hombres habían estado sentados detrás de Hideyoshi, a corta distancia, pero cuando su rostro mudó de color, Kyutaro, Asano y Hikoemon se inclinaron hacia él sin poder evitarlo.
—Mi señor..., ¿qué ha sucedido? —preguntó Asano.
En el instante en que el otro le preguntaba, Hideyoshi volvió en sí. Casi como si dudara de las palabras que contenía la carta, se obligó a leerla una vez más. Entonces sus lágrimas empezaron a caer sobre la carta de cuyo contenido no podía haber ninguna duda.
—¿Por qué lloráis, mi señor? —le preguntó Hikoemon.
—Esto es muy extraño en vos, mi señor.
—¿Son malas noticias?
Los tres hombres suponían que el mensaje tenía algo que ver con la madre de Hideyoshi, a la que había dejado en Nagahama.
Durante la campaña, los hombres hablaban poco de sus provincias natales, pero cuando lo hacían, Hideyoshi siempre hablaba de su madre, por lo que ahora imaginaron que estaba gravemente enferma o que había muerto.
Finalmente Hideyoshi se enjugó las lágrimas y se enderezó un poco. Al hacerlo adoptó una expresión grave, y su intenso pesar pareció atravesado por una aguda cólera. Nadie sentía normalmente una rabia tan profunda por la muerte de un familiar.
—Me siento incapaz de decirlo con palabras. Mirad esto los tres.
Les tendió la carta y desvió la vista, ocultando sus lágrimas con el brazo.
Tras leer la carta, los tres hombres parecieron alcanzados por un rayo. Nobunaga y Nobutada habían muerto. ¿Podía ser cierto? ¿Tan misterioso era el mundo? Kyutaro, en particular, se había reunido con Nobunaga poco antes de trasladarse al monte Ishii. Al fin y al cabo, había ido allí por orden de Nobunaga, y ahora miraba la carta una y otra vez, incapaz de creer lo que decía. Kyutaro y Hikoemon vertían lágrimas, unas lágrimas que habrían bastado para extinguir la llama de la lámpara que oscilaba en la penumbra. Hideyoshi se removió impaciente en su asiento. Se había dominado y apretaba con fuerza los labios.
—¡Eh, que venga alguien! —gritó hacia la habitación de los pajes.
Era un grito lo bastante fuerte para perforar el techo. Hikoemon y Asano, ambos hombres de gran valor, se sorprendieron tanto que casi se incorporaron de un salto. Al fin y al cabo, Hideyoshi había llorado de tal manera que su ánimo parecía totalmente abatido.
—¡Sí, mi señor! —replicó un paje.
Unas pisadas vigorosas acompañaron a la respuesta. Al oír las pisadas y la voz de Hideyoshi, Kyutaro y Hikoemon superaron de improviso su aflicción.
—¿Mi señor?
—¿Quién eres? —le preguntó Hideyoshi.
—Ishida Sakichi, mi señor.
El bajo Sakichi avanzó desde la sombra de la puerta corrediza a la habitación contigua. Se colocó en el centro del tatami, se volvió hacia la lámpara de la sala de conferencias e hizo una reverencia con las manos apoyadas en el suelo.
—Sakichi, ve corriendo al campamento de Kanbei y dile que necesito hablar con él ahora mismo. ¡De prisa!
Si la situación lo hubiera permitido, a Hideyoshi le habría gustado dar rienda suelta a su llanto. Había servido a Nobunaga desde los diecisiete años de edad. Las manos de su señor le habían dado palmaditas en la cabeza y él le había llevado las sandalias de paja en sus manos. Y ahora aquel señor ya no estaba en el mundo. La relación entre Nobunaga y él no había sido ordinaria en ningún sentido, sino que había sido una relación de una sola sangre, una sola fe, una vida y muerte. Inesperadamente, el señor había partido primero, y Hideyoshi era consciente de que, en lo sucesivo, sólo él sería dueño de su propia vida.
Pensó que nadie le había conocido tan bien como Nobunaga. En sus últimos momentos entre las llamas del templo Honno debió de llamarle en su corazón y renovarle su confianza. Se dijo que, por insignificante que fuera, no daría la espalda a su señor y la confianza que había depositado en él. Así Hideyoshi se hizo una promesa. No era una lamentación vana. Su creencia era sencilla: poco antes de que Nobunaga muriese, había dejado a Hideyoshi sus instrucciones.
Comprendía cuan profundo debía de haber sido el resentimiento de su señor. A juzgar por la actitud de Nobunaga, Hideyoshi podía imaginar el pesar que anidaba en el pecho de Nobunaga al abandonar el mundo con su obra a medio hacer. Cuando consideraba el asunto desde este punto de vista, Hideyoshi ya no podía apesadumbrarse. Tampoco era el momento de pensar en planes para el futuro. Su cuerpo estaba en el oeste, pero su mente se enfrentaba ya al enemigo, Akechi Mitsuhide.
Pero también debía resolver una cuestión inminente: ¿qué hacer con el enemigo que tenía ante sí en el castillo de Takamatsu? ¿Y cómo resolvería el enfrentamiento con el ejército de treinta mil hombres de los Mori? ¿Cómo podía cambiar su posición e ir a Kyoto lo más rápidamente posible desde un campo de batalla en las provincias occidentales? Cómo aplastar a Mitsuhide... Los problemas que tenía ante sí se extendían como una cadena montañosa.
Parecía haber llegado a una decisión. Tenía una oportunidad entre mil, y su resolución a arriesgar su vida en una sola posibilidad se revelaba en su rostro.
—¿Dónde está ahora el mensajero? —le preguntó a Asano en cuanto el paje se marchó.
—Ordené a los samurais que le hicieran esperar junto al templo principal —respondió Asano.
Hideyoshi hizo una seña a Hikoemon.
—Llévale a la cocina y dale algo de comer —le ordenó—, pero tenle encerrado en una habitación y no le dejes hablar con nadie.
Al ver que Hikoemon se levantaba y hacía un gesto de complicidad, Asano preguntó si debería ir también.
Hideyoshi sacudió la cabeza.
—No, tengo otra orden para ti, así que espera un momento. Asano, quiero que selecciones a varios de los samurais a tus órdenes, que tengan buen oído y pies veloces, y los estaciones en todas las carreteras desde Kyoto hasta el dominio de los Mori. No quiero que se filtre ni siquiera el agua. Que detengan a cualquiera que parezca sospechoso, y aunque no lo parezcan, que investiguen su identidad y examinen lo que llevan. Esto es sumamente importante. Ve rápido y ten cuidado.