Taiko (81 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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La noche se aproximaba con rapidez y la intensidad de la nevada aumentaba. Los servidores de Ieyasu se reunieron en torno a él e hicieron sonar la caracola. Agitando los estandartes de los comandantes, convocaron a los hombres. Poco a poco los soldados del ejército derrotado se reunieron en torno a ellos. Todos estaban empapados en sangre.

Sin embargo, los cuerpos de Baba Nobufusa y Obata Kazusa sabían que el cuerpo principal de las tropas enemigas estaba allí, y en seguida empezaron a acosarles con arcos y flechas por un lado y armas de fuego por el otro. Parecía como si intentaran cortarles la retirada.

—Este lugar es peligroso, mi señor —dijo Mizuno Sakon a Ieyasu—. Sería mejor que os retiraseis lo antes posible. —Entonces, se dirigió a los soldados—: Proteged a Su Señoría. Yo atacaré al enemigo con algunos hombres. Quienes quieran sacrificar su vida por Su Señoría, que me sigan.

Sakon galopó directamente hacia la línea del enemigo, sin mirar atrás para ver si alguien le seguía. Treinta o cuarenta soldados cabalgaban tras él, hacia una muerte segura. Poco después los gemidos, los gritos y el entrechocar de espadas y lanzas se mezclaron con el sonido del viento cargado de nieve.

—¡Sakon no debe morir! —gritó Ieyasu.

Estaba fuera de sí. Sus servidores intentaron detenerle aferrando la brida de su caballo, pero él los derribó y, cuando se levantaron, cabalgaba ya hacia el remolino negro y blanco, con todo el aspecto de un demonio.

—¡Mi señor! ¡Mi señor! —le gritaron.

***

Cuando Natsume Jirozaemon, el oficial que se había quedado al mando del castillo de Hamamatsu, tuvo noticia de la derrota de sus camaradas, partió con una pequeña fuerza de treinta jinetes para proteger a Ieyasu. Cuando llegaron al lugar de la batalla y vieron a su señor luchando desesperadamente, Jirozaemon saltó del caballo y corrió hacia el tumulto.

—¿Qué..., qué es esto? Esta violencia no es propia de vos, mi señor. ¡Regresad a Hamamatsu! ¡Retiraos, mi señor!

Cogió la brida del caballo e hizo que diera la vuelta con dificultad.

—¿Jirozaemon? ¡Déjame! ¿Eres tan necio que te interpones en mi camino en medio del enemigo?

—¡Si soy un necio, mi señor, vos lo sois todavía más! Si os derriban en un sitio así, ¿de qué habrán servido todas vuestras penalidades hasta ahora? Seréis recordado como un general idiota. ¡Si queréis distinguiros, haced algo importante para la nación otro día!

Con lágrimas en los ojos, Jirozaemon gritó de tal modo a Ieyasu que pareció como si las comisuras de su boca fuesen a rasgarse hasta las orejas, al mismo tiempo que golpeaba despiadadamente al caballo de Ieyasu con el asta de su lanza. Muchos de los servidores y ayudantes más íntimos que habían acompañado a Ieyasu la noche anterior ya no estaban presentes. Más de trescientos hombres de Ieyasu habían muerto en combate y nadie sabía cuántos eran los heridos.

Abrumados por la carga que suponía pertenecer a un ejército desastrosamente derrotado, los hombres regresaron en hilera a la ciudad fortificada cubierta de nieve. Sus semblantes reflejaban lo disgustados que estaban consigo mismos. La retirada se prolongó desde el crepúsculo hasta pasada la media noche.

El cielo se había vuelto rojo, tal vez debido a que había fogatas a ambos lados del portal del castillo. Pero el color rojo de la nieve caída se debía claramente a la sangre de los guerreros que regresaban.

—¿Qué le ha ocurrido a Su Señoría? —preguntaban los hombres llorosos.

Se habían retirado creyendo que Ieyasu ya había regresado al castillo, y ahora los guardianes les decían que no había vuelto. ¿Estaba aún rodeado por el enemigo o había muerto? Fuera como fuese, lo cierto era que habían huido ante su señor, y estaban tan avergonzados que se negaban a entrar en el castillo. Permanecieron en el exterior, golpeando el suelo con los pies para no congelarse.

La confusión reinante se intensificó cuando de repente sonaron unos disparos más allá del portal oeste. Era el enemigo. La muerte les acosaba. Y si los Takeda ya habían llegado hasta allí, el sino de Ieyasu era realmente dudoso.

