Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Mi señor! ¡Si huís en esa dirección os vais a encontrar con otra unidad enemiga!
Cuando llegaron a su lado, le rodearon entre todos y le llevaron hacia el río Kanare.
Por el camino recogieron un caballo extraviado, y Hidetsugu por fin tuvo montura. Pero cuando hicieron un breve alto para descansar en un lugar llamado Hosogane, el enemigo les atacó de nuevo, sufrieron otra derrota y huyeron en dirección a Inaba.
Así fue derrotado el cuarto cuerpo. El tercer cuerpo, al mando de Hori Kyutaro, estaba formado por unos tres mil hombres. Entre los distintos cuerpos existía una distancia de entre una legua y legua y media, y los mensajeros mantenían constantemente las comunicaciones abiertas entre las fuerzas, de manera que si el primer cuerpo descansaba, el avance de los demás cuerpos también se detendría, uno tras otro.
De repente Kyutaro ahuecó una mano alrededor de una oreja y escuchó.
—Eso han sido disparos, ¿verdad?
En aquel instante, uno de los servidores de Hidetsugu fustigó a su caballo hacia el lugar donde descansaban sus compañeros y habló jadeando y sin desmontar.
—Nuestros hombres han sido completamente derrotados. Las fuerzas de Tokugawa han aniquilado al ejército principal, e incluso la seguridad del señor Hidetsugu es incierta. ¡Volveos de inmediato!
Kyutaro se había llevado una sorpresa, pero su semblante se mantuvo sereno.
—¿Perteneces al cuerpo de mensajeros?
—¿Por qué me preguntáis eso ahora?
—Si no eres un mensajero, ¿por qué has venido hasta aquí corriendo y tan trastornado? ¿Has huido?
—¡No! He venido para informaros de la situación. No sé si ha sido un acto cobarde o no, pero se trata de una emergencia y he venido lo más rápido posible para informar a los señores Nagayoshi y Shonyu.
Tras decir estas palabras, el hombre fustigó a su caballo y desapareció en dirección al cuerpo de ejército situado más adelante.
—Puesto que ha venido un servidor en lugar de un mensajero, sólo podemos suponer que nuestros hombres en la retaguardia han sufrido una derrota total.
Kyutaro se sobrepuso a la inquietud que le embargaba y permaneció un momento más sentado en su escabel de campaña.
—¡Venid todos aquí! —Conocedores ya de la situación, sus servidores y oficiales se reunieron a su alrededor, sus semblantes pálidos—. Las fuerzas de Tokugawa están a punto de atacarnos. No desperdiciéis los proyectiles. Esperad hasta que el enemigo haya llegado a una distancia de sesenta pies antes de disparar. —Tras instruirles sobre la disposición de las tropas, hizo una última observación—. Os daré cien fanegas por cada guerrero enemigo muerto.
No había estado desencaminado en sus previsiones. La fuerza de Tokugawa que había asestado un golpe arrasador al cuerpo de ejército de Hidetsugu se abalanzaba ahora ferozmente contra su propio cuerpo. Los mismos jefes de Tokugawa se sentían intimidados por el tenaz espíritu combativo de sus tropas.
Las bocas de los caballos espumeaban, la determinación tensaba los rostros de los hombres y las oleadas de armaduras estaban cubiertas de sangre y polvo. Mientras las fuerzas de Tokugawa se aproximaban más y más al alcance de tiro, Kyutaro las observaba atentamente. Entonces dio la orden.
—¡Fuego!
En aquel instante los disparos produjeron un tremendo estruendo y un muro de humo. Las armas eran de llave con mecha, y el tiempo necesario para cargar y disparar era de cinco o seis segundos, incluso para hombres expertos. Por ello se utilizaba un sistema de andanadas alternas. Así, después de cada andanada, el enemigo recibía otra en rápida sucesión. El ejército asaltante cayó atropelladamente ante aquella defensa. Numerosos hombres yacían en el suelo, entre las nubes de humo de pólvora.
