Authors: Eiji Yoshikawa
Del cuartel general partieron mensajeros al galope hacia las unidades alejadas y llevaron las órdenes a las tropas que estaban en primera línea, al pie de la montaña.
Cuando el sol se ponía, las nubes se tiñeron de brillantes colores detrás de Shimeigadake. Anchos haces de luz rojiza se extendían por el lago como arcos iris, a medida que crecía el oleaje.
—¡Mirad! —Allá, en la colina, mirando las nubes alrededor del monte Hiei, Nobunaga se dirigía a quienes le rodeaban—. ¡El cielo está con nosotros! Se ha levantado un fuerte viento. ¡Tendremos las mejores condiciones atmosféricas para prender fuego!
Mientras les hablaba así, el viento nocturno, cada vez más frío, hacía crujir sus ropas. Sólo le acompañaban cinco o seis servidores, y en aquel momento un hombre asomó la cabeza por la abertura entre las ondulantes cortinas, como si estuviera buscando a alguien.
—¿Qué quieres? —le gritó Sekian—. Su Señoría está aquí.
El samurai se aproximó rápidamente y se arrodilló.
—No, no tengo nada que informar a Su Señoría. ¿Está aquí el señor Hideyoshi?
Cuando Hideyoshi se separó del grupo, el mensajero le dijo:
—Acaba de llegar al campamento un hombre vestido con hábito de monje. Dice que es Watanabe Tenzo, uno de vuestros servidores, y que ha regresado de Kai. Su informe parece ser urgente en extremo, por lo que me he apresurado a venir.
Aunque Nobunaga estaba a cierta distancia de Hideyoshi, se volvió de súbito hacia él.
—Hideyoshi, ¿el hombre que acaba de regresar de Kai es uno de tus servidores?
—Creo que también le conocéis, mi señor. Es Watanabe Tenzo, el sobrino de Hikoemon.
—¿Tenzo? —dijo Nobunaga—. Bien, veamos si tiene alguna noticia. Que venga aquí. También deseo escuchar su informe.
Tenzo se arrodilló ante Hideyoshi y Nobunaga y les habló de la conversación que había escuchado a escondidas en el templo de Eirin.
Nobunaga soltó un gruñido. Aquello era una amenaza peligrosa para su retaguardia. Al igual que sucedió con su ataque contra el monte Hiei el año anterior, el peligro no había disminuido lo más mínimo. Al contrario, tanto su posición con respecto a los Takeda como las condiciones en la zona de Nagashima habían empeorado. Sin embargo, en la campaña del año anterior, los grandes ejércitos de los Asai y Asakura habían unido sus fuerzas y se habían retirado al monte Hiei. Esta vez no había dado a sus enemigos tal oportunidad, por lo que las fuerzas que ahora se le enfrentaban no eran tan poderosas. El problema consistía en que siempre había peligro desde la retaguardia.
—Supongo que el clan Takeda ya ha enviado mensajeros al monte Hiei, a fin de que los monjes esperen con optimismo que nuestro ejército dé media vuelta y regrese a casa —dijo Nobunaga, tras despedir a Tenzo—. Esto es una ayuda del cielo —añadió, riendo satisfecho—. ¿Cuál será más rápido, el ejército de Takeda cuando cruce las montañas de Kai y avance sobre Owari y Mino, o el ejército de Oda cuando regrese tras haber destruido el monte Hiei y conquistado la capital y Settsu? Parece como si nos estuvieran dando un incentivo adicional para la competición, aumentando nuestra convicción temeraria. Que todo el mundo vuelva a sus puestos.
Nobunaga desapareció en el interior del recinto. El humo se alzaba de las fogatas utilizadas para cocinar en el enorme campamento que rodeaba el pie del monte Hiei. Al anochecer, el viento refrescó. La campana que solía oírse desde el templo Mii estaba en silencio.
El sonido de la caracola todavía reverberaba en lo alto de la colina, y los soldados respondieron lanzando sus gritos de combate. La carnicería se prolongó desde aquella noche hasta el amanecer del día siguiente. Los soldados del ejército de Oda se abrieron paso entre las barricadas que los monjes guerreros habían levantado en los puertos de montaña, camino de la cima.
Una negra humareda llenaba el valle y las llamas aullaban en la montaña. Quien alzase la vista desde el pie vería las enormes columnas de fuego en todos los lugares del monte Hiei. Incluso las aguas del lago tenían un brillante color rojo. El mayor de los incendios indicaba que el templo principal estaba ardiendo, así como los siete santuarios, el gran salón de conferencias, el campanario, la biblioteca, los monasterios, la pagoda del tesoro, la gran pagoda y todos los templos secundarios. Al amanecer del día siguiente no quedaba en pie un solo templo.
