Taiko (76 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Shingen consultaba a Kaisen sobre casi todos los asuntos, desde temas militares hasta cuestiones del gobierno, y confiaba implícitamente en él. Fue muy sensible a la expresión que ahora percibía.

—Vuestra Reverencia parece tener ciertos recelos sobre mi plan.

Kaisen alzó la vista.

—No hay ningún motivo para que lo desapruebe. Al fin y al cabo, es la ambición de vuestra vida. Lo que me preocupa son las mezquinas intrigas del shogun Yoshiaki. No sois el único en recibir esas incesantes cartas secretas en las que os insta a que vayáis a la capital. Tengo entendido que también las ha recibido el señor Kenshin. Parece ser que solicitó la movilización del señor Mori Motonari, aunque éste ha muerto desde entonces.

—Estoy al corriente de eso, pero al margen de cualquier otra consideración, debo ir a Kyoto y llevar a cabo los grandes planes que tengo para este país.

—Ni siquiera yo, por desgracia, he podido resignarme al hecho de que un hombre de vuestra capacidad debería pasar el resto de su vida en Kai —dijo Kaisen—. Creo que vais a tener muchas dificultades por el camino, pero las tropas bajo vuestro mando nunca han sido derrotadas. Recordad tan sólo que el cuerpo es lo único que realmente os pertenece, de modo que usad con prudencia la duración natural de la existencia.

En aquel instante, el monje que había ido a recoger agua del cercano manantial dejó caer el cubo de madera y, gritando de una manera ininteligible, echó a correr entre los árboles. Algo parecido al sonido de un ciervo en huida resonó en el jardín. El monje que había partido en pos de las pisadas huidizas regresó por fin a la casa de té.

—¡Llamad en seguida a algunos hombres! —exclamó—. Un tipo de aspecto sospechoso acaba de escaparse.

No había ningún motivo para que alguien sospechoso estuviera dentro del templo, y cuando Kaisen interrogó al monje, éste lo reveló todo.

—Aún no había hablado de ello a Vuestra Reverencia, pero el caso es que anoche un hombre llamó a la puerta. Como vestía la túnica de un monje errante, le dejamos pasar aquí la noche. De haber sido un desconocido, no se lo habríamos permitido, desde luego, pero le reconocimos como Watanabe Tenzo, quien perteneció antiguamente al cuerpo de ninja de Su Señoría y solía visitar este templo muy a menudo con los servidores de Su Señoría. Creímos que no había ningún problema y le dejamos pernoctar.

—Espera un momento —dijo Kaisen—. ¿No es eso tanto más sospechoso? Un miembro del cuerpo de ninja desaparece en una provincia enemiga y no se sabe de él durante varios años. De repente llama a la puerta en plena noche..., vestido de monje, nada menos..., y pide que le dejemos dormir aquí. ¿Por qué no le interrogaste más a fondo?

—Ciertamente somos culpables, mi señor, pero nos dijo que había sido detenido cuando espiaba a los Oda. Afirmó haber pasado varios años en prisión, pero logró escapar y había regresado a Kai disfrazado. Desde luego, parecía decir la verdad. Esta mañana dijo que se iba a Kofu para reunirse con Amakasu Sanpei, el jefe de su grupo. Nos embaucó por completo, pero ahora mismo, cuando he ido a buscar agua al manantial, he visto a ese bastardo bajo la ventana de la sala de té, pegado a ella como un lagarto.

—¡Cómo! ¿Estaba escuchando mi conversación con Su Señoría?

—Cuando oyó mis pisadas y se volvió en mi dirección, pareció muy sorprendido. Entonces caminó a paso vivo hacia el jardín trasero, de modo que le llamé, ordenándole que se detuviese. Él no me hizo caso y se alejó con más rapidez. Le grité, llamándole espía, y él se volvió y me miró furibundo.

—¿Ha escapado?

—Grité a voz en cuello, pero todos los servidores de Su Señoría estaban corriendo. No encontré a nadie a mi alrededor y, por desgracia, ese hombre es mucho más rápido que yo.

Shingen ni siquiera había mirado al monje, limitándose a escucharle en silencio, pero cuando sus ojos se encontraron con los de Kaisen, habló pausadamente.

—Amakasu Sanpei está hoy entre mis ayudantes. Dejemos que persiga a ese hombre. Llamadle.

Sanpei se postró en el jardín y, mirando a Shingen, que seguía sentado en la casa de té, le preguntó cuál era su misión.

—Creo que hace varios años había un hombre a tus órdenes llamado Watanabe Tenzo.

Sanpei se quedó un momento pensativo antes de responder.

—Sí, lo recuerdo. Era natural de Hachikusa, de Owari. Su tío Koroku había encargado la fabricación de un arma de fuego, pero Tenzo la robó y, en su huida, llegó aquí. Os ofreció el arma y recibió un estipendio durante varios años.

—Recuerdo ese asunto del arma de fuego, pero parece que un hombre de Owari siempre será exactamente eso, un hombre de Owari, y ahora está trabajando para el clan Oda. Captúrale y córtale la cabeza.

—¿Que le capture?