—¡Están preparados!
—¡Alto! ¡Atrás!
Los jefes Tokugawa gritaban órdenes de retroceder, pero no era tan sencillo detener a sus soldados enardecidos.
Kyutaro vio que había llegado el momento y gritó a las tropas que contraatacaran. Ahora la victoria estaba clara, tanto psicológica como físicamente, sin que nadie tuviera que esperar el resultado. Los cuerpos de guerreros que habían tenido una victoria tan brillante recibían ahora lo mismo que habían dado a Hidetsugu sólo momentos antes.
En el ejército de Hideyoshi, el cuerpo de lanceros de Hori Kyutaro era famoso por su gran eficacia. Los cadáveres de los hombres que habían sido atravesados por las hojas de sus lanzas obstaculizaban ahora el paso de los caballos que transportaban a los generales que intentaban huir. Los generales de Tokugawa escapaban, sus largas espadas oscilando a sus espaldas, perseguidos por las hojas de las lanzas.
Un tenue velo de humo de pólvora se cernía sobre la llanura de Nagakute, donde flotaba el hedor de los cadáveres y la sangre. Con el sol matinal se desplegaban en la llanura todos los colores del arco iris.
La paz había vuelto, pero los soldados que habían traído consigo la carnicería se dirigían ahora a Yazako, como las nubes de un chaparrón nocturno. La huida provocaba más huida, huida y destrucción interminables.
Kyutaro no perdió la cabeza mientras perseguía a las tropas de Tokugawa.
—La retaguardia no debe seguirnos. Tomad el camino indirecto hacia Inokoishi y perseguidlos por dos carreteras.
Una unidad se separó y siguió una ruta diferente, mientras Kyutaro se ponía al frente de seiscientos hombres contra el enemigo en retirada. Los muertos y heridos abandonados a lo largo de la carretera por los Tokugawa no bajarían de los quinientos hombres, pero los soldados de Kyutaro que continuaban su avance también eran menos.
Aunque el cuerpo principal había avanzado mucho, dos hombres que todavía respiraban entre los cadáveres cruzaron sus lanzas, las abandonaron por demasiado engorrosas y desenvainaron las espadas. Se trabaron, se separaron, cayeron al suelo, volvieron a levantarse y siguieron librando interminablemente su propia batalla particular. Finalmente uno le cortó la cabeza al otro. Gritando casi como un loco, el vencedor corrió en pos de sus compañeros del cuerpo principal, volvió a desaparecer en los miasmas del humo y la sangre y, alcanzado por una bala perdida, cayó muerto antes de que pudiera dar alcance a sus camaradas.
Kyutaro gritaba hasta enronquecer.
—Es inútil perseguirlos durante demasiado tiempo. ¡Genza! ¡Momoemon! ¡Detened a las tropas! ¡Decidles que retrocedan!
Varios de sus servidores corrieron adelante y, no sin dificultad, refrenaron a sus tropas.
—¡Retroceded!
—¡Formad bajo el estandarte del comandante!
Hori Kyutaro desmontó y caminó desde la carretera al promontorio de un risco. Desde allí su campo visual carecía por completo de obstáculos. Miró fijamente a lo lejos.
—Vaya, qué rápido ha venido —musitó.
La expresión de su rostro reflejaba una serenidad absoluta. Se volvió hacia sus ayudantes y les invitó a echar un vistazo.
En el oeste, en una zona elevada, frente al sol matinal, algo brillaba en el monte Fujigane.
¿No se trataba del emblema de Ieyasu, el estandarte de mando con el abanico dorado? Kyutaro habló entristecido.
—Es lamentable decirlo, pero carecemos de estrategia para enfrentarnos a un enemigo tan formidable. Nuestra tarea aquí ha terminado.
