Taiko (170 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—La muerte de Sebei es una gran pérdida —dijo Hideyoshi—, pero no ha muerto en vano. —Alzó un poco más la voz—. No perdáis el ánimo, y así rendiréis tributo al espíritu de Sebei. Cada vez más el cielo profetiza que obtendremos una gran victoria. Katsuie estaba atrincherado en su castillo de montaña, retirado del mundo e incapaz de encontrar su camino. Ahora ha abandonado la fortaleza que era una prisión para él y desplegado con arrogancia a su formación. Eso demuestra que se le ha terminado la suerte. Tenemos que destruir a ese bastardo por completo antes incluso de que acuartele a sus tropas. ¡Ha llegado el momento de realizar nuestro gran deseo y librar esta batalla decisiva por la nación! ¡Ha llegado el momento y ninguno de vosotros debe quedarse atrás!

Estas breves palabras de Hideyoshi transformaron de pronto la atroz noticia en una ocasión de júbilo.

—¡La victoria es nuestra! —exclamó, y entonces, sin perder un instante, se puso a dar órdenes.

Los generales, tras recibir sus órdenes, se marcharon en seguida y cada uno regresó velozmente a su campamento.

Aquellos hombres, que habían estado oprimidos por la alarmante sensación de que corrían un grave peligro, se sentían ahora impacientes y tensos, esperando que Hideyoshi los llamara por su nombre para darles órdenes.

Con excepción de los ayudantes y pajes de Hideyoshi, prácticamente todos los generales se habían retirado para hacer sus preparativos. Pero dos hombres de la región, Ujiie Hiroyuki e Inaba Ittetsu, así como Horio Mosuke, que estaba bajo el mando directo de Hideyoshi, no habían recibido ninguna orden.

Como si apenas pudiera contenerse, Ujiie se adelantó y dijo:

—Tengo un favor que pediros, mi señor. También quisiera preparar a mis fuerzas para acompañaros.

—No, quiero que te quedes en Ogaki. Necesito que tengas a Gifu bajo control. —Entonces se volvió hacia Mosuke—: Quiero que también te quedes aquí.

Tras dar estas últimas órdenes, Hideyoshi salió del recinto. Llamó a su paje y le preguntó:

—¿Y los correos que he pedido antes? ¿Están listos?

—¡Sí, mi señor! Están esperando vuestras instrucciones.

El paje echó a correr y volvió al cabo con cincuenta corredores.

Hideyoshi les habló personalmente.

—Hoy es un día como ningún otro en vuestras vidas. Es una gran bendición para vosotros haber sido elegidos como los heraldos de este día. —Entonces les dio órdenes individuales—. Veinte de vosotros anunciarán por los pueblos en la carretera entre Tarui y Nagahama que cuando anochezca deberán colocar antorchas a lo largo de la calzada. Asimismo, no deberá haber obstrucciones como carretillas, ganado o leña. Los niños estarán en sus casas y los puentes serán reforzados.

Los veinte hombres que estaban a su derecha asintieron simultáneamente. A los treinta restantes les dio las siguientes instrucciones:

—Los demás iréis a Nagahama a toda velocidad. Haced que la guarnición se prepare y decid a los ancianos de pueblos y aldeas que deben dejar provisiones militares a lo largo de los caminos por los que pasaremos.

Los cincuenta hombres se alejaron corriendo.

Hideyoshi dio una orden a los servidores que le rodeaban y montó su caballo negro.

En aquel momento Ujiie corrió hacia él.

—¡Mi señor! ¡Esperad un momento!

El guerrero se aferró a la silla de Hideyoshi y lloró en silencio.

Dejar a Ujiie solo en Gifu, con la posibilidad de que pudiera comunicarse con Nobutaka y rebelarse había sido una fuente de inquietud para Hideyoshi. A fin de impedir la traición, había ordenado a Horio Mosuke que se quedara con Ujiie.

A Ujiie le mortificaba no sólo la idea de que su señor había dudado de él, sino también el hecho de que Mosuke se vería privado de la batalla más importante de su vida por su culpa.

Ujiie había reaccionado a esas profundas emociones aferrando la brida del caballo de Hideyoshi.

—Aun cuando no tenga derecho a acompañaros, os ruego que por lo menos permitáis al general Mosuke estar a vuestro lado. ¡De buen grado me abriré el vientre aquí mismo para libraros de vuestra inquietud!

Dicho esto, se llevó la mano a su daga.

—¡No pierdas la cabeza, Ujiie! —le gritó Hideyoshi, golpeándole la mano con la fusta—. Mosuke puede seguirme si tanto lo desea, pero deberá hacerlo después de que el ejército haya partido. Y en ese caso, no podemos dejarte. Tú también deberás venir.

Casi loco de alegría, Ujiie se volvió hacia el cuartel general y gritó:

—¡Señor Mosuke! ¡Señor Mosuke! ¡Hemos recibido permiso para ir! Salid y mostrad vuestra gratitud.

Los dos hombres se postraron en el suelo, pero todo lo que quedaba era el sonido de una fusta en el aire. El caballo de Hideyoshi ya se alejaba galopando.

