Taiko (183 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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En cuanto dejó el pincel, envió la nota a Ogaki.

Sin embargo, dos días después, la noche del quince, fue enviado otro mensaje desde Ogaki.

El castillo de Inuyama había caído. Al mismo tiempo Shonyu y su hijo habían tomado su decisión: habían capturado la fortaleza más estratégica junto al río Kiso, ofreciéndola como prueba de su apoyo a Hideyoshi. Era una buena noticia.

Hideyoshi estaba satisfecho, pero también había algo que le turbaba.

Al día siguiente Hideyoshi se encontraba en el castillo de Osaka. Durante los próximos días se multiplicaron los augurios de fracaso. Tras la feliz victoria en Inuyama, Hideyoshi se enteró de que el yerno de Shonyu, Nagayoshi, deseoso de realizar una gran hazaña militar por sí solo, había planeado un ataque por sorpresa contra las fortificaciones de los Tokugawa en el monte Komaki. Su ejército había sido interceptado por el enemigo cerca de Haguro, y se rumoreaba que había perecido con gran parte de sus tropas.

—Hemos perdido a este hombre debido a su espíritu de lucha. ¡Semejante necedad es imperdonable!

Hideyoshi se dirigía a sí mismo este amargo lamento.

***

El día diecinueve, cuando Hideyoshi estaba preparado para abandonar Osaka, llegó otra mala noticia de Kishu. Hatakeyama Sadamasa se había rebelado y estaba avanzando hacia Osaka por tierra y mar. Lo más probable era que Nobuo e Ieyasu hubieran sido los incitadores, pero aunque no lo fuesen, los supervivientes descontentos de los monjes guerreros del Honganji siempre estaban esperando una oportunidad de atacar. Hideyoshi se vio obligado a posponer el día de su partida, a fin de completar las defensas de Osaka.

Eran las primeras horas de la mañana del día veintiuno del tercer mes. Los abadejos entonaban sus agudos cantos en los cañaverales de Osaka. Caían las flores de cerezo y en las calles las flores caídas revoloteaban alrededor de la larga comitiva de hombres con armadura y caballos. Parecía como si la naturaleza los despidiera. Los espectadores formaban una hilera compacta e interminable al lado de la carretera.

Aquel día el ejército que seguía a Hideyoshi sumaba más de treinta mil hombres. Todo el mundo intentaba tener un atisbo de Hideyoshi, que cabalgaba en medio de ellos, pero era tan menudo y de aspecto ordinario que, rodeado por sus generales montados, pasaba fácilmente desapercibido.

Pero Hideyoshi miraba a la multitud y sonreía confiadamente. Pensaba que Osaka iba a prosperar. Ya parecía florecer, y aquél era el mejor de todos los augurios. Vestían ropas de brillantes colores y atrevido diseño, y no había ninguna indicación de una ciudad en declive. ¿Sería porque tenían fe en el nuevo castillo que se alzaba en su mismo centro?

«Ganaremos. Esta vez podemos ganar.» Así era como Hideyoshi adivinaba el futuro.

Aquella noche el ejército acampó en Hirakata, y a primera hora de la mañana siguiente, los treinta mil hombres prosiguieron su avance hacia el este, siguiendo un camino serpenteante a lo largo del río Yodo.

Cuando llegaron a Fushimi, unos cien hombres se adelantaron a recibirles en el cruce del río.

—¿De quién son esos estandartes? —preguntó Hideyoshi.

Los suspicaces generales entrecerraron los ojos. Nadie podía identificar los enormes estandartes con negros caracteres chinos sobre fondo rojo. Había también cinco pendones dorados y un estandarte de mando con insignias de ocho círculos más pequeños dentro de uno grande y central en un abanico dorado. Bajo esos estandartes, treinta guerreros montados, treinta lanceros, treinta mosqueteros, veinte arqueros y un cuerpo de infantería aguardaban en formación, sus brillantes atuendos agitados por la brisa del río.