Creyendo que había llegado el fin del clan Tokugawa, corrieron gritando hacia el lugar de donde habían partido los disparos, dispuestos a morir combatiendo, sus ojos carentes de toda esperanza. Cuando un grupo de ellos cruzaban en tropel el portal, casi chocaron con varios jinetes que llegaban al galope.

Por inesperado que fuese, los jinetes resultaron ser sus propios comandantes que regresaban de la batalla, y los soldados mudaron sus patéticos lamentos por gritos de bienvenida, agitaron espadas y lanzas y precedieron a los recién llegados al interior del castillo.

Un jinete, luego otro y otro más entraron al galope. El octavo de ellos era Ieyasu, con una manga de la armadura arrancada y el cuerpo cubierto de sangre y nieve.

—¡Es el señor Ieyasu! ¡El señor Ieyasu!

En cuanto le vieron, la noticia corrió de boca y boca, y los hombres dieron brincos, totalmente perdida la compostura.

Ieyasu entró a paso vivo en el torreón y gritó como si estuviera todavía en el campo de batalla:

—¡Hisano! ¡Hisano!

La camarera corrió hacia él y se postró.

La llama del farolillo que sujetaba chisporroteaba bajo el viento, lanzando una luz oscilante sobre el perfil de Ieyasu. Éste tenía una mejilla manchada de sangre y el cabello muy revuelto.

—Trae un peine —le pidió al tiempo que se sentaba pesadamente. Mientras Hisano le arreglaba el cabello, dio otra orden—: Estoy hambriento. Que me traigan algo para comer.

Cuando le trajeron la comida, en seguida tomó los palillos pero, en vez de comer, dijo:

—Abrid todas las puertas que dan a la terraza.

A pesar de las lámparas, la iluminación de la sala aumentó cuando abrieron las puertas, debido al resplandor de la nieve acumulada en el exterior. Oscuros grupos de guerreros estaban descansando en la terraza. En cuanto Ieyasu terminó de comer, salió del torreón y fue a examinar las defensas del castillo. Ordenó a Amano Yasukage y Uemura Masakatsu que tomaran precauciones contra un posible ataque y situó a los comandantes a lo largo del camino desde el portal principal hasta la entrada del torreón.

—Aunque el ejército entero de Kai ataque con todo su poderío, vamos a demostrarles nuestra propia fuerza —dijeron en tono jactancioso—. No van a tomar posesión ni siquiera de una pulgada de estos muros de piedra.

A pesar de la tensión evidente en sus voces, trataban de tranquilizar y estimular a Ieyasu.

Éste comprendió sus intenciones y asintió vigorosamente, pero cuando se disponían a ir corriendo a sus puestos, les hizo volver.

—No cerréis ninguno de los portales del castillo desde el principal hasta el torreón. Dejadlos todos abiertos. ¿Entendido?

—¡Cómo! ¿Qué estáis diciendo, mi señor?

Los comandantes titubeaban, pues esa orden entraba en conflicto con los dogmas básicos de la defensa. Las puertas de hierro de todos los portales habían sido cerradas. El ejército enemigo ya se estaba aproximando a la ciudad fortificada, dispuesto a destruirla. ¿Por qué les ordenaba abrir las compuertas del dique, precisamente cuando se acercaba una ola gigantesca?

Tadahiro expresó su opinión.

—No, no creo que la situación exija llegar tan lejos. Cuando lleguen nuestras tropas en retirada, podemos abrir los portales y dejarlas entrar. Ciertamente no es necesario que les dejemos las puertas del castillo abiertas de par en par.

Ieyasu se echó a reír y le amonestó por su incomprensión.

—No lo hago para los hombres que regresan tarde, sino con vistas a los Takeda que vienen como una marea arrogante, seguros de su victoria. Y no sólo quiero que estén abiertos los portales del castillo, sino que se enciendan cuatro o cinco grandes hogueras ante la entrada. También encenderéis varias dentro de los muros, pero aseguraos de que la defensa esté estrictamente organizada. Permaneced muy quietos y observad la aproximación del enemigo.

¿Qué clase de audaz estratagema contraria era aquélla? Pero, sin la menor vacilación, los hombres cumplieron las órdenes recibidas.