Tal celeridad cogió desprevenidos incluso a sus ayudantes, los cuales tuvieron que echar a correr para darle alcance.

Tanto los hombres a pie como los que se apresuraron a montar, se lanzaron en seguida en pos de su señor sin orden ni formación.

Era la hora del carnero. Ni siquiera habían pasado dos horas entre la llegada del primer correo y la partida de Hideyoshi. Durante ese tiempo, Hideyoshi había convertido una derrota en el norte de Omi en una oportunidad de victoria. Había creado sobre la marcha una nueva estrategia para todo su ejército, había dado instrucciones a los correos, enviándoles con órdenes a Kinomoto, que estaba a trece leguas de distancia, por aquella carretera que sería su camino hacia todo o nada.

Había tomado su resolución en cuerpo y alma.

Con el ímpetu de esa resolución, avanzó al frente de una fuerza de quince mil hombres, mientras otros cinco mil quedaban atrás.

Aquella tarde, a la hora del mono, Hideyoshi y su avanzada entraron en Nagahama. Un cuerpo de ejército siguió a otro, y los últimos hombres y caballos que abandonaron Ogaki debieron de haber partido más o menos al mismo tiempo que la avanzada entraba en Nagahama.

Hideyoshi no se descuidó cuando llegó a Nagahama, sino que en seguida hizo preparativos para tomar la iniciativa contra el enemigo. Ni siquiera desmontó. Tras comer unas bolas de arroz y apagar la sed con un cazo de agua, partió rápidamente de Nagahama y avanzó través de Soné y Hayami. Llegó a Kinomoto a la hora del perro.

Sólo habían tardado cinco horas en viajar desde Ogaki, porque habían recorrido todo el camino sin detenerse.

Los quince mil hombres de Hidenaga estaban en el monte Tagami. Kinomoto era en realidad una casa de postas en la carretera que rodeaba la vertiente oriental de la montaña. En la cima estaba estacionada una división del ejército. En las afueras de la aldea de Jizo los hombres habían levantado una torre de observación.

—¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este lugar? —preguntó Hideyoshi, deteniendo bruscamente a su caballo.

—Esto es Jizo.

—Estamos cerca del campamento de Kinomoto.

Algunos de los servidores que le rodeaban le dieron estas respuestas. Hideyoshi permaneció en la silla.

—Dadme un poco de agua —ordenó.

Cogió el cazo que le ofrecían, tomó el agua de un solo trago y se estiró por primera vez desde que saliera de Ogaki. Entonces desmontó, se dirigió rápidamente a la base de la torre de vigilancia y contempló el cielo. La torre carecía de tejado y escalera. Los soldados la escalaban utilizando unos asideros de madera irregularmente espaciados.

De repente Hideyoshi pareció recordar la época en que era un joven soldado de infantería. Ató el cordón de su abanico de mando a la espada y emprendió la escalada hasta lo alto de la torre. Sus pajes le empujaban por detrás, y formaron una especie de escala humana.

—Esto es peligroso, mi señor.

—¿No necesitáis una escala?

Los hombres que estaban abajo le llamaban, pero Hideyoshi ya estaba a más de seis metros por encima del suelo.

La violenta tormenta que descargó sobre las llanuras de Mino y Owari había remitido. El cielo estaba despejado y lleno de estrellas, y los lagos Biwa y Yogo eran como dos espejos arrojados a la llanura.

Cuando Hideyoshi, que había parecido cansado del viaje, estuvo en lo alto de la torre, su resuelta figura silueteada contra el cielo nocturno, se sentía más feliz que fatigado. Cuanto más peligrosa era la situación y más profundas sus penalidades, más dichoso se sentía. Era la felicidad resultante de remontar las adversidades y ser capaz de volverse y verlas detrás, algo que había experimentado en mayor o menor grado desde la época de su juventud. Él mismo afirmaba que la mayor felicidad de la vida era permanecer en el difícil límite entre el éxito y el fracaso.

Pero ahora, mientras contemplaba el cercano Shizugatake y el monte Oiwa, parecía confiado en la victoria.

Sin embargo, Hideyoshi era mucho más cauto que la mayoría de los hombres. Ahora, como tenía por costumbre, cerró apaciblemente los ojos y se colocó en una posición en la que el mundo no era ni enemigo ni aliado. Librándose de las incongruencias terrenas, él mismo se convirtió en el corazón del universo y escuchó la declaración de la voluntad celeste.

—Ya casi está terminado —musitó, sonriendo por fin—. Ese Sakuma Genba apareció con un aspecto tan fresco y bisoño... ¿En qué estaría soñando?

Al bajar de la torre, subió en seguida hasta la mitad del monte Tagami, donde le saludó Hidenaga. En cuanto terminó de darle órdenes, Hideyoshi bajó del monte, pasó por Kuroda, cruzó Kannonzaka, avanzó por el este de Yogo y llegó al monte Chausu, donde descansó por primera vez desde que saliera de Ogaki.

Le acompañaban dos mil soldados. Su armadura de seda con el color del fruto del caqui estaba cubierta por el sudor y el polvo de la jornada. Pero vestido con aquella sucia indumentaria, y con los movimientos constantes de su abanico militar, impartió las instrucciones para la batalla.

