Authors: Eiji Yoshikawa
—Ya falta poco.
—Esta subida es insuficiente. ¿No hay alguna montaña más alta?
—En esta zona no, por desgracia. ¡Pero ésta es bastante alta!
Nobunaga se enjugó el sudor del rostro y contempló los valles vecinos. Vio que los soldados de Hideyoshi estaban ocultos entre los árboles, montando guardia.
—Los hombres que nos acompañan deberían quedarse aquí. No es conveniente que vayamos en grupo más allá de este punto.
Tras decir esto, Hideyoshi y Nobunaga dieron treinta o cuarenta pasos por la cima de la colina.
Ya no había ningún árbol. Tiernas espigas y hierbas que serían buen forraje se extendían a lo largo de la ladera. Las flores llamadas globos chinos se agitaban entre la hierba y los cadillos se aferraban a las vainas de sus espadas. Los dos avanzaron en silencio. Era como si estuvieran contemplando el mar, sin nada por delante de ellos.
—Agachaos, mi señor.
—¿Así?
—Ocultaos en la hierba.
Avanzaron arrastrándose hasta el borde del precipicio y bajo sus ojos apareció un castillo en el valle.
—Es Odani —dijo Hideyoshi en voz baja mientras señalaba el castillo.
Nobunaga asintió y siguió mirando en silencio. Una profunda emoción le empañaba los ojos. No se trataba tan sólo de que estaba contemplando el castillo principal del enemigo, sino que en el interior de aquella fortaleza, ahora asediada por su ejército, vivía su hermana menor, Oichi, que ya había tenido cuatro hijos desde que se casara con el señor del castillo.
Señor y servidor se sentaron. Las flores y las espigas de las hierbas otoñales les llegaban a los hombros. Nobunaga miraba sin parpadear el castillo a sus pies. Entonces se volvió hacia Hideyoshi.
—Me atrevería a decir que mi hermana está enfadada conmigo. Fui yo quien la casó con el clan Asai sin permitirle siquiera decir lo que pensaba. Se le dijo que debía sacrificarse por el bien del clan, y que el enlace era necesario para proteger la provincia. Es como si viera ahora mismo esa escena, Hideyoshi.
—También yo la recuerdo bien. Tenía una enorme cantidad de equipaje y un hermoso palanquín, y estaba rodeada de ayudantes y caballos decorados. El día que partió para casarse al norte del lago Biwa fue un acontecimiento espléndido.
—Oichi sólo era una inocente muchacha de catorce años.
—Era una novia tan pequeña y bonita.
—Hideyoshi.
—¿Sí?
—Lo comprendes, ¿verdad? Lo doloroso que esto es para mí...
—Por esa misma razón también es duro para mí.
Nobunaga señaló el castillo con el mentón.
—La decisión de destruir este castillo no es nada difícil, pero cuando pienso en tratar de sacar a Oichi de ahí sin que sufra daño...
—Cuando me ordenasteis que espiara la disposición del terreno alrededor del castillo de Odani, supuse que estabais planeando una campaña contra los Asakura y los Asai. Probablemente os parecerá que me estoy halagando de nuevo, pero si me permitís hablaros con franqueza, creo que sois un tanto reservado y no mostráis vuestros sentimientos naturales y, ciertamente, la causa de vuestra aflicción. Perdonad que os lo diga, mi señor, pero creo que he descubierto otra de vuestras mejores cualidades.
—Tú eres el único —dijo Nobunaga, y chasqueó la lengua—. Katsuie, Nobumori y los demás me miran como si hubiera perdido el tiempo durante los diez últimos años. Leo en sus caras que no entienden lo más mínimo. Katsuie, sobre todo, parece reírse de mí a mis espaldas.
—Eso se debe a que todavía no veis claramente la dirección a seguir, mi señor.
