Authors: Eiji Yoshikawa
Shingen se volvió a los servidores que le rodeaban.
—¡Algo ocurre en la retaguardia!
Los hombres forzaron la vista, tratando de atravesar la polvareda amarillenta que se alzaba a lo lejos. Parecía que la retaguardia estaba sometida a un ataque enemigo.
—Deben de haberles rodeado.
—¡Sólo son tres mil! Si les rodean, serán exterminados.
Los caballos habían agachado las cabezas y avanzaban con un fuerte chacoloteo, pero todos los generales simpatizaban con los hombres que estaban bajo el polvo. Sujetando las riendas, miraban hacia atrás, llenos de inquietud. Shingen permanecía en silencio, sin hablar con nadie. Aunque estaba sucediendo lo que habían esperado, sus hombres caían uno tras otro en aquella nube de polvo mientras ellos miraban.
Sin duda algunos tenían un padre, un hijo o un hermano en la retaguardia, y no sólo entre los servidores y generales que se habían reunido en torno a Shingen. El ejército entero, hasta los soldados de infantería, miraba ahora al lado mientras avanzaba.
Oyamada Nobushige galopó a lo largo de la columna hasta llegar a la altura de Shingen. Tenía la voz alterada, cosa rara en él, y quienes estaban cerca le oyeron claramente mientras hablaba desde la silla de montar.
—¡Mi señor! Jamás volveremos a tener una oportunidad como ésta de acabar con diez mil enemigos. Vengo de reconocer la formación enemiga que ataca nuestra retaguardia. Cada compañía está desplegada en formación de ala de cigüeña. A primera vista parece un ejército enorme, pero la segunda y la tercera filas no tienen grosor y el centro de Ieyasu está protegido por una pequeña fuerza que podrá hacer muy poco. Y no sólo eso, sino que las compañías están en un extremo desorden y es evidente que los refuerzos de Oda no tendrán voluntad de lucha. Si aprovecháis esta oportunidad y atacáis, mi señor, no hay duda de que ganaréis.
Cuando el impetuoso jinete terminó de hablar, Shingen miró atrás y ordenó a unos exploradores que verificasen el informe de Nobushige. Éste, al percibir el tono de Shingen, refrenó un poco a su caballo y él mismo se contuvo.
Los dos exploradores se alejaron al galope. Sabían que la fuerza del enemigo era mucho más pequeña que la suya propia, y Nobushige respetaba la negativa de Shingen a efectuar movimientos irreflexivos, pero él mismo poseía la impaciencia de un caballo revoltoso que piafa y es casi incapaz de dominarse.
¡Una oportunidad militar puede desaparecer en el instante que tarda un rayo en caer!
Los dos exploradores regresaron al galope y dieron su informe.
—Las observaciones de Oyamada Nobushige y nuestro propio reconocimiento concuerdan por completo. Ésta es una oportunidad enviada por el cielo.
Atronó la voz de Shingen. La blanca melena de su yelmo osciló adelante y atrás mientras él daba órdenes a los generales que le flanqueaban. Sonó la caracola y, cuando los veinte mil hombres oyeron su sonido, que reverberaba desde la vanguardia a la retaguardia del ejército, la columna se disolvió haciendo resonar la tierra. Pero cuando parecía haberse disuelto por completo, se reorganizó en formación de escamas de pez y avanzó hacia el ejército de Tokugawa al ritmo de los tambores.
A Ieyasu le intimidó la celeridad con que se movía el ejército de Shingen y cómo respondía a las órdenes de éste.
—Si llegase a alcanzar la edad de Shingen, quisiera ser capaz por una sola vez de mover un gran ejército tan hábilmente como él lo hace —comentó—. Ahora que he visto su estilo de mando, no quisiera que lo matasen, aunque alguien se ofreciera a envenenarle en este mismo momento.