Los generales, que se estimulaban mutuamente cada vez que alzaban la vista para contemplar el pavoroso espectáculo, recordaban la afirmación de Nobunaga de que había recibido un mandato del cielo y la bendición del santo Dengyo y se animaban a seguir. La aparente convicción de los generales inspiraba a las tropas. Abriéndose paso entre las llamas y el humo negro, los soldados atacantes siguieron las órdenes de Nobunaga al pie de la letra. Ocho mil monjes guerreros perecieron en aquella réplica del infierno budista más horrible. Los monjes que se arrastraban a través de los valles, se ocultaban en cuevas o trepaban a los árboles tratando de escapar eran perseguidos y muertos como insectos en los arrozales.
Alrededor de medianoche, Nobunaga en persona subió a la montaña para ver lo que había forjado su férrea voluntad. Los monjes del monte Hiei habían cometido un error de cálculo. A pesar de que estaban rodeados por el ejército de Nobunaga, se habían tomado la situación a la ligera, pensando que la demostración de fuerza era un farol pretencioso. Habían jurado esperar hasta que las fuerzas de Oda empezaran a retirarse, con la intención de perseguirlas y destruirlas en ese momento. Así pues, habían permanecido ociosos, tranquilos gracias a las frecuentes cartas de estímulo que les llegaban de la cercana Kyoto y que, naturalmente, eran del shogun.
Para todos los monjes guerreros y sus seguidores a lo largo y ancho del país, el monte Hiei había sido el punto focal de la oposición a Nobunaga, pero el hombre que había proporcionado incesantemente provisiones y armas al monte Hiei y que había hecho cuanto podía para excitar a los monjes e instarles a luchar era el shogun Yoshiaki.
Un despacho enviado al shogun desde Kai prometía que Shingen estaba en camino. Yoshiaki se había aferrado a esa gran expectativa y había transmitido la noticia al monte Hiei.
Como es natural, los monjes guerreros confiaban en que el ejército procedente de Kai atacaría la retaguardia de Nobunaga. Cuando eso sucediera, Nobunaga tendría que retirarse tal como lo había hecho el año anterior en Nagashima. Y eso no era todo. Como habían vivido sin que les molestaran durante ochocientos años, los monjes subestimaban los cambios sufridos por el país en los últimos tiempos.
En tan sólo la mitad de una noche la montaña se transformó en un infierno. Alrededor de medianoche, demasiado tarde ya, cuando las llamas surgían por doquier, los representantes del monte Hiei, llenos de pánico, acudieron al campamento de Nobunaga para pedir la paz.
—Le daremos la cantidad de dinero que nos pida y aceptaremos sus condiciones, sean cuales fueren.
Nobunaga se limitó a sonreír y habló a quienes le rodeaban, como si arrojara cebo a un halcón.
—No hay necesidad de responderles. Matadlos en el acto.
De nuevo llegaron mensajeros de los monjes y esta vez suplicaron ante el mismo Nobunaga. Éste volvió la cabeza y ordenó que acabaran con ellos.
Al amanecer el monte Hiei estaba envuelto en la humareda, lleno de ceniza y árboles carbonizados, mientras por todas partes había cadáveres inmovilizados en las posturas que tenían al sobrevenirles la muerte. Mitsuhide pensó que entre ellos debía de haber hombres de profundos conocimientos y sabiduría, y los jóvenes monjes del futuro que habían estado en la vanguardia de la matanza la noche anterior. Aquella mañana permanecía en pie rodeado por los efluvios de humo, cubriéndose la cara y sintiendo un dolor en el pecho.
Esa misma mañana Mitsuhide había recibido la benévola orden de Nobunaga.
—Te pongo al frente del distrito de Shiga. A partir de ahora vivirás en el castillo de Sakamoto, al pie de la montaña.
Dos días después, Nobunaga bajó de la montaña y entró en Kyoto. El humo negro se alzaba todavía del monte Hiei. Al parecer, un número considerable de monjes guerreros habían huido a Kyoto para librarse de la matanza, y esos hombres hablaban ahora de él como si fuese la encarnación del mal.
—¡Es un rey de los demonios viviente!
—¡Un mensajero del infierno!
—¡Es un destructor atroz!
Los ciudadanos de Kyoto recibieron una vivida descripción del monte Hiei y de la triste situación de aquella noche. Ahora, cuando oyeron que Nobunaga estaba retirando sus tropas y bajaba de la montaña, fueron presa de una conmoción. Los rumores volaban.
—¡Es el turno de Kyoto!
—El palacio del shogun no podrá resistir jamás un ataque para incendiarlo.
La gente cerraba sus puertas aunque era pleno día, empaquetaba sus pertenencias y se disponía a huir. Sin embargo, los soldados de Nobunaga, a quienes habían prohibido entrar en la ciudad, vivaquearon a orillas del río Kamo. El hombre que les había dado esa orden era el rey de los demonios autor del ataque contra el monte Hiei. Éste, acompañado por un reducido número de generales, entró en un templo. Tras quitarse la armadura y el casco y tomar una comida caliente, se puso un elegante kimono cortesano con su correspondiente tocado y salió.
Montó un caballo rodado con una espléndida silla. Los generales permanecieron con sus armaduras y cascos. En compañía de aquellos catorce o quince hombres, Nobunaga cabalgó con aplomo por las calles. El rey de los demonios irradiaba una paz extraordinaria y sonreía amablemente a la gente. Los ciudadanos salieron a la calle y se postraron mientras Nobunaga pasaba. Nada iba a suceder. Empezaron a lanzar vítores, y el alivio se extendió por la ciudad como una ola.