Kyutaro reunió a sus tropas e inició una rápida retirada. Pero entonces cuatro mensajeros del primer y segundo cuerpo llegaron desde la dirección de Nagakute para entrevistarse con él.
—La orden, dada directamente por el señor Shonyu, es que regreséis y unáis vuestras fuerzas a la vanguardia.
Kyutaro rehusó en redondo.
—De ninguna manera. Nos retiramos.
Los mensajeros apenas podían dar crédito a sus oídos.
—¡La batalla empieza ahora! —dijeron, alzando sus voces—. ¡Por favor, regresad de inmediato y unid vuestras fuerzas a las de nuestro señor!
Kyutaro también alzó la voz.
—¡He dicho que me retiro y me retiro! Tenemos que velar por la seguridad del señor Hidetsugu. Además, más de la mitad de los hombres están heridos, y si nos enfrentamos a un enemigo fresco, será un desastre. No voy a librar una batalla que está perdida sin remedio. ¡Podéis decirle eso al señor Shonyu y también al señor Nagayoshi!
Tras estas últimas palabras, partió al galope.
El cuerpo de Hori Kyutaro se dirigió al encuentro de Hidetsugu y sus tropas supervivientes que estaban en la vecindad de Inaba. Entonces, incendiando las granjas a lo largo del camino, se defendieron una y otra vez de las tropas Tokugawa que les perseguían y finalmente regresaron al campamento principal de Hideyoshi en Gakuden antes de que se pusiera el sol.
Los mensajeros que habían acudido en busca de la ayuda de Kyutaro estaban indignados.
—¿Qué clase de cobardía es esta de huir al campamento principal sin echar siquiera un vistazo a la situación desesperada de nuestros aliados?
—Es evidente que ha perdido el valor.
—Hoy Kyutaro nos ha mostrado su verdadero carácter. Si regresamos vivos le despreciaremos.
Entonces se volvieron hacia sus propios cuerpos aislados, dirigidos por Shonyu y, llenos de rabia, fustigaron los flancos de sus caballos.
Realmente, los dos cuerpos bajo el mando de Shonyu y Nagayoshi ahora no eran más que forraje para Ieyasu. Los dos hombres eran tan diferentes como sus habilidades. En aquella ocasión la batalla entre Hideyoshi e Ieyasu era como un gran campeonato de sumo, y cada hombre comprendía bien a su contrario. Tanto Hideyoshi como Ieyasu habían caído pronto en la cuenta de que la situación llegaría al aprieto actual, y cada uno de los dos hombres circunspectos sabía que no podría derribar al enemigo mediante trucos fáciles o teatrales. Pero pobre del soldado bravo y feroz que actúa sólo movido por su orgullo de guerrero. Ardiendo tan sólo con su propia voluntad, no conoce ni al enemigo ni sus propias capacidades.
Tras instalar su taburete de campaña en el monte Rokubo, Shonyu inspeccionó las más de doscientas cabezas de enemigos tomadas en el castillo de Iwasaki.
Era por la mañana, hacia la primera mitad de la hora del dragón. Shonyu aún no tenía la menor idea del desastre ocurrido en su retaguardia. Mirando tan sólo las ruinas humeantes del castillo enemigo que tenía delante, estaba embriagado por el pequeño placer en el que el guerrero cae con tanta facilidad.
Tras la inspección de las cabezas y el acta de las hazañas meritorias realizadas por las tropas, desayunaron. Mientras los soldados masticaban, de vez en cuando miraban hacia el nordeste. De repente, algo en aquella dirección llamó también la atención de Shonyu.
—Tango, ¿qué es eso que se ve en el cielo por allí? —preguntó Shonyu.
—¿Podría ser una insurrección? —sugirió alguien.
Pero mientras seguían comiendo lo que quedaba de sus raciones, oyeron de repente unos gritos confusos al pie de la colina.
Cuando se estaban preguntando qué sería aquello, llegó corriendo hasta ellos un mensajero de Nagayoshi.
