Taiko (172 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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En aquel momento los disparos de mosquete resonaron en la llanura. El fuego procedía sin duda de su propio cuerpo de mosqueteros, y las fuerzas de Hideyoshi debían de haber lanzado su asalto simultáneamente. Con estos pensamientos, Inuchiyo bajó con rapidez la pendiente, mirando las nubes de polvo y pólvora que se alzaban a un lado.

—¡Ahora! ¡Ahora! —musitó, golpeando la silla de montar una y otra vez.

Los gongs y los grandes tambores de guerra que sonaban en una sección del campamento de Moyama aumentaban la confusión. Parecía que las fuerzas irresistibles de Hideyoshi habían pasado por encima de sus propias bajas en la línea defensiva de los mosqueteros y ya penetraban profundamente en el centro de las fuerzas de Sakuma y Maeda. Y con la misma facilidad con que habían causado la confusión del ejército central, atacaban ahora con tal furia que nada podría detenerlos.

Al observar la lucha violenta, Inuchiyo evitó el camino, unió sus fuerzas a las de su hijo, Toshinaga, y se apresuró a retirarse.

Algunos de sus oficiales se mostraron enojados y suspicaces, mas para Inuchiyo no era más que la acción decidida con anterioridad. En el fondo de su corazón, Inuchiyo siempre había sido independiente y deseado la neutralidad. Debido a la posición de su provincia, Katsuie había acudido a él y se había visto obligado a tomar el partido de aquel hombre. Pero ahora, debido a su amistad con Hideyoshi, se retiraba en silencio.

Pero las tropas de avanzada de Hideyoshi atacaron implacables al ejército de Maeda y cayeron varios hombres de la retaguardia.

Entretanto, Inuchiyo y su hijo condujeron a sus tropas casi del todo indemnes fuera del campamento. Desde Shiotsu siguieron una ruta indirecta a través de Hikida e Imajo, y finalmente se retiraron al castillo de Fuchu. Durante la violenta batalla, que duró dos días, el campamento de Maeda fue como un bosque solitario que se alzara apaciblemente en medio de las nubes del caos.

***

¿Cuáles habían sido las condiciones en el campamento de Katsuie desde la noche anterior?

Katsuie había enviado seis mensajeros a Genba, cada uno de los cuales había regresado tras un completo fracaso. Finalmente Katsuie se lamentó de que no era posible hacer nada más y se retiró a descansar lleno de amarga resignación. No pudo conciliar el sueño, pues estaba cosechando lo que él mismo había sembrado: su favoritismo hacia Genba había producido el veneno del amor ciego. Había cometido un grave error al dejar que sus emociones le hicieran confundir los vínculos carnales de un tío y su sobrino con los vínculos solemnes existentes entre un jefe y su subordinado.

Ahora Katsuie lo comprendía perfectamente. Genba también había sido el causante de la rebelión de su hijo adoptivo, Katsutoyo, en Nagahama. Y tenía noticia del desagradable comportamiento altivo de Genba con Inuchiyo, nada menos, en el campo de batalla de Noto.

Aunque reconocía tales defectos en aquel hombre, Katsuie seguía teniendo la seguridad de que la valía de Genba estaba muy por encima de la media.

—Ah, pero ahora esas mismas cualidades pueden revelarse fatales —musitó, revolviéndose en su estera.

En el momento en que las llamas de las lámparas empezaban a parpadear, varios guerreros llegaron a toda prisa por el corredor. En las dos habitaciones contiguas, Menju Shosuke y otros despertaron de su sueño.

Al oír voces que respondían a esas pisadas, los hombres que habían protegido el aposento de Katsuie se apresuraron a salir al corredor.

—¿Qué ha ocurrido?

El aspecto del guerrero que acababa de entrar como portavoz no era normal. Habló con tal rapidez que sus palabras se atropellaban.

—El cielo sobre Kinomoto está rojo desde hace algún tiempo. Nuestros exploradores acaban de regresar del monte Higashino...

—¡No seas tan prolijo! —le reconvino bruscamente Menju—. ¡Limítate a darnos los datos esenciales!

—Hideyoshi ha llegado desde Ogaki y su ejército está causando gran alboroto en la vecindad de Kinomoto —dijo el guerrero sin hacer una pausa para respirar.

—¿Qué? ¿Hideyoshi?

Los hombres agitados habían acudido con la mayor rapidez posible a los aposentos de Katsuie para informarle de la situación, pero Katsuie ya les había oído y salió al corredor.

—¿Habéis oído lo que acaban de decir, mi señor?

—Así es —replicó Katsuie, con el rostro más pálido aún que antes—. Hideyoshi actuó de la misma manera durante la campaña en las provincias occidentales.

Como era de esperar, Katsuie permaneció sereno y trató de calmar a quienes le rodeaban, pero no podía ocultar sus propias emociones residuales. Había advertido a Genba, y a juzgar por lo que decía ahora, parecía casi como si estuviera orgulloso de lo acertado de su advertencia. Sin embargo, aquélla era también la voz del valiente general a quien en otro tiempo habían llamado Rompejarros o Demonio Shibata. Quienes la oían ahora sólo podían sentir lástima.

