Taiko (90 page)

Read Taiko Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
9.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Salta a mis hombros —dijo Hideyoshi a Chacha, pero la chiquilla se negó a separarse de su madre. Oichi la atrajo hacia sí, como si no estuviera dispuesta a soltarla. Hideyoshi las separó bruscamente y las reprendió—. Sólo faltaría que sufrierais algún daño. Os lo ruego, esto es lo que me ha pedido el señor Nagamasa.

No era aquél momento para tratarlas con simpatía, y aunque sus palabras eran corteses, su tono asustaba. Oichi le cargó a Chacha en la espalda.

—¿Todo el mundo está listo? No os apartéis de mi lado. Señora, dadme la mano, por favor.

Con Chacha sobre los hombros, Hideyoshi cogió la mano de Oichi y se puso en marcha. Oichi avanzó dando traspiés, apenas capaz de mantener el equilibrio. No tardó en liberar su mano de Hideyoshi sin decir una sola palabra y le siguió como la madre que era, medio enloquecida de temor por la seguridad de los niños que estaban delante y detrás de ella en medio de la contienda.

Nobunaga contemplaba las llamas del castillo de Odani, que ahora casi estaban lo bastante cerca para quemarle la cara. Las montañas y valles en los tres lados eran de color rojo, y el castillo en llamas rugía como un enorme horno de fundición.

Cuando por fin las llamas se redujeron a cenizas humeantes y todo hubo terminado, Nobunaga no pudo contener las lágrimas por el destino de su hermana. «¡Ese idiota!», pensó, maldiciendo a Nagamasa.

Cuando todos los templos y monasterios del monte Hiei fueron entregados a las llamas junto con las vida de cada monje y lego de la montaña, Nobunaga lo contempló sin conmoverse. Ahora aquellos mismos ojos estaban llenos de lágrimas. La carnicería del monte Hiei no podía compararse con la muerte de su hermana.

Los seres humanos poseen intelecto e instinto, y éstos a menudo se contradicen. Sin embargo, Nobunaga tenía una gran fe en su destrucción del monte Hiei; creía que al destruir una sola montaña podría prometer felicidad y prosperidad a innumerables seres humanos. La muerte de Nagamasa no tenía una importancia tan grande. Nagamasa había luchado con un sentido del deber y el honor estrecho de miras, y Nobunaga se había visto obligado a hacer lo mismo. Había pedido a su cuñado que abandonara su atrofiado sentido del deber y compartiera la visión más amplia que él tenía. Ciertamente había tratado a Nagamasa con mucha consideración y generosidad hasta el mismo final, pero esa generosidad debía tener un límite. Habría sido indulgente con su cuñado hasta aquella misma noche, pero sus generales no lo permitirían.

Aunque Takeda Shingen de Kai había muerto, sus generales y soldados seguían en perfectas condiciones, y se suponía que las capacidades del hijo superaban a las del padre. Los enemigos de Nobunaga sólo estaban esperando que diera un traspiés. Sería una locura aguardar pasivamente durante largo tiempo en el norte de Omi después de que hubiera derrotado a Echizen de un solo golpe. Al escuchar esta clase de razonamiento y argumentación por parte de sus generales, incluso Nobunaga había sido incapaz de hablar en favor de su hermana. Pero entonces Hideyoshi solicitó permiso para ser el enviado de Nobunaga durante un solo día, y aunque había enviado una señal de buenas noticias mientras aún había luz, llegó el crepúsculo, luego la noche y no había enviado ninguna otra información.

Los generales de Nobunaga estaban indignados.

—¿Creéis que el enemigo le ha engañado?

—Probablemente ha muerto.

—El enemigo planea alguna treta mientras estamos desprevenidos.

Nobunaga se resignó y finalmente dio la orden de un ataque general. Pero tras haber tomado su decisión, se preguntó si no habría sacrificado la vida de Hideyoshi y su remordimiento fue casi insoportable.

De repente un joven samurai revestido de negra armadura llegó corriendo con tal precipitación que casi golpeó a Nobunaga con su lanza.