—Ve a por él tras haber escuchado los detalles de ese monje. Vas a tener que perseguirle con rapidez para que no se te escape.

Al oeste de Nirasaki, un estrecho sendero sigue el pie de las montañas alrededor de Komagatake y Senjo, y cruza el río Takato en Ina.

—¡Eeeeh!

El sonido de una voz humana resultaba extraña en aquellos parajes. El monje solitario se detuvo y miró atrás, pero no había más que un eco, por lo que se apresuró a seguir camino arriba y llegó al puerto de montaña.

—¡Eeeeh! ¡Monje!

Ahora la voz estaba más cerca y, como era evidente que se dirigía a él, el monje se detuvo un momento, sujetándose el borde del sombrero. En seguida otro hombre subió hasta él, con la respiración entrecortada. Mientras se aproximaba, le sonreía irónicamente.

—Qué sorpresa, Tenzo. ¿Cuándo has llegado a Kai?

El monje pareció sorprendido, pero se serenó en seguida y soltó una risita.

—¡Sanpei! Me preguntaba quién podría ser. Bueno, ha pasado mucho tiempo. Pareces gozar de buena salud, como siempre.

El tono irónico del primero había recibido una réplica no menos irónica. Ambos eran hombres cuyos cometidos les habían llevado como espías a territorio enemigo. Sin esa clase de audacia y serenidad no habrían podido realizar su trabajo.

—Eso es todo un cumplido.

Sanpei también parecía muy relajado. Hacer aspavientos por haber descubierto a un espía enemigo en su terreno habría sido propio de un hombre corriente y descuidado. Pero si examinaba el asunto con los ojos de un ladrón, sabía que hay ladrones incluso a plena luz del día, por lo que el encuentro no era precisamente una sorpresa.

—Hace dos noches te detuviste en el templo de Eirin y ayer escuchaste clandestinamente una conversación secreta entre el abad Kaisen y el señor Shingen. Cuando te descubrió uno de los monjes, pusiste pies en polvorosa. Eso es lo que ha ocurrido, ¿no es cierto, Tenzo?

—Sí. ¿También estabas allí?

—Por desgracia.

—Eso era lo único que no sabía.

—Qué mala suerte para ti.

Tenzo fingió indiferencia, como si la cosa no fuese con él.

—Creía que Amakasu Sanpei, el ninja de Takeda, todavía espiaba para los Oda en Ise o Gifu, pero ya habías vuelto. Eres digno de alabanza, Sanpei, siempre tan rápido.

—No gastes saliva. Puedes halagarme tanto como quieras, pero ahora que te he encontrado no puedo permitir que regreses vivo. ¿Pretendías cruzar la frontera?

—No tengo la menor intención de morir. Pero, Sanpei, la sombra de la muerte se desplaza sobre tu cara. Supongo que no me has perseguido porque querías morir.

—He venido a por tu cabeza, siguiendo órdenes de mi señor. Y por mi vida que las cumpliré.

—¿La cabeza de quién?

—¡La tuya!

En el instante en que Sanpei desenvainó su larga espada, Watanabe Tenzo se colocó en posición de ataque, con su bastón preparado. Había cierta distancia entre los dos hombres. Mientras intercambiaban feroces miradas, su respiración se apresuraba y sus semblantes adquirían la palidez de un moribundo. Entonces algo debió de cruzar por la mente de Sanpei, pues envainó su espada.

—Baja ese palo, Tenzo.

—¿Por qué? ¿Estás asustado?

—No, no estoy asustado, pero ¿no es cierto que ambos tenemos los mismos deberes? Está bien que un hombre muera por su misión, pero que nos matemos ahora no servirá de nada. ¿Por qué no te quitas ese hábito de monje y me lo das? Si lo haces, me lo llevaré y diré que te he matado.

Los ninja tenían una fe particular entre ellos mismos que no era corriente en otros guerreros. Era una visión de la vida diferente, debida de una manera natural a la singularidad de sus cometidos. Para el samurai ordinario no podía existir un deber más elevado que el de morir por su señor. En cambio los ninja pensaban de un modo totalmente distinto. Tenían un gran apego a la vida, debían regresar vivos, al margen de la vergüenza o las penalidades que hubieran de sufrir, pues aunque un hombre fuese capaz de entrar en territorio enemigo y obtener alguna información valiosa, eso no tendría ninguna utilidad si no regresaba vivo a su provincia natal. En consecuencia, si un ninja moría en territorio enemigo, era la suya una muerte de perro, al margen de lo gloriosas que fueran las circunstancias. Por muy embebido que estuviera el individuo en el código samurai, si su muerte no era valiosa para su señor, era una muerte de perro. Por ello, aunque al ninja se le podría llamar un samurai depravado cuyo único objetivo era conservar la vida, tenía la misión y la responsabilidad de hacerlo así a toda costa.

Ambos hombres sostenían estos principios con pleno convencimiento, y por ello cuando Sanpei razonó con su adversario que matándose mutuamente no ganarían nada y envainó su acero, Tenzo también retiró su arma en seguida.

—No me gustaba la idea de convertirme en tu adversario y jugar con mi cabeza. Si podemos poner fin a esto con un hábito de monje, hagámoslo.