Hasta ese extremo impresionaba la capacidad de mando de Shingen a los generales enemigos. Las batallas eran su arte. Sus valientes generales e intrépidos guerreros decoraban sus caballos, armaduras y estandartes para lograr un paso más glorioso al otro mundo. Era como si el puño de Shingen hubiera liberado de pronto decenas de millares de halcones.
En un instante corrieron lo suficiente para poder ver las caras de los enemigos. Los Tokugawa giraron como una rueda enorme, manteniendo su formación en ala de cigüeña, y se enfrentaron al enemigo como un dique humano.
El polvo levantado por los dos ejércitos oscurecía el cielo. Sólo las lanzas, en cuyas puntas incidía el sol poniente, destellaban en la oscuridad. Los cuerpos de lanceros de Kai y Mikawa habían avanzado al frente y ahora permanecían inmóviles, mirándose uno al otro. Cuando de cualquiera de los bandos se alzaba un grito de guerra, el otro bando respondía casi como un eco. Cuando las nubes de polvo empezaron a desaparecer, los dos bandos pudieron verse claramente, pero la distancia que los separaba era todavía considerable. Nadie daría un paso fuera de las líneas gemelas de lanzas.
En un momento semejante, incluso los guerreros más valientes se estremecían de temor. Podría decirse que estaban «asustados», pero se trataba de un sentimiento totalmente distinto al temor ordinario. No es que su fuerza de voluntad se debilitara, y si temblaban era porque estaban efectuando el cambio de la vida ordinaria a la vida del combate, una transformación que sólo requería unos segundos, pero en ese instante a los nombres se les ponía carne de gallina y su piel se volvía tan violácea como la cresta de un gallo.
En una provincia en guerra la vida de un soldado no era diferente a la del campesino provisto de la hoz o la del tejedor en su telar. Cada una era igualmente valiosa, y si la provincia sucumbía, todos perecerían con ella. Aquellos que, sin embargo, hacían caso omiso del auge y la caída de su provincia y llevaban vidas de indolencia eran como la suciedad que se aferra al cuerpo humano, de menos valor que una sola pestaña.
Dejando eso de lado, se decía que el instante de enfrentarse cara a cara con el enemigo era aterrador. El cielo y la tierra estaban oscuros incluso a mediodía. Uno no podía ver lo que tenía ante sus mismos ojos, no podía ir adelante o retroceder, y tenía que sufrir los zarandeos y empujones en una línea de lanzas a punto de atacar.
El hombre lo bastante valiente para salir de esa línea antes que todos los demás recibía el título de Primera Lanza. Quien se convertía en Primera Lanza obtenía la gloria ante los millares de guerreros de ambos ejércitos. Sin embargo, dar ese primer paso no era nada fácil.
Entonces un solo hombre se adelantó.
—¡Kato Kuroji, del clan Tokugawa, es el Primera Lanza! —gritó un samurai.
La armadura de Kato era sencilla y su nombre desconocido. Lo más probable era que se tratase de un samurai corriente del clan Tokugawa.
Un segundo hombre salió corriendo de las filas de Tokugawa.
—¡Genjiro, el hermano menor de Kuroji, es el Segunda Lanza!
El hermano mayor fue engullido por el enemigo y desapareció en la confusión.
—¡Soy el Segunda Lanza! ¡Soy el hermano menor de Kato Kuroji! ¡Miradme bien, insectos de Takeda!
Genjiro blandió su lanza cuatro o cinco veces ante la masa de guerreros.
Un soldado de Kai se volvió para enfrentarse a él, gritó un insulto y saltó al ataque. Genjiro cayó hacia atrás, pero aferró la lanza que se había deslizado sobre el peto de su armadura y se puso en pie soltando una maldición.