—Mi confusión es inevitable. Si pulverizáramos al enemigo poco a poco, no hay duda de que Asai Nagamasa y su padre se arrojarían a las llamas y arrastrarían con ellos a Oichi.
—Probablemente sería así.
—Dices que desde el principio sientes lo mismo que yo, Hideyoshi, pero me escuchas con una serenidad extraordinaria. ¿No tienes algún plan?
—Lo tengo, en efecto.
—Entonces ¿por qué no te das prisa y me tranquilizas?
—Últimamente me estoy esforzando al máximo para no recomendar nada.
—¿Por qué?
—Porque hay muchos otros oficiales en el cuartel general.
—¿Temes los celos de los demás? Eso también es irritante, pero lo principal es soy yo quien lo decide todo. Cuéntame tu plan ahora mismo.
—Mirad ahí, mi señor. —Hideyoshi señaló el castillo de Odani—. Esa fortaleza se distingue porque los tres recintos están más marcados y son más independientes que en la mayor parte de los castillos. El señor Hisamasa vive en el primer recinto. Su hijo Nagamasa, la señora Oichi y sus pequeños viven en el tercero.
—¿Allí?
—Sí, mi señor. Ahora bien, la zona que veis entre los recintos primero y tercero se llama Kyogoku, y es ahí donde residen los servidores principales, Asai Genba, Mitamura Uemondayu y Onogi Tosa. Para capturar Odani no debemos atacar la cola ni golpear la cabeza. Si logramos apoderarnos del recinto Kyogoku, los otros dos quedarán incomunicados.
—Comprendo. Estás diciendo que la siguiente maniobra debe ser el asalto del Kyogoku.
—No, porque si lo invadimos los recintos primero y tercero enviarán refuerzos, nuestros hombres serán atacados por ambos flancos y se librará una feroz batalla. En ese caso, ¿trataríamos de abrirnos paso o nos retiraríamos? Sea como fuere, no podemos estar seguros del destino de la señora Oichi dentro del castillo.
—Entonces ¿qué deberíamos hacer?
—Por supuesto, es evidente que la mejor estrategia sería enviar un mensajero a los Asai, explicarles claramente las ventajas y desventajas de la situación y tomar posesión del castillo y de Oichi sin incidentes.
—Deberías saber que ya he intentado en dos ocasiones enviar un mensajero al castillo e informarles de que, si se rinden, les permitiré quedarse con sus dominios. Les he puesto al corriente de la conquista de Echizen, pero ni Nagamasa ni su padre van a moverse. Tan sólo alardearán de lo fuertes que son, una «fuerza» que, naturalmente, consiste en usar la vida de Oichi como un escudo. Creen que jamás lanzaré un ataque temerario mientras tengan a mi hermana en el castillo.
—Pero eso no es todo. Durante los dos años que he pasado en Yokoyama, he observado atentamente a Nagamasa y sé que posee cierto talento y fuerza de voluntad. He pensado largamente en un plan para capturar este castillo, tratando de imaginar la mejor estrategia en caso de que nos viéramos obligados a atacarlo. He capturado el recinto Kyogoku sin perder un solo hombre.
—¿Cómo? —replicó Nobunaga, dudando de su oído—. ¿Qué estás diciendo?
—El segundo recinto que veis allí..., nuestros hombres ya lo controlan —repitió Hideyoshi—. Os digo, pues, que no tenéis que preocuparos más.
—¿Es eso cierto?
—¿Os mentiría en un momento así, mi señor?
—Pero... no puedo creerlo.
—Es comprensible, pero pronto podréis oírlo de labios de dos hombres a los que he llamado. ¿Los recibiréis?
—¿Quiénes son?
—Uno es un monje llamado Miyabe Zensho, y el otro Onogi Tosa, comandante del recinto.
La expresión sorprendida de Nobunaga se mantenía. Creía a Hideyoshi, pero no podía dejar de preguntarse cómo habría persuadido a un servidor de alto rango del clan Asai para que se pasara a su lado.