—Ve a averiguar quiénes son —ordenó Hideyoshi a un servidor.

El hombre regresó en seguida.

—Es Ishida Sakichi.

Hideyoshi dio una ligera palmada a su silla de montar.

—¿Sakichi? Bien, bien, él tenía que ser —dijo alegremente, como si se le acabara de ocurrir algo.

Ishida Sakichi se acercó al caballo de Hideyoshi y saludó a su señor.

—Antes os hice una promesa y hoy he preparado para vuestro uso una fuerza financiada con el dinero obtenido tras despejar las tierras no utilizadas de esta zona.

—Bien, Sakichi, venid con nosotros. Sumáos a la columna de suministros en la retaguardia.

Hombres y caballos por un valor que superaba las diez mil fanegas de arroz... Hideyoshi estaba impresionado por el ingenio de Sakichi.

Aquel día la mayoría de las tropas pasaron por Kyoto y tomaron la carretera de Omi. Cada árbol y cada brizna de hierba rememoraba a Hideyoshi los reveses de su juventud.

—Ahí está el monte Bodai —musitó Hideyoshi.

Contempló la montaña y recordó a su señor, Takenaka Hanbei, el ermitaño del monte Kurihara. Al reflexionar ahora en ello, agradecía no haber pasado un solo día ocioso en aquella breve primavera de la vida. Los infortunios de su juventud y los esfuerzos de aquel entonces le habían convertido en lo que era ahora, y tenía la sensación de haber sido bendecido por aquel mundo oscuro y la humedad fangosa de sus calles.

Hanbei, que llamaba señor a Hideyoshi, había sido un verdadero amigo al que no había podido olvidar. Incluso después de la muerte de Hanbei, cada vez que Hideyoshi tenía dificultades se decía: «Ojalá Hanbei estuviera aquí...». No obstante, permitió que aquel hombre muriese sin ninguna recompensa. De repente, las cálidas lágrimas acumuladas bajo los párpados de Hideyoshi empañaron su visión de la cumbre del monte Bodai.

Y pensó en Oyu, la hermana de Hanbei...

En aquel momento reparó en la capucha blanca de una monja budista que estaba a la sombra de los pinos al lado de la carretera. La mirada de la monja se cruzó un momento con la de Hideyoshi. Éste tiró de las riendas de su caballo y pareció a punto de dar una orden, pero la mujer que estaba bajo los pinos ya había desaparecido.

Aquella noche, en el campamento, Hideyoshi recibió un plato de pastelillos de arroz. El hombre que los entregó dijo que los había traído una monja que no dio su nombre.

—Son deliciosos —dijo Hideyoshi, y se comió un par de pastelillos aunque ya había cenado.

Mientras comentaba lo buenos que eran, tenía lágrimas en los ojos.

Más tarde, el avispado paje mencionó el extraño talante de Hideyoshi a los generales que le atendían. Todos ellos parecieron sorprendidos, como si no pudieran conjeturar siquiera el motivo del comportamiento de su señor. Estaban preocupados por su expresión de tristeza, pero en cuanto puso la cabeza sobre la almohada, los fuertes ronquidos de Hideyoshi fueron tan ruidosos como de costumbre. Durmió tranquilamente durante cuatro horas. Por la mañana, cuando el cielo estaba todavía oscuro, se levantó y partió. Durante aquel día llegaron a Gifu los destacamentos primero y segundo. Shonyu y su hijo saludaron a Hideyoshi, y pronto el enorme ejército llenaba el castillo, tanto dentro como fuera.

Antorchas y hogueras iluminaban el cielo nocturno sobre el río Nagara. A lo lejos, las unidades tercera y cuarta estuvieron la noche entera avanzando hacia el este.

—¡Cuánto tiempo ha pasado!

Sus voces sonaron al unísono en el momento en que Hideyoshi y Shonyu se encontraron.