Cortó un trozo de la túnica que llevaba y lo arrojó a los pies de Sanpei, el cual lo recogió.

—Con esto bastará. Si lo llevo como prueba y anuncio que he acabado con Watanabe Tenzo, el asunto quedará zanjado. Por supuesto, Su Señoría no exigirá ver la cabeza de un simple ninja.

—Los dos salimos beneficiados. Bueno, Sanpei, me voy. Quisiera decirte que me alegraré de volver a verte, pero será mejor que ruegue para que eso no suceda jamás, porque sé que sería la última vez.

Con estas palabras de despedida, Watanabe Tenzo se alejó rápidamente, como si de repente temiera a su contrario y se alegrara de haber salvado la piel.

Cuando Tenzo empezaba a bajar por la pendiente del puerto, Sanpei cogió el arma y la mecha que antes había ocultado en la hierba y le siguió.

El estampido del arma resonó entre las montañas. Sanpei arrojó en seguida el mosquete y bajó por la pendiente como un ciervo, con la intención de asestar el golpe definitivo a su enemigo caído.

Watanabe Tenzo estaba tendido boca arriba en unos matorrales al lado del camino, pero en el momento en que Sanpei llegó a su lado y le apuntó el pecho con la punta de su espada, Tenzo le agarró las piernas, tiró de ellas y, con una fuerza tremenda, le hizo caer al suelo.

La naturaleza salvaje de Tenzo se impuso. Mientras Sanpei yacía aturdido, saltó como un lobo, cogió con ambas manos una gran piedra que estaba cerca y la descargó sobre el rostro de Sanpei. El impacto produjo un sonido como el de una granada al abrirse.

Entonces Tenzo desapareció.

***

Hideyoshi, que ahora era comandante del castillo de Yokoyama, había pasado el verano en las frías montañas al norte de Omi. Dicen los soldados que, para un luchador, la inactividad es más dura que el campo de batalla. La disciplina no puede descuidarse ni un solo día. Las tropas de Hideyoshi llevaban descansando cien días,

Pero a principios del noveno mes se dio la orden de partir al frente y se abrieron las puertas del castillo de Yokoyama. Desde el momento en que salieron del castillo hasta que llegaron a orillas del lago Biwa, los soldados desconocieron por completo dónde iban a luchar.

Había tres grandes embarcaciones atracadas en el lago. Construidas a principios de año, olían a madera recién serrada. Hasta que hombres y caballos estuvieron a bordo, no se dijo a los soldados que su destino sería o bien el Honganji o bien el monte Hiei.

Tras haber cruzado la superficie otoñal del gran lago y arribado a Sakamoto, en la orilla contraria, los hombres de Hideyoshi se asombraron al ver que el ejército al mando de Nobunaga y sus generales había llegado antes que ellos. Al pie del monte Hiei, los estandartes del clan Oda llenaban todo el espacio que abarcaba la vista.

Después de que Nobunaga levantara el asedio del monte Hiei y se retirase a Gifu, el invierno anterior, ordenó la construcción de grandes barcos para transporte de tropas capaces de cruzar el lago en cualquier momento. Ahora los soldados comprendían por fin su previsión y las palabras que había dicho cuando abandonó el ataque contra Nagashima y regresó a Gifu.

Las llamas de la rebelión que habían ardido en todo el país eran meros reflejos del fuego verdadero, la raíz del mal, cuyo origen estaba en el monte Hiei. Nobunaga volvía a sitiar la montaña con un gran ejército. Su semblante mostraba una nueva resolución, y hablaba lo bastante fuerte para que le oyeran desde el recinto cerrado con cortinas de su cuartel general hasta los barracones de la tropa, casi como si se estuviera dirigiendo al enemigo.

—¡Cómo! ¿Me estáis diciendo que no prenderéis fuego porque las llamas podrían extenderse a los monasterios? ¿Qué es entonces la guerra? ¿Cada uno de vosotros es un general y ni siquiera comprende eso? ¿Cómo habéis conseguido vuestra graduación?

Tales palabras podían oírse desde el exterior. Dentro del recinto, Nobunaga estaba sentado en su escabel de campaña, rodeado por sus generales veteranos, todos ellos con la cabeza gacha. Nobunaga era exactamente como un padre que sermoneara a sus hijos. Aunque fuese su señor, esa clase de crítica resultaba excesiva. Por lo menos eso era lo que indicaba la expresión de disgusto en los rostros de los generales cuando alzaron la vista y se atrevieron a mirar a Nobunaga directamente a los ojos.

¿Por qué estaban luchando, en efecto? Si pensaban en ello o les preocupaba, arriesgaban sus reputaciones al censurar a Nobunaga.

—Sois cruel, mi señor —le dijo Sakuma Nobumori—. No es que no lo comprendamos, pero cuando nos dais una orden indignante, como lo es la de incendiar el monte Hiei, un lugar respetado durante siglos como suelo sagrado y dedicado a la paz y la preservación del país..., como vuestros servidores, y precisamente porque somos vuestros servidores, tenemos tanta más razón para no obedeceros.

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