Por entonces sus camaradas habían iniciado el avance, pero los hombres de Takeda también avanzaban hacia ellos. En aquel escenario de oleadas ondulantes de sangre, entrechocaban lanzas y armaduras. Pisoteado por sus propios camaradas y los cascos de los caballos, Genjiro llamaba a gritos a su hermano. Sin embargo, se abrió paso a gatas, agarró a un soldado de Kai por un pie y lo derribó. Al instante decapitó al hombre y arrojó su cabeza a un lado. Después de esa acción, nadie volvió a verle.
La confusión de la batalla era total, pero el choque entre el ala derecha de los Tokugawa y el ala izquierda de los Takeda no había alcanzado aquella cima de violencia.
Las líneas de combatientes se extendían sobre una amplia zona. Los monótonos redobles de los tambores y el sonido de las caracolas vibraban dentro de las nubes de polvo. De un modo u otro, los servidores de Shingen parecían estar situados en la retaguardia. Ninguno de los dos ejércitos había tenido tiempo de enviar al frente a sus mosqueteros, por lo que los Takeda enviaron al frente a los Mizumata, unos samurais con armadura ligera y armados con hondas. Las piedras que lanzaban caían como lluvia. Ante ellos estaban las fuerzas de Sakai Tadatsugu, y detrás los refuerzos del clan Oda. Tadatsugu, montado en su caballo, chascaba la lengua con irritación.
Las piedras que llovían sobre ellos desde la línea frontal del ejército de Kai alcanzaban a su caballo y lo espantaban. Y no sólo a su caballo. Las monturas de los jinetes que aguardaban su oportunidad detrás de los lanceros se encabritaron y sufrieron tal pánico que rompieron la formación.
Los lanceros esperaban órdenes de Tadatsugu, quien los había retenido con ásperos gritos.
—¡Todavía no! ¡Esperad mi aviso!
Los honderos en la línea frontal del enemigo habían jugado el papel de zapadores, abriendo una ruta de ataque a la fuerza principal. Así pues, aunque el cuerpo de Mizumata no era especialmente temible, las tropas escogidas situadas detrás de ellos esperaban su oportunidad. Allí estaban los estandartes de los cuerpos de Yamagata, Naito y Oyamada, famosos por su valor incluso dentro del ejército de Kai.
Tadatsugu pensó que parecía como si trataran de provocarles enviándoles a los Mizumata. Comprendía la estrategia del enemigo, pero el ala izquierda de las tropas de Tokugawa ya estaba trabada en un combate cuerpo a cuerpo, de modo que la segunda línea de los Oda estaba sola. Además, no podía estar seguro de cómo vería la situación Ieyasu desde su posición en el centro.
—¡A la carga! —gritó Tadatsugu, abriendo tanto la boca que parecía como si fuese a romper los cordones de su casco.
Sabía muy bien que estaba cayendo en la trampa tendida por el enemigo, pero no había logrado hacerse con la ventaja desde el comienzo de la batalla. Ahí comenzó la derrota de los Tokugawa y sus aliados.
La lluvia de piedras cesó de repente. En el mismo momento los setecientos u ochocientos Mizumata se separaron a derecha e izquierda y se replegaron bruscamente.
—¡Estamos perdidos! —gritó Tadatsugu.
Cuando vio la segunda línea del enemigo ya era demasiado tarde. Escondida entre los honderos y la caballería había una línea más de hombres: los mosqueteros. Cada uno estaba tendido boca abajo en la alta hierba, con el arma a punto.
Se oyó la serie entrecortada de estampidos cuando los mosquetes dispararon una sola descarga, y una nube de humo se alzó de la hierba. Como el ángulo de fuego era bajo, muchos de los atacantes que integraban el cuerpo de Sakai fueron alcanzados en las piernas. Los caballos, sobresaltados, se encabritaron y recibieron impactos en el vientre. Los oficiales saltaron de las sillas antes de que sus caballos cayeran y corrieron con sus hombres, pisando los cadáveres de sus camaradas.
—¡Atrás! —ordenó el comandante de los mosqueteros de Takeda.