—¡Mi señor! —dijo jadeando.

—¡Arrodíllate! —le ordenó un general—. ¡Y ponte la lanza a la espalda!

El joven samurai cayó pesadamente de rodillas bajo las miradas de los servidores que rodeaban a Nobunaga.

—El señor Hideyoshi acaba de regresar. Ha podido salir del castillo sin contratiempo.

—¿Qué? ¿Hideyoshi ha vuelto? —exclamó Nobunaga—. ¿Sólo? —se apresuró a preguntar.

—Ha venido con tres hombres del clan Asai y con la señora Oichi y sus hijos.

Nobunaga estaba temblando.

—¿Estás seguro? ¿Los has visto?

—Formo parte de un grupo que les ha protegido durante el regreso, en cuanto salieron del castillo que era pasto de las llamas. Estaban exhaustos, así que los llevamos a un lugar seguro y les dimos agua. El señor Hideyoshi me ha ordenado que viniera corriendo para informaros.

—Eres un servidor de Hideyoshi —dijo Nobunaga—. ¿Cómo te llamas?

—Soy su paje principal, Horio Mosuke.

—Gracias por traer tan buena noticia. Ahora ve a descansar.

—Gracias, mi señor, pero la batalla continúa.

Dicho esto, Mosuke se apresuró a despedirse y corrió hacia el distante clamoreo de los guerreros.

—Ayuda divina... —musitó alguien con un suspiro.

Era Katsuie.

Los demás generales también felicitaron a Nobunaga.

—Ésta es una bendición que no preveíamos. Debéis de estar muy contento.

La emoción embargaba a aquellos hombres. Estaban celosos de los logros de Hideyoshi, y eran los mismos que se habían declarado partidarios de abandonarle y habían apresurado un ataque general contra el castillo.

Sin embargo, la alegría de Nobunaga era desbordante, y su excelente estado de ánimo influyó de inmediato en todos los miembros del cuartel general. Mientras los demás le felicitaban, el astuto Katsuie dijo en privado a Nobunaga:

—¿Voy a recibirle?

Tras recibir el permiso, se alejó con algunos servidores por la empinada pendiente hacia el castillo. Finalmente, bajo la protección de Hideyoshi, la tan esperada Oichi subió al cuartel general instalado en la altiplanicie. La precedía un pequeño grupo de soldados que portaban antorchas. Hideyoshi avanzaba jadeante detrás de los hombres, llevando todavía a Chacha a la espalda.

Lo primero que vio Nobunaga fue el sudor en la frente de Hideyoshi, brillante a la luz de las antorchas. Luego llegaron el viejo general, Fujikake Mikawa, y los dos tutores, cada uno con un niño a la espalda. Nobunaga miró a los niños en silencio y sin que su semblante reflejase la menor emoción. Entonces, a unos veinte pasos detrás, apareció Shibata Katsuie, con una mano blanca sujeta al hombro de su armadura. La mano pertenecía a Oichi, que estaba semiaturdida.

—Señora Oichi —dijo Katsuie—, vuestro hermano está aquí.

Katsuie la condujo rápidamente ante Nobunaga.

Cuando Oichi volvió del todo en sí, lo único que pudo hacer fue echarse a llorar. Por un instante los sollozos de la mujer se impusieron a todos los demás sonidos del campamento e incluso oprimieron los corazones de los generales veteranos que estaban presentes. Sin embargo, Nobunaga parecía disgustado. Allí estaba su amada hermana por quien había estado tan preocupado sólo unos momentos antes. ¿Por qué no la recibía con vehemente alegría? ¿Acaso algo había echado a perder su estado de ánimo? Los generales estaban consternados. La situación era incomprensible incluso para Hideyoshi. Los servidores más íntimos de Nobunaga sufrían continuamente sus rápidos cambios de humor. Cuando veían la familiar expresión en su rostro, ninguno de ellos podía hacer más que mantenerse en silencio, y en medio del silencio al mismo Nobunaga le resultaba difícil cobrar ánimo.

