Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Cómo! ¿Para los Oda? —Sanpei frunció el ceño y pareció incluso incapaz de sonreír y desear al otro buen viaje—. Ten mucho cuidado. Los caminos son peligrosos.
—Tengo entendido que los monjes guerreros también están luchando. ¿Qué tal debe de irles a las tropas de Oda?
—No puedo decir nada sobre eso hasta que haya informado a Su Señoría.
—Ah, claro. Acabas de volver de allí, ¿no es cierto? Bueno, no debemos quedarnos aquí charlando. Me marcho.
El conductor de la recua y sus cien caballos cruzaron el puerto de montaña y prosiguieron su camino hacia el oeste.
Sanpei les vio alejarse, pensando que, al fin y al cabo, una provincia montañosa es exactamente eso. Las noticias del resto del mundo siempre llegaban allí con lentitud, y aunque sus tropas fuesen fuertes y los generales inteligentes, se hallaban en considerable desventaja. Percibió todavía más el peso de sus responsabilidades y bajó corriendo al pie de la montaña con la celeridad de una golondrina. En el pueblo de Kajikazawa tomó otro caballo y, fustigándolo, galopó hacia Kofu.
En la cálida y húmeda cuenca de Kai se alzaba el castillo fuertemente fortificado de Takeda Shingen. Rostros que no solían verse salvo en tiempos de graves problemas y miembros de los consejos de guerra cruzaban ahora las puertas del castillo uno tras otro, de modo que incluso los guardianes en la entrada sabían que ocurría algo. Dentro del castillo, envuelto en el verdor de las hojas tiernas, reinaba el silencio, sólo roto en ocasiones por los chirridos de las primeras cigarras del verano.
Desde la mañana, ninguno de los numerosos generales que habían acudido al castillo se había marchado. En aquel momento Sanpei llegó al portal. Desmontó más allá del foso y cruzó el puente a pie, sujetando las riendas del caballo.
—¿Quién está ahí?
Los ojos y las puntas de lanza de los guardianes destellaron en un ángulo del portal de hierro. Sanpei ató su caballo a un árbol.
—Soy yo —respondió, mostrando su cara a los soldados, y se adentró a paso vivo en el castillo.
A menudo entraba y salía por aquel portal, y por ello, aunque algunos no supieran exactamente quién era, no había un solo soldado en el portal que no conociera su rostro y la naturaleza de su trabajo.
En el interior del castillo había un templo budista llamado el Bishamondo, nombre del dios guardián del norte. Servía como sala de meditación de Shingen, lugar donde discutir los asuntos del gobierno y, de vez en cuando, cámara que cobijaba los consejos de guerra. Ahora Shingen estaba de pie en la terraza del templo. Su cuerpo parecía oscilar bajo la brisa que soplaba en la sala desde las rocas y los arroyos del jardín. Llevaba sobre su armadura el hábito rojo de un sumo sacerdote, que parecía hecho con los pétalos llameantes de las peonias escarlata.
Era de estatura mediana, fornido y musculoso. No había duda de que aquel hombre tenía algo fuera de lo corriente, pero sí bien quienes nunca habían tratado con él observaban lo intimidante que debía de ser, en realidad su trato no era tan difícil. Por el contrario, era un hombre más bien amable. Bastaba mirarle para comprender que poseía una calma y una dignidad naturales, mientras que la espesa barba daba a su rostro cierto aspecto de inflexibilidad. Sin embargo, tales rasgos eran corrientes en los hombres de la provincia montañosa de Kai.
Uno tras otro, los generales se levantaron de sus asientos y se marcharon. Pronunciaron unas pocas palabras de despedida e hicieron reverencias a su señor que estaba en la terraza. El consejo de guerra se había prolongado desde la mañana y Shingen había llevado su armadura bajo la túnica escarlata, exactamente como lo hacía en el campo de batalla. Parecía un poco cansado del calor y las largas discusiones. Unos momentos después de que el consejo hubiera terminado, había salido a la terraza. Los generales se habían ido, dejándole solo, y en el Bishamondo no había más que las paredes doradas acariciadas por el viento y los apacibles chirridos de las cigarras.
¿Aquel verano? Shingen parecía mirar a lo lejos la silueta de las montañas que rodeaban su provincia. Desde su primera batalla, cuando tenía quince años, su carrera había estado llena de acontecimientos que habían ocurrido en el verano y el otoño. En una provincia montañosa, en invierno no se podía hacer más que mantenerse encerrado en casa y conservar las fuerzas. Naturalmente, cuando llegaban la primavera y el verano, la sangre de Shingen se despertaba y entonces se volvía hacia el mundo exterior, diciéndose: «Bien, salgamos a luchar». No sólo Shingen, sino todos los samurais de Kai compartían esa actitud. Incluso los campesinos y los habitantes de la ciudad tenían la sensación de que, con el sol del verano, había llegado el momento.
Aquel año Shingen cumpliría los cincuenta y tenía un profundo pesar, se sentía impaciente por las expectativas de su vida. Pensaba que había luchado demasiado tan sólo por luchar. Imaginaba que allá, en Echigo, Uesugi Kenshin se estaba percatando de lo mismo.