—Me satisface realmente que vos y vuestro hijo os hayáis unido a mí en estos momentos, y ni siquiera puedo expresar lo que habéis hecho por mí con el regalo del castillo de Inuyama. Me quedé muy impresionado por vuestra rapidez y la pericia con que aprovechasteis esa oportunidad.

Pero aunque Hideyoshi no dijera nada al respecto, Shonyu estaba avergonzado. Parecía azorarle profundamente que su victoria en Inuyama no pudiera compensar la derrota y la pérdida sufrida por Nagayoshi. La carta de Hideyoshi que le había entregado Bito Jinemon le había advertido en particular de que no cediera a la tentación de enfrentarse a Ieyasu, pero había llegado demasiado tarde.

Entonces Shonyu se refirió a ese acontecimiento.

—No sé cómo pedir disculpas por nuestra derrota debido a la necedad de mi yerno.

—Estáis demasiado preocupado por eso —replicó Hideyoshi, riendo—. No es algo propio del Ikeda Shonyu que conozco.

Cuando despertó a la mañana siguiente, Hideyoshi se preguntó si debía culpar a Shonyu o dejarle en paz. Al margen de cualquier otra consideración, la ventaja de tener en sus manos el castillo de Inuyama antes de librar la próxima gran batalla era extraordinaria. Hideyoshi alabó a Shonyu una y otra vez por su hazaña meritoria, y no sólo para consolarle.

El día veinticinco Hideyoshi descansó y reunió a su ejército, que sumaba más de ochenta mil hombres.

A la mañana siguiente abandonó Gifu, llegó a Unuma a mediodía y ordenó de inmediato que formaran un puente con embarcaciones para cruzar el río Kiso. Entonces el ejército acampó para pasar la noche. En la mañana del día veintisiete levantaron el campamento y se dirigieron a Inuyama, en cuyo castillo Hideyoshi hizo su entrada exactamente a mediodía.

—Traedme un caballo de patas fuertes —ordenó, y en cuanto terminó de almorzar salió al galope por el portal del castillo, acompañado tan sólo por unos pocos jinetes con armadura ligera.

—¿Adonde iréis, mi señor? —le preguntó un general, persiguiéndole a todo galope.

—Sólo es necesario que me acompañéis unos cuantos —replicó Hideyoshi—. Si somos demasiados, el enemigo nos verá.

Cruzaron a toda prisa el pueblo de Haguro, donde, según los informes, había muerto Nagayoshi, y subieron al monte Ninomiya. Desde allí Hideyoshi podía contemplar el principal campamento enemigo en el monte Komaki.

Se decía que las fuerzas combinadas de Nobuo e Ieyasu sumaban unos sesenta y un mil hombres. Hideyoshi entrecerró los ojos y miró a lo lejos. El sol de mediodía brillaba intensamente. Se puso una mano sobre los ojos a modo de visera y examinó lentamente el monte Komaki, ocupado por las fuerzas enemigas.

Aquel día Ieyasu estaba todavía en Kiyosu. Había ido al monte Komaki, donde dio sus instrucciones para la alineación de combate, y regresó rápidamente. Era como si un maestro de go moviera una sola ficha sobre el tablero con extremo cuidado.

La noche del veintiséis, Ieyasu recibió un informe confirmado de que Hideyoshi estaba en Gifu. Ieyasu, Sakakibara, Honda y otros vasallos estaban sentados en una habitación. Les acababan de decir que la construcción de las fortificaciones en el monte Komaki se habían completado.

—¿De modo que Hideyoshi ha venido? —musitó Ieyasu.

Mientras los demás hombres intercambiaban miradas, Ieyasu sonrió y la piel bajo sus ojos se arrugó como la de una tortuga. Todo sucedía tal como él había previsto.

Hideyoshi siempre había sido un hombre de acción rápida, y el hecho de que en esta ocasión no mostrara su celeridad habitual preocupaba no poco a Ieyasu. ¿Se haría fuerte en Ise o iría al este, hacia la llanura de Nobi? Como Hideyoshi se encontraba todavía en Gifu, podía encaminarse en cualquiera de las dos direcciones. Ieyasu aguardaba el siguiente informe, el cual, cuando llegó, le puso al corriente de que Hideyoshi había tendido un puente sobre el río Kiso y estaba en el castillo de Inuyama.