De repente un solo estampido de mosquete brotó entre la multitud vitoreante. La bala rozó a Nobunaga, pero él actuó como si nada hubiera sucedido y sólo se volvió para mirar en la dirección del estampido. Por supuesto, los generales que le rodeaban saltaron de sus caballos y corrieron para capturar al villano, pero los ciudadanos, incluso más que los generales, se habían encolerizado y gritaban: «¡Cogedle!». El autor del disparo, quien había creído que los habitantes de Kyoto estarían de su parte, había calculado mal y ahora no tenía donde esconderse. Era un monje guerrero, considerado como el más valiente, y siguió insultando a Nobunaga incluso después de que le inmovilizaran.
—¡Eres un enemigo del Buda! ¡El rey de los demonios!
La expresión de Nobunaga no cambió lo más mínimo. Cabalgó hacia el palacio imperial como había planeado y des montó. Tras lavarse las manos, subió calmosamente los escalones hasta el portal del palacio y se arrodilló.
—Los violentos incendios de hace dos noches deben de haber sorprendido un tanto a Vuestra Majestad. Espero que me perdonéis por haberos inquietado.
Permaneció arrodillado así largo tiempo, por lo que cualquiera habría pensado que se disculpaba con profunda sinceridad, pero entonces alzó la vista hacia el nuevo portal y los muros del palacio y luego miró con expresión satisfecha a los generales que le flanqueaban a derecha e izquierda.
1. Es ilegal abandonar la propia ocupación.
2. Quienes extiendan rumores o falsos informes serán castigados de inmediato con la muerte.
3. Todo debe continuar tal como estaba.
Por orden de Oda Nobunaga, Magistrado Jefe.
Después de que estos tres edictos hubieran sido fijados en todos los distritos de la ciudad, Nobunaga regresó a Gifu. Se marchó sin haberse entrevistado con el shogun, el cual llevaba cierto tiempo ahondando los fosos, comprando armas de fuego y preparándose contra un ataque e incendio. Aunque los residentes del palacio imperial suspiraron aliviados, se sentían inquietos mientras observaban la partida de Nobunaga.
El humo de los incendios causados por la guerra no sólo era espeso en el monte Hiei sino que ascendía, como si surgiera de las llamas de un incendio en la pradera, desde los distritos occidentales de Mikawa a los pueblos en la ribera del río Tenryu, y llegaba incluso a las fronteras de Mino. Las tropas de Takeda Shingen habían cruzado las montañas de Kai y avanzaban hacia el sur.
Los Tokugawa, que llamaban a su enemigo «Shingen, el de las piernas largas», juraron que detendrían su marcha hacia la capital, y no sólo por el bien de sus aliados, los Oda. Kai estaba demasiado cerca de las provincias de Mikawa y Totomi, y si las fuerzas de Takeda se abrían paso, ello significaría la aniquilación del clan Tokugawa.
Ieyasu tenía treinta y un años y estaba en la flor de la virilidad. En los últimos veinte años sus servidores habían sufrido toda clase de privaciones y penalidades. Pero por fin Ieyasu llegó a la mayoría de edad, su clan tenía relaciones amistosas con los Oda y poco a poco estaba invadiendo el territorio del clan Imagawa.
Tal era la atmósfera que reinaba en su provincia, con las esperanzas de prosperidad y el valor de la expansión, que los viejos servidores, los samurais, los campesinos y los ciudadanos parecían llenos de estímulo.
Mikawa no podía competir con Kai en armamento, recursos y determinación, pero no era en modo alguno inferior. Había una razón por la que los guerreros de Tokugawa habían apodado a Shingen «el de las piernas largas». Era una agudeza incluida cierta vez en una carta de Nobunaga a Ieyasu, y éste, al leerla, pensó que merecía la pena relatarla a sus servidores.
Era una apelación inteligente, pues si tan sólo ayer Shingen había estado luchando en la frontera norte de Kai contra el clan Uesugi, hoy se hallaba en Kozuke y Sagami y amenazaba al clan Hojo. O bien, volviéndose rápidamente, lanzaría los fuegos de la guerra contra Mikawa o Mino.
Además, Shingen en persona estaba siempre en el campo de operaciones, dando instrucciones. Por ello la gente decía que debía de tener maniquíes que ocupaban su lugar, pero lo cierto era que, siempre que sus hombres luchaban, no parecía satisfecho si él no estaba presente en el campo de batalla. Pero si Shingen tenía las piernas largas, de Nobunaga podría decirse que tenía los pies ligeros.
El señor de Owari había escrito a Ieyasu:
Sería mejor que no os enfrentéis a toda la fuerza atacante de Kai en estos momentos. Aunque la situación llegue a ser apremiante y tengáis que retiraros desde Hamamatsu a Okazaki, confío en que perseveréis. Si nuestra ocasión debe esperar a otro día, dudo de que tarde mucho en llegar.