Era ya noche cerrada, entre la segunda mitad de la hora del jabalí y la primera mitad de la hora de la rata.

Hachigamine se encontraba al oeste de Shizugatake. Durante la noche Genba había llevado allí un solo cuerpo de ejército. Su plan para el ataque contra Shizugatake a la mañana siguiente consistía en actuar de acuerdo con la vanguardia en Iiurazaka y Shimizudani, en el noroeste, y aislar la fortaleza enemiga.

El cielo estaba cuajado de estrellas, pero las montañas, cubiertas de árboles y arbustos, eran negras como la tinta, y el camino que serpenteaba entre ellas no era más que un estrecho sendero de leñadores.

Uno de los centinelas soltó un gruñido.

—¿Qué ocurre? —preguntó otro hombre.

—Ven aquí y echa un vistazo —dijo un tercero que estaba un poco más lejos.

Se oyó el sonido de los hombres que se movían por el sotobosque, y entonces aparecieron las figuras de los centinelas en la loma.

—Parece que hay una especie de resplandor en el cielo —dijo uno de ellos, señalando hacia el sudeste.

—¿Dónde?

—Desde la derecha de aquel gran ciprés hacia el sur.

—¿Qué crees que es?

Todos se echaron a reír.

—Deben de ser los campesinos cerca de Otsu o Kuroda que queman algo.

—No deberían quedar campesinos en los pueblos. Todos han huido a las montañas.

—Entonces tal vez se trate de las fogatas del enemigo estacionado en Kinomoto.

—No lo creo. Sería distinto una noche con las nubes bajas, pero es raro ver esa coloración en el cielo en una noche clara. Aquí hay demasiados árboles que nos impiden ver, pero podríamos subir a ese risco.

—¡Espera! ¡Eso es peligroso!

—¡Si resbalas, caerás al fondo del valle!

Trataron de detenerle, pero él subió a la superficie rocosa, aferrándose a las plantas trepadoras. Su silueta parecía la de un mono en lo alto de la elevación.

—¡Oh, no! ¡Esto es horrible! —gritó de repente.

—¿Qué es? ¿Qué ves?

El hombre que estaba en lo alto del risco guardaba silencio, casi como si estuviera conmocionado. Uno tras otro, los hombres que estaban debajo subieron a su encuentro. Cuando llegaron arriba, todos se echaron a temblar. Desde el risco no sólo veían los lagos Yogo y Biwa sino también la carretera que conducía a las provincias del norte y que serpenteaba por el sur a lo largo del lago. Incluso era visible el pie del monte Ibuki.

Había anochecido, por lo que era difícil ver con claridad, pero parecía haber una sola línea de llamas que fluía como un río desde Nagahama a Kinomoto, cerca del pie de la montaña en la que estaban. Las llamas se extendían de un extremo a otro hasta donde alcanzaba la vista, un arroyo continuo de fuego con círculos de luz.

—¿Qué es eso?

Los hombres se quedaron un momento aturdidos, pero en seguida volvieron en sí.

—¡Vamos! ¡Rápido!

Los centinelas bajaron del risco casi como si rodaran por la ladera, y corrieron para informar al campamento principal.

Genba se había retirado a descansar temprano, con gloriosas expectativas para el día siguiente. También sus soldados ya estaban dormidos.

Era cerca de la hora del jabalí cuando Genba despertó de su sueño ligero y se irguió.

—¡Tsushima! —gritó.

Osaki Tsushima dormía cerca, y cuando se levantó Genba ya estaba ante él, con una lanza que había cogido de la mano de un paje.

—Acabo de oír el relincho de un caballo. Ve a echar un vistazo.

—¡En seguida!

Cuando Tsushima alzó la cortina, tropezó con un hombre que gritaba a voz en grito.

—¡Esto es una emergencia! —decía, presa del pánico.

—¿Qué tienes que decir? —le preguntó Genba, alzando la voz.

En su estado de agitación, el hombre era incapaz de informar concisamente sobre la situación urgente.

—Hay gran número de antorchas y hogueras a lo largo de la carretera entre Mino y Kinomoto, y avanzan en una alarmante línea roja. El señor Katsumasa cree que debe de ser un movimiento del enemigo.

—¡Cómo! ¿Una línea de fuego en la carretera de Mino?

Genba no parecía comprender la situación, pero poco después de aquel informe urgente desde Shimizudani llegó un despacho similar de Hara Fusachika, que estaba acampado en Hachigamine.

La conmoción en la oscuridad empezó a despertar a los soldados del campamento. Las ondas se extendieron de inmediato.

Curiosamente, Hideyoshi regresaba de Mino, pero Genba no podía creerlo y seguía teniendo el aspecto resuelto de quien persiste en sus propias convicciones.

—¡Tsushima! ¡Ve a comprobarlo!

Tras dar esa orden, pidió su escabel de campaña y adoptó conscientemente un aire de serenidad. Desde luego, comprendía los sutiles sentimientos de sus servidores que leían con inquietud lo que estaba escrito en su rostro.

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