Cuando pensaba en el que desde hacía muchos años era su digno contrario, Shingen no podía contener una sonrisa amarga. Pero esa misma amargura le roía el pecho cuando pensaba en sus cincuenta años. ¿Cuánto más le quedaba por vivir?
Durante un tercio del año la provincia de Kai estaba cubierta de nieve, y aunque podía argumentarse que el centro del mundo estaba muy lejos y la obtención de las armas más modernas era difícil, tenía la sensación de que había desperdiciado los mejores años de su vida luchando con Kenshin en Echigo.
El sol era intenso, y la sombra bajo las hojas profunda.
Shingen había supuesto durante muchos años que era el mejor guerrero en el este de Japón. Desde luego, la eficacia de sus tropas y de la economía y administración de su provincia eran respetadas en todo el país.
Sin embargo, Kai había sido dejada de lado. Más o menos desde el año anterior, cuando Nobunaga se dirigió a Kyoto, Shingen había pensado en la posición de Kai y había vuelto a contemplarse a sí mismo desde una nueva perspectiva. Las ambiciones del clan Takeda habían sido demasiado modestas.
Shingen no quería pasarse el resto de su vida apoderándose de fragmentos de las provincias que le rodeaban. Cuando Nobunaga e Ieyasu eran mocosos en brazos de sus nodrizas, Shingen soñaba ya con unir el país bajo su férreo dominio. Tenía la sensación de que su provincia montañosa era sólo una morada temporal, y tal era su ambición que incluso lo había expresado así a algunos enviados de la capital. Y ciertamente sus interminables batallas con la vecina Echigo no eran más que la primera de las muchas batallas futuras. Sin embargo, la mayor parte de las batallas libradas hasta entonces lo habían sido contra Uesugi Kenshin, habían consumido una gran porción de sus recursos provinciales y le habían exigido demasiado tiempo.
Cuando se dio cuenta de esa situación, el clan Takeda ya había sido superado por Nobunaga e Ieyasu. Shingen siempre había considerado a Nobunaga «el mocoso de Owari» y a Ieyasu «el chico de Okazaki».
Admitió amargamente que, si lo pensaba a fondo, había cometido un gran error. Cuando sólo había estado implicado en combates, casi nunca se había arrepentido de nada, pero hoy, al revisar su política diplomática, se daba cuenta de que había hecho las cosas con los pies. ¿Por qué no se había dirigido al sudeste cuando fue destruido el clan Imagawa? Y, tras haber tomado un rehén del clan de Ieyasu, ¿por qué había contemplado en silencio la expansión del territorio de Ieyasu por Suruga y Totomi?
Un error todavía mayor era el de haberse convertido en pariente de Nobunaga mediante un matrimonio a solicitud del último. Así Nobunaga había luchado con sus vecinos del oeste y el sur y, de un solo golpe, había avanzado hacia el centro del campo. Entretanto, el rehén de Ieyasu había esperado su oportunidad y huido, mientras que Ieyasu y Nobunaga estaban unidos por una alianza. Incluso ahora estaba claro para todo el mundo lo eficaz que había sido diplomáticamente esa política.
Shingen se dijo que, a pesar de todo, no se dejaría embaucar eternamente por las tretas de aquellos hombres. Iba a enseñarles que era Takeda Shingen de Kai. El rehén de Ieyasu había escapado y eso rompía su relación con aquél. ¿Qué otra excusa necesitaba?
Así había hablado aquel día en el consejo militar. Tras haber sabido que Nobunaga estaba acampado en Nagashima, al parecer enzarzado en una dura batalla, el astuto guerrero vio su oportunidad.
Amakasu Sanpei pidió a uno de los ayudantes más íntimos de Shingen que le anunciara su regreso. Sin embargo, como el señor no le llamaba, repitió su petición.
—No sé si Su Señoría ha sido informado de mi llegada. Te ruego que vuelvas a avisarle.
—Acaba de finalizar una conferencia y parece un poco cansado —replicó el ayudante—. Espera un poco más.
Sanpei no se dio por vencido.
—El mensaje que traigo es urgente precisamente debido a esa conferencia. Lo siento, pero debo insistir en que le informes de inmediato.
Pareció que esta vez Shingen fue debidamente informado, y llamó a Sanpei. Uno de los guardianes le acompañó hasta el portal central del Bishamondo. Desde allí, un guardián de la ciudadela interior le condujo a presencia de Shingen.
El señor de Kai estaba sentado en un escabel de campaña en la terraza del Bishamondo. Las hojas tiernas de un arce de tronco enorme vertían motas de luz sobre él.
—¿Qué nuevas te traen aquí, Sanpei? —le preguntó Shingen.
—En primer lugar, la información que os envié antes ha cambiado por completo. Así pues, pensando que podría suceder algo adverso, me he apresurado a venir aquí.
—¡Cómo! ¿Que ha cambiado la situación en Nagashima? ¿Cómo es eso?