—Ya no puedo confiar en Genba. A partir de ahora, tomaré la iniciativa para que podamos luchar como es debido. No vaciléis ni os sintáis alarmados. Debemos alegrarnos de que por fin haya venido Hideyoshi.

Katsuie reunió a sus generales, se sentó en su escabel de campaña y dio órdenes para la disposición de las tropas. Actuaba con el vigor de un hombre joven. Había previsto la llegada de Hideyoshi sólo como una ligera posibilidad. En cuanto la posibilidad se convirtió en una amenaza real, la confusión reinó en su campamento. No fueron pocos los hombres que abandonaron sus puestos con la excusa de que estaban enfermos, otros desobedecieron las órdenes y muchos soldados desertaron llenos de confusión y pánico. Era un triste estado de cosas: de siete mil soldados, ahora ni siquiera quedaban tres mil.

Éste era el ejército que había partido de Echizen con la firme voluntad de luchar contra Hideyoshi. Aquellos hombres no deberían haber huido cuando se presentaba la primera amenaza real.

¿Qué había llevado a semejante extremo a un ejército de más de siete mil hombres? Una sola cosa: la falta de un mando con autoridad. Por otro lado, las acciones de Hideyoshi habían sido inesperadamente rápidas, algo que les pasmaba todavía más. Los rumores y los informes falsos se propagaban sin cesar, lo cual estimulaba la cobardía.

Cuando Katsuie observó la peligrosa confusión de sus tropas, no sólo se sintió descorazonado sino también colérico. Apretó los dientes y pareció incapaz de volcar su indignación en los oficiales que le rodeaban. Primero sentados, luego en pie, después caminando de un lado a otro, los guerreros que estaban a su alrededor habían sido incapaces de tranquilizarse. Las órdenes de Katsuie se transmitieron dos o tres veces, pero las respuestas no habían sido claras.

—¿Por qué estáis todos tan nerviosos? —les reprendió—. ¡Calmaos! Abandonar los puestos de mando y propagar rumores y chismorreos sólo sirve para que nuestros hombres se sientan más confusos. Cualquiera que cometa tales actos será severamente castigado.

Así les hablaba, añadiendo una reprimenda a otra. Varios de sus subordinados salieron corriendo por segunda vez para anunciar sus órdenes estrictas, pero aun así se oyó a Katsuie gritar con voz alterada:

—¡No os excitéis! ¡No cedáis a la confusión!

Sin embargo, sus intenciones de reprimir el desorden no servían más que para añadir otra voz a la tremenda conmoción.

Casi había amanecido.

Los gritos de guerra y el fuego de mosquete, que habían pasado desde la zona de Shizugatake a la orilla occidental del lago Yogo, resonaban a través del agua.

—¡Tal como van las cosas, Hideyoshi llegará aquí muy pronto!

—A mediodía como mínimo.

—¿Qué? ¿Crees que van a esperar hasta entonces?

La cobardía engendraba más cobardía, y finalmente el miedo envolvió a todo el campamento.

—¡Las fuerzas enemigas deben de sumar diez mil hombres!

—¡No, creo que debe de haber veinte mil!

—¿Cómo? ¡Con semejante poderío tienen que ser treinta mil!

Los soldados estaban atrapados en sus propios temores y ninguno se sentía cómodo sin el acuerdo de sus compañeros. Entonces empezó a circular un rumor que parecía cierto.

—¡Maeda Inuchiyo se ha pasado al bando de Hideyoshi!

En ese momento, los oficiales de Shibata ya no pudieron seguir controlando a sus tropas. Finalmente Katsuie montó su caballo y, cabalgando por la zona de Kitsunezaka, reprendió en persona a los soldados de los distintos campamentos. Al parecer, había llegado a la conclusión de que sería ineficaz permitir que sus propios generales transmitieran las órdenes estrictas que procedían del cuartel general.

—¡Todo aquel que abandone el campamento sin motivo, será ejecutado en el acto! —gritó—. ¡Perseguid y matad a los desertores cobardes! ¡Quien propague rumores o enfríe el espíritu marcial de los hombres lo pagará con la vida!

Pero la situación había llegado demasiado lejos, y el resurgimiento del espíritu marcial de Katsuie era en vano. Más de la mitad de sus siete mil hombres ya habían desertado y los restantes apenas tenían los pies en el suelo. Además, ya habían perdido su confianza en el comandante en jefe. Reducido a una posición carente de respeto, incluso las órdenes del Demonio Shibata parecían vacías.

Emprendió el galope de regreso al campamento principal, el cual ya estaba siendo atacado.

Pensó que el fin había llegado también para él. Al ver a su ejército desanimado, Katsuie comprendió la futilidad de la situación. Sin embargo, su espíritu orgulloso le hacía avanzar desesperadamente hacia la muerte. Cuando empezó a amanecer, los hombres y caballos restantes estaban diseminados por el campamento.

—Por aquí, mi señor. Venid sólo un momento.