No eran muchos los servidores de Nobunaga capaces de adivinar sus pensamientos profundos y separarlos de su carácter malhumorado e introvertido. En realidad, Hideyoshi y el ausente Akechi Mitsuhide eran los únicos que tenían esa habilidad.

Hideyoshi contempló la situación durante un momento y, como nadie parecía dispuesto a hacer nada, se dirigió a Oichi.

—Vamos, vamos, mi señora. Id a su lado y saludadle. No vais a quedaros aquí llorando de alegría. ¿Qué sucede? Sois hermanos, ¿no?

Oichi no se movió. Ni siquiera podía mirar a su hermano y sólo pensaba en Nagamasa. Para ella, Nobunaga no era más que el general enemigo que la había llevado allí tras matar a su marido. Era una cautiva avergonzada en el campamento enemigo.

Nobunaga conocía con exactitud los sentimientos de su hermana y por ello, junto con la satisfacción por su seguridad, sentía una repugnancia incontrolable hacia aquella mujer necia que no podía comprender el gran amor de su hermano.

—Déjala, Hideyoshi, no malgastes la saliva.

Nobunaga se levantó bruscamente de su escabel de campaña. Entonces alzó una sección de la cortina que rodeaba su cuartel general.

—Odani ha caído —susurró, contemplando las llamas.

Tanto los gritos de combate como los incendios del castillo se estaban extinguiendo, y la luna menguante arrojaba una luz blanca sobre las cumbres y los valles que aguardaban el alba.

En aquel momento un oficial y sus hombres subieron a toda prisa la cuesta, lanzando gritos de victoria. Cuando depositaron las cabezas de Asai Nagamasa y sus servidores ante Nobunaga, Oichi gritó y los niños aferrados a ella se echaron a llorar.

—¡Que cese ese ruido! —gritó Nobunaga—. ¡Katsuie! ¡Llévate a los pequeños de aquí! Los dejo a tu cuidado... A Oichi y los niños. Date prisa y llévalos a algún sitio donde nadie los vea.

Entonces llamó a Hideyoshi y le dijo:

—Tú estarás al frente de los que fueron dominios de Asai.

Había decidido regresar a Gifu en cuanto cayera el castillo.

Oichi necesitó ayuda para alejarse de allí. Más adelante se casaría con Katsuie. Pero una de las tres hijas que habían bajado de la montaña en llamas aquella noche tendría un destino aún más extraño que el de su madre. La mayor, Chacha, sería en el futuro la señora Yodogimi, querida de Hideyoshi.

***

Comenzaba el tercer mes del año siguiente. Nene había recibido buenas noticias de su marido.

Aunque algunas paredes del castillo de Nagahama son todavía un poco ásperas, ha pasado tanto tiempo que apenas puedo esperar a veros. Por favor, dile a mi madre que inicie los preparativos para trasladaros pronto aquí.

Con una nota tan breve habría sido difícil imaginar lo que sucedía, pero en realidad desde el Año Nuevo marido y mujer habían intercambiado varias misivas. Hideyoshi no había tenido ni un momento de ocio. Había llevado a cabo una campaña de varios meses en las montañas al norte de Omi, y como era preciso librar batallas aquí y allá, incluso cuando tenía algún pequeño respiro pronto le enviaban corriendo a algún otro lugar.

Los servicios de Hideyoshi habían sido inmejorables durante la invasión de Odani. Nobunaga le recompensó concediéndole por primera vez su propio castillo y ciento ochenta mil fanegas del antiguo dominio de Asai. Hasta entonces sólo había sido un general, pero de un salto se unió a las filas de los señores provinciales. Al mismo tiempo Nobunaga le impuso un nuevo nombre: Hashiba.

Aquel otoño Hashiba Hideyoshi empezó a sobresalir y ahora estaba a la altura de los demás generales veteranos de Oda. Sin embargo, su nuevo castillo de Odani no le satisfacía, pues era del tipo defensivo, apropiado para retirarse en él y resistir un asedio, pero no como base para una ofensiva. A tres leguas al sur, en la orilla del lago Biwa, había encontrado un sitio mejor donde residir, una aldea llamada Nagahama. Tras recibir el permiso de Nobunaga, emprendió la construcción de inmediato. En primavera habían sidos completados el torreón de blancas paredes, los gruesos muros y los portales de hierro.