—¡Nos han cogido desprevenidos! —gritó el hombre mientras se postraba ante el escabel de campaña de Shonyu—. ¡Vienen por detrás de nosotros!
Los generales tuvieron la sensación de que un viento frío había soplado a través de sus armaduras.
—¿Qué quiere decir eso de que vienen por detrás de nosotros? —preguntó Shonyu.
—Una fuerza enemiga ha seguido a la retaguardia del señor Hidetsugu.
—¿La retaguardia?
—Han efectuado un ataque repentino por ambos flancos.
Shonyu se levantó bruscamente, en el preciso instante en que llegaba un segundo mensajero desde Nagayoshi.
—No hay tiempo que perder, mi señor. La retaguardia del señor Hidetsugu ha sido completamente derrotada.
Hubo un movimiento repentino en la colina y, a continuación, el sonido de órdenes impartidas con voz ronca y de los soldados que bajaban por el camino hasta el pie de la colina.
Desde la ladera umbría del monte Fujigane el estandarte de mando del abanico dorado brillaba por encima del ejército de Tokugawa. Había algo casi embrujador en el símbolo, que hacía estremecerse en lo más íntimo a cada guerrero del ejército occidental en la llanura.
Existe una gran diferencia psicológica entre el espíritu de un ejército que avanza y el de un ejército que ha dado la vuelta. Nagayoshi, que ahora alentaba a sus hombres desde lo alto de su caballo, parecía un hombre que preveía su propia muerte. Su armadura estaba hecha de cuero negro con cordones azul oscuro, y la chaqueta sin mangas que la recubría era de brocado de oro sobre un fondo blanco. Unas astas de ciervo adornaban su yelmo, que llevaba echado sobre los hombros. Todavía tenía la cabeza envuelta en vendajes blancos.
El segundo cuerpo había descansado en Oushigahara, pero en cuanto se enteró de la persecución de que era objeto por parte de las fuerzas de Tokugawa, Nagayoshi arengó a sus hombres y miró furibundo el abanico dorado en el monte Fujigane.
—Ese hombre es un digno adversario —dijo—. Hoy voy a desquitarme del fracaso de Haguro, pero no lo haré sólo por mí. Les mostraré cómo elimino también el desprestigio de mi suegro.
Se había propuesto reivindicar su honor. Nagayoshi era un hombre apuesto, y el atuendo de muerte que se había puesto parecía demasiado triste para él.
—¿Has llevado el informe a la vanguardia?
El mensajero, que había regresado, acercó su caballo al de su señor, se adaptó a su andadura y le informó.
Nagayoshi, que miraba fijamente adelante, aflojó las riendas mientras escuchaba.
—¿Y qué hay de los hombres en el monte Rokubo? —preguntó.
—Las tropas formaron con rapidez y ahora vienen detrás de nosotros.
—En ese caso, dile al señor Kyutaro del tercer cuerpo que hemos combinado nuestras fuerzas y avanzamos para enfrentarnos a Ieyasu en el monte Fujigane, de modo que debería venir en esta dirección para apoyarnos.
Cuando el hombre se alejaba al galope, dos mensajeros montados partieron velozmente con las mismas instrucciones de Shonyu para Kyutaro.
Pero, como ya hemos relatado, Kyutaro rechazó esa solicitud y los mensajeros regresaron indignados. Cuando Nagayoshi recibió sus informes, su ejército ya había atravesado una zona pantanosa entre las montañas y empezaba a subir a lo alto de Gifugadake en busca de una buena posición. Ante ellos ondeaba el estandarte de Ieyasu del abanico dorado.
La disposición del terreno era complicada. A lo lejos serpenteaba un acceso a una sección de la llanura de Higashi Kasugai, unas veces como cortado a tijera entre las montañas, otras abarcando llanuras más pequeñas. La carretera de Mikawa que conectaba con Okazaki se veía en el lejano sur.