Dos guerreros sujetaban cada lado de la armadura de Katsuie, como si apoyaran su fornido cuerpo.

—No es propio de vos mostraros tan irascible. —Acompañándole a la fuerza a través del torbellino de caballos y hombres y a través de la puerta del templo, gritaron desesperadamente a los demás—: ¡De prisa, traed su caballo! ¿Dónde está el caballo de nuestro señor?

Entretanto el mismo Katsuie gritaba:

—¡No me retiraré! ¿Quién creéis que soy? ¡No voy a huir de este lugar!

Sus orgullosas palabras tenían una vehemencia creciente. Una vez más miró furibundo y gritó a los oficiales de estado mayor, que no se apartaban de su lado:

—¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué me impedís que me lance al ataque? ¿Por qué no atacáis al enemigo en vez de retenerme así?

Trajeron una montura. Un soldado portador del bello estandarte con el emblema dorado se colocó a su lado.

—Aquí no podemos detener la oleada, mi señor. Si morís en este lugar, será en vano. ¿Por qué no regresáis a Kitanosho y pensáis en un plan para intentarlo de nuevo?

Katsuie sacudió la cabeza y gritó, pero los hombres que le rodeaban le sentaron a la fuerza en la silla de montar. La situación era urgente. De repente, el capitán de los pajes, Menju Shosuke, un hombre que nunca se había distinguido en combate, corrió y se postró ante el caballo de Katsuie.

—¡Por favor, mi señor! Permitidme que lleve vuestro estandarte de mando.

Pedir permiso para tal cosa significaba que uno se ofrecía voluntario para resistir en lugar del comandante en jefe mientras éste se ponía a salvo.

Shosuke no dijo nada más, pero permaneció arrodillado ante Katsuie. No mostraba ninguna preparación especial para la muerte, como tampoco desesperación ni ferocidad. Tenía su aspecto de costumbre, cuando se presentaba ante Katsuie como capitán de los pajes.

—¿Qué? ¿Quieres que te dé el estandarte de mando?

Montado en su caballo, Katsuie contempló asombrado a Shosuke. Los generales que le rodeaban también le miraban sorprendidos. Entre los numerosos ayudantes personales de Katsuie, pocos habían sido tratados con más frialdad que Shosuke.

Katsuie, quien tenía esa clase de prejuicio contra Shosuke, debía saber mejor que nadie cuáles serían sus efectos. Y no obstante, ¿no era aquel mismo Shosuke que ahora estaba ante Katsuie quien se ofrecía para hacerse pasar por él?

El viento de la derrota soplaba desoladamente en el campamento, y a Katsuie le había resultado insoportable contemplar las vacilaciones de sus hombres. No eran pocos los cobardes que habían arrojado sus armas y desertado. Katsuie había tenido en gran estima a muchos de ellos y les había concedido sus favores durante largos años. Ahora, al pensar en ello, no podía retener las lágrimas.

Pero dejando de lado sus pensamientos, golpeó los flancos del caballo con los talones de los estribos y su áspero grito hizo desaparecer la expresión dolorida de su semblante.

—¿De qué me estás hablando, Shosuke? ¡Cuando mueras, será el momento de que muera yo también! ¡Vamos, apártate!

Shosuke se apartó del caballo que se encabritaba, pero cogió las riendas.

—Entonces permitidme que os acompañe.

Contra la voluntad de Katsuie, Menju dio la espalda al campo de batalla y corrió en dirección a Yanagase. Tanto el hombre que defendía el estandarte de mando como los servidores de Katsuie rodearon el caballo de éste, de modo que quedara en medio del grupo, y partieron velozmente.

Pero la vanguardia de Hideyoshi ya había penetrado en Kitsunezaka y, haciendo caso omiso de los guerreros de Shibata que defendían el lugar, pusieron los ojos en el estandarte dorado que se alejaba.

—¡Ése es Katsuie! ¡No le dejéis escapar!

Una multitud de ágiles lanceros se agruparon y corrieron en persecución de Katsuie.

—¡Aquí nos despedimos, mi señor!

Tras decir estas palabras de despedida, los generales que huían con Katsuie se apartaron súbitamente de su lado, dieron la vuelta y se lanzaron sobre las lanzas de las fieras tropas que les perseguían. Sus cadáveres pronto cayeron al suelo.

Menju Shosuke también se había vuelto para contemplar la embestida del enemigo, pero entonces echó a correr de nuevo tras el caballo de su señor y gritó a Katsuie desde atrás:

—El estandarte de mando.... por favor..., ¡dejadme que lo lleve!

Estaban en las proximidades de Yanagase.

Katsuie detuvo a su caballo y cogió el estandarte de mando que sostenía un hombre a su lado. Tenía numerosos recuerdos para él..., lo había alzado en sus campamentos cuando se labraba la reputación de Demonio Shibata.

—Toma, Shosuke. ¡Llévalo entre mis guerreros!

Con estas palabras, arrojó el estandarte a Shosuke. Éste se inclinó adelante y lo cogió ágilmente por el asta.

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