Hideyoshi le explicó la situación como si no hubiera en ella nada fuera de lo corriente.
—Poco después de que Vuestra Señoría me concediera el castillo de Yokoyama... —empezó a decir.
Nobunaga se sobresaltó un poco y miró a su interlocutor incapaz de dominar el parpadeo de sus ojos. El castillo de Yokoyama estaba situado en primera línea de aquella zona estratégica, y el cometido de las tropas de Hideyoshi era tener a raya a los Asai y Asakura. Había ordenado el destino temporal de Hideyoshi en aquel lugar, pero no recordaba haberle prometido la concesión del castillo. Sin embargo, Hideyoshi afirmaba que se lo había dado. Por el momento Nobunaga prefirió relegar este pensamiento al fondo de su mente.
—¿No fue eso poco después del ataque contra el monte Hiei, cuando viniste a Gifu en visita de Año Nuevo? —inquirió Nobunaga.
—Así es. Cuando regresábamos Takenaka Hanbei cayó enfermo y nos retrasamos. Llegamos al castillo de Yokoyama cuando ya había oscurecido.
—No tengo ganas de escuchar una larga historia. Ve al grano.
—El enemigo había descubierto mi ausencia del castillo y estaba efectuando un ataque nocturno. Los rechazamos, por supuesto, y entonces capturamos al monje Miyabe Zensho.
—¿Le cogisteis vivo?
—Sí. En vez de cortarle la cabeza, le tratamos con amabilidad, y más tarde, cuando tuve un momento, le aconsejé acerca de los tiempos venideros y le instruí sobre el verdadero significado de ser un samurai. Él, a su vez, habló con su antiguo señor, Onogi Tosa, y le persuadió para que se rindiera.
—¿De veras?
—El campo de batalla no es lugar para bromas —dijo Hideyoshi.
Lleno de admiración, incluso Nobunaga estaba asombrado de la astucia de Hideyoshi. ¡El campo de batalla no es lugar para bromas! Y tal como había alardeado Hideyoshi, uno de sus servidores acompañó a Miyabe Zensho y Onogi Tosa para que fuesen recibidos en audiencia por Nobunaga. Éste interrogó largamente a Tosa a fin de confirmar las palabras de Hideyoshi.
El general respondió con claridad:
—Esta rendición no se debe únicamente a mi actitud. Los otros dos servidores de alto rango destinados en el Kyogoku han comprendido que enfrentarse a vos no es sólo una necedad, sino que también apresurará la caída del clan e impondrá un sufrimiento innecesario a los habitantes de la provincia.
Nagamasa aún no contaba treinta años, pero ya tenía cuatro hijos de la señora Oichi, una joven de veintitrés. Ocupaba el tercer recinto del castillo de Odani, que en realidad era un conjunto de tres castillos.
Durante toda la noche se oyó el estruendo del fuego de artillería desde el barranco situado al sur. Los estampidos de los cañones sonaban de vez en cuando y en cada ocasión el techo calado se estremecía como si fuera a desprenderse.
Oichi alzó la vista instintivamente, el temor reflejado en sus ojos, y apretó más fuerte al bebé contra su seno. La pequeña aún no estaba destetada. No soplaba el viento, pero el hollín se deslizaba por doquier y la luz de la lámpara oscilaba bruscamente.
—¡Madre! ¡Tengo miedo!
La segunda hija, Hatsu, la cogía de la manga mientras la mayor, Chacha, se aferraba en silencio a su rodilla izquierda. El hijo, en cambio, a pesar de su corta edad, no se acercaba al regazo de su madre y blandía un astil de flecha con la que amenazaba a una doncella. Era Manjumaru, el heredero de Nagamasa.
—¡Déjame ver! ¡Déjame ver la batalla! —gritaba Manju con petulancia, golpeando a la doncella con la flecha sin punta.