—Los Oda han abandonado temporalmente Gifu y parece como si estuvieran haciendo un esfuerzo combinado en su ataque contra Nagashima, pero en cuanto Nobunaga llegó al campo de batalla, ordenó una retirada general. Sus tropas lo pagaron caro, pero retrocedió como la marea.
—Se han retirado. ¿Y luego?
—La retirada parecía inesperada, incluso para sus propias tropas. Sus hombres comentaban entre ellos que no podían entender lo que pensaba, y no pocos se mostraban confusos.
«¡Ese nombre es astuto! —pensó Shingen, chascando la lengua y mordiéndose el labio—. Yo tenía el plan de hacer salir a Ieyasu a campo abierto y destruirle mientras Nobunaga estaba atrapado por los monjes guerreros en Nagashima. Pero todo se ha quedado en nada y ahora habré de tener mucho cuidado.»
Entonces, volviéndose hacia el interior del templo, gritó:
—¡Nobufusa! ¡Nobufusa!
Rápidamente dio la orden de informar a sus generales de que las decisiones tomadas en el consejo de guerra aquel día y la partida hacia el frente quedaban inmediatamente canceladas.
Baba Nobufusa, su servidor de más alto rango, no tuvo tiempo de preguntarle por los motivos. Más aún, los generales que acababan de marcharse iban a ser presa de la confusión, pues creían que no había mejor oportunidad que la presente para aplastar al clan Tokugawa. Pero Shingen, como si hubiera tenido una súbita iluminación, supo que había perdido su oportunidad y que no podría atenerse a su plan anterior. Lo que debía hacer era buscar en seguida la próxima contramedida y la siguiente oportunidad.
Después de quitarse su armadura, volvió a reunirse con Sanpei. Despidió a sus servidores y escuchó atentamente los informes detallados de la situación en Gifu, Ise, Okazaki y Hamamatsu. Más tarde Shingen disipó una de las dudas de Sanpei.
—Cuando venía hacia aquí he visto el transporte de una gran cantidad de laca con destino al clan de los Oda, que son aliados de los Tokugawa. ¿Por qué enviáis esa laca a los Oda?
—Una promesa es una promesa. Además, era posible que los Oda no tuvieran cuidado y, cuando la recua de caballos pasara por el dominio de Tokugawa, sería una buena oportunidad para examinar las rutas de Mikawa, pero eso también ha resultado inútil. Bueno, inútil no. Es posible que mañana vuelva a darse la ocasión.
Musitando desdén hacia sí mismo, se desahogó en la soledad de aquel lugar.
La partida del eficaz y poderoso ejército de Kai se pospuso y los hombres pasaron el verano sin hacer nada. Pero cuando llegó el otoño volvieron a oírse rumores en las montañas occidentales y las colinas orientales.
***
Un agradable día otoñal Shingen cabalgó hasta la orilla del río Fuefuki. Acompañado por unos pocos ayudantes, su briosa figura, bañada por el sol de otoño, parecía enorgullecerse de la perfecta administración de su provincia. Sus sentidos estaban en armonía con el amanecer de una nueva era. «¡Ahora es el momento!», se decía.
La placa en el portal del templo decía «Kentokuzan». Era allí donde vivía Kaisen, el hombre que había enseñado a Shingen los secretos del Zen. Shingen respondió a los saludos de los monjes y entró en el jardín. Como sólo se proponía hacer una breve visita, no quiso entrar en el templo principal.
Cerca de allí había una pequeña casa de té con sólo dos habitaciones. Fluía el agua de un manantial, y las hojas amarillas de gingko habían caído en la tubería de agua tendida a través del musgo fragante de un jardín de rocas.
—He venido a despedirme, Vuestra Reverencia.
Kaisen asintió al oír estas palabras.
—Entonces ¿finalmente os habéis decidido?
—He tenido bastante paciencia al esperar que llegase esta oportunidad, y creo que este otoño la suerte ha cambiado de alguna manera en mi favor.
—Tengo entendido que los Oda van a llevar a cabo una ofensiva hacia el oeste —dijo Kaisen—. Nobunaga parece estar organizando un ejército incluso mayor que el del año pasado, a fin de destruir el monte Hiei.
—Todo les llega a quienes esperan —replicó Shingen—. He recibido varias cartas del shogun en las que dice que si atacara a los Oda por la retaguardia, los Asai y Asakura se levantarían al mismo tiempo y, con la ayuda añadida del monte Hiei y Nagashima, tan sólo dando una patada a Ieyasu, avanzaré rápidamente hacia la capital. Pero no importa lo que haga, Gifu seguirá siendo peligrosa. No quiero repetir la actuación de Imagawa Yoshimoto, por lo que he esperado la oportunidad adecuada. Tengo la intención de coger desprevenida a Gifu, pasar como una tronada por Mikawa, Totomi, Owari y Mino y luego ir a la capital. Si logro hacer eso, creo que recibiré el Año Nuevo en Kyoto. Espero que Vuestra Reverencia se mantenga con buena salud.
—Si así han de ser las cosas... —dijo Kaisen tristemente.