Hachikusa Hikoemon había recibido el encargo de escoltar a la esposa y la madre de Hideyoshi desde Sunomata, y llegó de Nagahama pocos días después de que Nene hubiera recibido la carta de Hideyoshi. Transportaron a Nene y su suegra en palanquines lacados, con una escolta de cien hombres.

La madre de Hideyoshi había pedido a Nene que pasaran por Gifu y pidiera una audiencia con el señor Nobunaga para agradecerle los muchos favores que les había concedido. Esto le pareció a Nene una grave responsabilidad y lo consideró una experiencia penosa. Estaba segura de que si iba a Gifu y se presentaba sola ante el señor Nobunaga, no podría hacer más que permanecer sentada y temblando.

Sin embargo, llegó el día y, dejando a su suegra en la posada, se encaminó sola al castillo, llevando regalos de Sunomata. Una vez en el castillo pareció olvidar su inquietud, miró a su señor a la cara por primera vez y, al contrario de lo que había esperado, descubrió que estaba totalmente libre de prejuicios y era afable.

—Debes de haber hecho un gran esfuerzo, cuidando del castillo y de tu suegra durante tanto tiempo. Y lo que es más, debes de haberte sentido muy sola.

Nobunaga le habló con tal familiaridad que ella se dio cuenta de que su propia familia debía de estar relacionada de alguna manera con aquel hombre. Tuvo la sensación de que podía prescindir por completo de las reservas.

—Me siento indigna por vivir apaciblemente en casa mientras otros están combatiendo. El cielo podría castigarme si me quejara de soledad.

Nobunaga la interrumpió riendo.

—No, no. Un corazón de mujer es un corazón de mujer y no deberías ocultarlo. Al pensar en lo sola que estabas ocupándote de la casa llegarás a una comprensión más profunda de las buenas facetas de tu marido. Alguien escribió un poema al respecto. Dice más o menos así: «Al partir de viaje, el marido comprende el valor de su esposa en la posada cargada de nieve». Imagino que Hideyoshi apenas puede esperar, y no sólo eso, sino que el castillo de Nagahama es nuevo. Esperar a solas durante la campaña debe de haber sido penoso, pero cuando os reunáis, seréis otra vez como recién casados.

Llena de rubor, Nene se postró. Debía de haber recordado que era otra vez como una novia. Nobunaga supuso lo que estaba pensando y sonrió.

Trajeron comida y tazas lacadas de color bermellón para el sake. Nene recibió la taza que le ofrecía su anfitrión y sorbió el sake con elegancia.

—Nene —le dijo él, riendo. Por fin capaz de mirarle directamente, ella alzó los ojos, preguntándose qué iba a decirle—. Una sola cosa: no seas celosa.

—Sí, mi señor —respondió ella sin pensar, pero volvió a ruborizarse.

También había llegado a sus oídos el rumor de una visita de Hideyoshi al castillo de Gifu en compañía de una hermosa mujer.

—Hideyoshi es así. No es perfecto, pero piensa que un cuenco de té demasiado perfecto carece de encanto. Todo el mundo tiene defectos. Cuando una persona ordinaria tiene vicios, se convierte en una fuente de conflictos, pero son pocos los hombres con las capacidades de Hideyoshi. A menudo me he preguntado qué clase de mujer elegiría a un hombre como él. Ahora, después de conocerte, sé que Hideyoshi también debe amarte. No seas celosa y vivid en armonía.

Other books

I Am Morgan le Fay by Nancy Springer
A Heart in Jeopardy by Newman, Holly
The Desert Lord's Baby by Olivia Gates
The Dutch by Richard E. Schultz
Hungry Ghosts by Susan Dunlap
Canadians by Roy MacGregor
Shadows on the Nile by Kate Furnivall