—¿Por qué la golpeas, Manju? —le regañó su madre—. Tu padre está luchando. ¿Ya has olvidado lo que te dijo, que te comportaras durante la lucha? Si los servidores se ríen de ti, no llegarás a ser un buen general ni siquiera cuando crezcas.
Manju era lo bastante mayor para comprender en parte el razonamiento de su madre. La escuchó un momento en silencio, pero de repente se echó a llorar de impaciencia.
—¡Quiero ver la batalla! ¡Quiero verla!
El ayo del niño tampoco sabía qué hacer y se limitaba a permanecer allí observando la escena. En aquel momento hubo una tregua en la lucha, pero seguía oyéndose el estruendo de la artillería. La niña mayor, Chacha, tenía ya siete años y de alguna manera parecía comprender las difíciles circunstancias en que se encontraba su padre, el pesar de su madre e incluso los sentimientos de los guerreros en el castillo.
—¡No digas cosas que enfadan a nuestra madre, Manju! —dijo la precoz chiquilla—. ¿No crees que esto es horrible para ella? Nuestro padre está luchando contra el enemigo. ¿No es verdad, madre?
Al verse reprendido, Manju se abalanzó sobre su hermana, todavía blandiendo el astil de flecha.
—¡Estúpida Chacha! —le gritó.
La niña se cubrió la cabeza con la ancha manga y se ocultó detrás de su madre.
—¡Anda, sé bueno!
Oichi intentó calmarle, cogiéndole el astil de flecha y hablando dulcemente.
De repente se oyó un sonido de fuertes pisadas en el vestíbulo.
—¡Cómo! ¿A los del jaez de Oda? No son más que samurais de poca monta que se han abierto paso desde las regiones remotas y silvestres de Owari. ¿Creéis que voy a rendirme a un hombre como Nobunaga? ¡El clan Asai es de una clase diferente!
Asai Nagamasa entró sin anunciarse, seguido por dos o tres generales.
Cuando vio que su esposa estaba a salvo en aquella sala cavernosa y mal iluminada, se sintió aliviado.
—Estoy cansado —dijo, al tiempo que tomaba asiento y se aflojaba los cordones de una sección de su armadura. Entonces se dirigió a los generales que estaban detrás de él.
—Tal como van las cosas esta noche, es muy posible que el enemigo intente un ataque general alrededor de medianoche. Será mejor que descansemos ahora.
Cuando los jefes se levantaron para marcharse, Nagamasa exhaló un suspiro de alivio. Incluso en medio del combate podía recordar que era padre y marido.
—¿Os ha espantado el ruido de los cañones? —preguntó a su esposa, que estaba rodeada por sus hijos.
—No —respondió Oichi—. Aquí estamos seguros.
—¿No se han asustado Manju o Chacha y se han echado a llorar?
—Puedes estar orgulloso de ellos. Se han portado como adultos.
—¿De veras? —dijo él, forzando una sonrisa, y entonces siguió diciendo—: No te preocupes. El ataque de los Oda ha sido feroz, pero les hemos hecho retroceder con una andanada desde el castillo. Aunque sigan atacándonos durante veinte, treinta o incluso cien días, jamás nos rendiremos. ¡Somos el clan Asai! No vamos a ceder ante un hombre como Nobunaga.
Despotricó contra los Oda casi como si escupiera, pero se calló de repente.
Con la luz de la lámpara a su espalda, Oichi ocultaba el rostro en el bebé al que amamantaba. ¡Era la hermana pequeña de Nobunaga! Nagamasa se estremeció de emoción. Incluso se parecía a él, tenía el cutis delicado y el perfil de su hermano.
—¿Estás llorando?
—A veces el bebé se impacienta y me muerde el pezón cuando la leche no sale.
—¿No te sale la leche?
—No, ahora no.
—Éso es porque tienes alguna pena oculta y te estás adelgazando demasiado. Pero eres madre y ésta es una auténtica batalla de madre.