Los mosqueteros se retiraron de inmediato. De haberse quedado donde estaban, habrían sido arrollados por los lanceros de Oda. Con los hocicos de sus caballos alineados, el cuerpo de Yamagata, la flor y nata de Kai, galopó serena y dignamente, seguido de inmediato por el cuerpo de Obata. En cuestión de minutos aniquilaron la línea de Sakai Tadatsugu.
El ejército de Kai acababa de prorrumpir orgullosamente en gritos de victoria cuando de la misma manera repentina el cuerpo de Oyamada dio un rodeo y avanzó sobre el flanco de las fuerzas de Oda, la segunda línea defensiva de los Tokugawa. Sus caballos levantaban nubes de polvo. En un abrir y cerrar de ojos, los Tokugawa fueron rodeados por el enorme ejército de Kai como por una gigantesca rueda de hierro.
En lo alto de un risco, Ieyasu contemplaba las líneas de sus hombres, y se decía que la derrota era inevitable.
Torii Tadahiro, el general en jefe de los Tokugawa que miraba fijamente adelante, había advertido a su señor que no avanzara, sino que ordenase ataques incendiarios contra los lugares donde el enemigo vivaqueara aquella noche. Pero Shingen, taimado como siempre, había tendido a propósito el cebo de la pequeña retaguardia, estimulando así el ataque de Ieyasu.
—No podemos quedarnos aquí —le dijo Tadahiro—. Debéis retiraros a Hamamatsu, y cuanto antes mejor.
Ieyasu no replicó.
—¡Mi señor! ¡Mi señor!
Ieyasu no estaba mirando el rostro de Tadahiro. El sol se ponía, la blanca bruma nocturna y la oscuridad iban dividiéndose gradualmente en el borde de Mikatagahara. Cabalgando bajo el viento invernal, los mensajeros traían una y otra vez las tristes noticias.
—Sakuma Nobumori, del clan Oda, ha sido vencido. Takigawa Kazumasu ha retrocedido en desorden y Hirate Nagamasa ha muerto. Sólo Sakai Tadatsugu se mantiene firme y combate duramente.
—Takeda Katsuyori combinó su fuerza con el cuerpo de Yamagata y rodeó nuestra ala izquierda. Ishikawa Kazumasa ha sido herido. Nakane Masateru y Aoki Hirotsugu han muerto.
—Matsudaira Yasuzumi galopó en medio del enemigo y lo derribaron.
—Las fuerzas de Honda Tadamasa y Naruse Masayoshi tomaron como objetivo a los servidores de Shingen y penetraron profundamente en las filas enemigas, pero fueron rodeados por varios millares de hombres y ninguno ha regresado vivo.
De repente, Tadahiro cogió el brazo de Ieyasu y, con la ayuda de otros generales, le hizo montar en su caballo.
—¡Vete de aquí! —le gritó al caballo, dándole una palmada en la grupa.
Cuando Ieyasu se alejaba al galope, Tadahiro y los demás servidores montaron y fueron tras él.
Empezó a nevar, como si la nieve hubiera estado esperando la puesta del sol. El viento azotaba los estandartes, hombres y caballos del ejército derrotado, haciendo todavía más inseguro su avance.
Los hombres gritaban confusos.
—Su Señoría... ¿Dónde está Su Señoría?
—¿Por dónde se va al cuartel general?
—¿Dónde está mi regimiento?
Los mosqueteros de Kai apuntaban a los hombres en desbandada y disparaban contra ellos bajo la nieve arremolinada.
—¡Retirada! —gritó un soldado de Tokugawa—. ¡La caracola toca retirada!
—Ya deben de haber abandonado el cuartel general —comentó otro.
Una oleada de hombres derrotados avanzó en negra línea hacia el norte, se extravió hacia el este y las bajas fueron mucho mayores, Finalmente los hombres empezaron a huir en una sola dirección, hacia el sur.