Ieyasu recibió esta información al anochecer del día veintisiete, y la expresión de su rostro anunciaba que había llegado el momento. Durante la noche se completaron los preparativos para la batalla. El día veintiocho, el ejército de Ieyasu avanzó hacia el monte Komaki, al ritmo de los tambores y bajo los ondeantes estandartes.

Nobuo había regresado a Nagashima, pero al recibir un informe de la situación, se dirigió apresuradamente al monte Komaki, donde unió sus fuerzas a las de Ieyasu.

—Tengo entendido que sólo las fuerzas de Hideyoshi que hay aquí suman más de ochenta mil hombres y que todas sus fuerzas combinadas son más de ciento cincuenta mil —dijo Nobuo, como si nunca hubiera pensado que él era la causa de aquella gran batalla.

Sus ojos temblorosos revelaban lo que no podía ocultar en su pecho.

***

Envuelto por el humo procedente de los fuegos de la cocina, Shonyu hizo una mueca al cruzar el portal del castillo.

Tan sólo al ver su semblante los guerreros de Ikeda se sentían aprensivos, pues todos ellos sabían que el malhumor de Shonyu se debía a la derrota de Nagayoshi. A causa de su juicio erróneo, había asestado a sus aliados un severo golpe al comienzo mismo de la guerra, incluso antes de que Hideyoshi, el comandante en jefe, hubiera llegado al campo de batalla.

Ikeda Shonyu siempre había confiado en que nadie le señalaba con desdén, y para un hombre que llevaba una vida de guerrero desde hacía cuarenta y ocho años, aquella deshonra debía de haber sido, como mínimo, inesperada.

—Ven aquí, Yukisuke. Tú también, Terumasa. Que se acerquen también los servidores veteranos.

Sentado con las piernas cruzadas en el salón de la ciudadela principal, había convocado a sus hijos Yukisuke y Terumasa y sus vasallos de alto rango.

—Quiero que me deis vuestras opiniones sin reservas —les dijo, y se sacó un mapa de entre los pliegues del kimono—. Primero mirad esto.

Mientras los hombres se pasaban el mapa, comprendieron lo que Shonyu sugería.

En el mapa habían trazado una línea en tinta roja desde Inuyama a través de las montañas y sobre los ríos hasta Okazaki en Mikawa. Después de examinar el mapa, los hombres aguardaron en silencio lo que Shonyu les diría a continuación.

—Si dejamos de lado Komaki y Kiyosu y nuestros hombres avanzan por una sola ruta hacia el castillo principal de Tokugawa en Okazaki, no hay ninguna duda de que incluso Ieyasu se sentirá confuso. De lo único que debemos preocuparnos es de evitar que el enemigo vea nuestro ejército desde el monte Komaki.

Nadie se apresuró a hablar. Aquél era un plan fuera de lo corriente. Si se cometía un solo error, el desastre resultante podría ser fatal para todos sus aliados.

—Estoy pensando en ofrecer este plan al señor Hideyoshi. Si funciona, tanto Ieyasu como Nobuo no podrán evitar que los capturemos.

Shonyu quería llevar a cabo alguna hazaña meritoria que compensara la derrota de su yerno. Quería devolver la mirada con expresión triunfante a quienes chismorreaban rencorosamente sobre él. Aunque comprendían que tales eran sus intenciones, nadie estaba dispuesto a criticar lo que se proponía hacer, nadie estaba dispuesto a decirle: «No, los planes inteligentes casi nunca tienen que ver con el mérito. Esto es peligroso».

Al finalizar la conferencia el plan había obtenido un apoyo unánime. Todos los jefes rogaron que les dejaran ir en la vanguardia que penetraría en territorio enemigo y destruiría a Ieyasu en el mismo seno de su provincia.

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