De acuerdo con los deseos de Ieyasu, las puertas del castillo se abrieron de par en par y las hogueras arrojaron sus reflejos en la nieve desde más allá del foso hasta la entrada del torreón. Tras contemplar la escena un momento, Ieyasu entró de nuevo en el castillo.

Los generales parecían comprender la finalidad de todo aquello, pero la mayoría de los soldados que formaban la guarnición del castillo parecieron dar crédito al rumor, extendido por un oficial de Ieyasu, de que Shingen había muerto y que el enemigo que avanzaba hacia ellos había perdido a su general más importante.

—Estoy cansado, Hisano. Creo que voy a tomar una taza de sake. Sírvemela, por favor.

Ieyasu regresó al salón principal y, tras apurar la taza, se tendió. Se cubrió con las ropas de cama que Hisano le había preparado y no tardó en roncar.

No mucho después, las tropas de Baba Nobufusa y Yamagata Masakage se aproximaron al foso, preparadas para un ataque nocturno.

—¿Qué es esto? ¡Esperad!

Cuando Baba y Yamagata estuvieron ante el portal del castillo, tiraron de las riendas e impidieron que el ejército siguiera apresuradamente adelante.

—¿Qué os parece, general Baba? —preguntó Yamagata, acercando su caballo al de su colega.

Parecía totalmente perplejo. Baba también tenía dudas y miraba hacia el portal del enemigo. Allí, ardiendo a cierta distancia, estaban las higueras, delante del portal y más allá de la entrada. La situación planteaba un interrogante perturbador.

El agua del foso era negra, en contraste con la blanca nieve en el castillo con su guarnición al completo. No se oía un solo sonido. Si los hombres aguzaban el oído, percibían la crepitación de la leña encendida a lo lejos. Y si hubieran concentrado la mente y el oído, quizá habrían captado los ronquidos de Ieyasu, el general derrotado, que estaba durmiendo más allá de aquel portal sin puerta, dentro del torreón.

—Creo que les hemos perseguido con tal rapidez y están tan confusos que ni tiempo han tenido de cerrar el portal del castillo y están agazapados —dijo Yamagata—. Deberíamos atacar en seguida.

—No, esperad —replicó Baba, quien tenía la reputación de ser uno de los tácticos más inteligentes del ejército de Shingen.

Un hombre sabio que cultiva la sabiduría a veces puede ahogarse en ella. Explicó a Yamagata por qué motivos su plan era erróneo.

—Asegurar las puertas del castillo habría respondido a la natural psicología de la derrota en este caso, pero haber dejado el castillo abierto de par en par, tomándose el tiempo de encender hogueras, es una prueba de la intrepidez y serenidad de ese hombre. Si pensáis en ello, es indudable que está esperando un ataque temerario por nuestra parte. Se está concentrando en este castillo y confía plenamente en su victoria. Nuestro adversario es un general joven, pero se llama Tokugawa Ieyasu. No deberíamos entrar ahí a la ligera, sólo para deshonrar la reputación marcial de los Takeda y ser más tarde objeto de burlas.

Habían avanzado hasta allí, pero al final los dos generales hicieron retroceder a sus hombres.

Dentro del castillo, cuando Ieyasu despertó al oír la voz de su asistente, se puso en pie sobresaltado.

—¡No estoy muerto! —gritó, y se puso a dar saltos de alegría.

De inmediato envió tropas en persecución del enemigo. Como era de esperar, Yamagata y Baba no perdieron la cabeza en la confusión, sino que opusieron resistencia, incendiaron la vecindad de Naguri y ejecutaron varias maniobras brillantes.

Los Tokugawa habían sufrido una seria derrota, pero podía decirse que habían demostrado su valía. Y no sólo eso, sino que, una vez más, habían obligado a Shingen a abandonar su marcha hacia la capital, dejándole sin más alternativa que retirarse a Kai. Muchos hombres habían sido sacrificados. En comparación con las cuatrocientas bajas de los Takeda, los muertos y heridos de los Tokugawa ascendían a mil ciento ochenta.

Funeral por los vivos

Los pétalos rojos y blancos caían balanceándose desde el castillo de Gifu, erguido en la cima de su alta montaña, y se posaban en los tejados de las casas que se extendían al pie.

De año en año la confianza que el pueblo tenía en Nobunaga iba en aumento, una confianza que se basaba en la seguridad de sus vidas. Las leyes eran estrictas, pero las palabras de Nobunaga no estaban vacías. Las promesas que les hacía con respecto a su sustento siempre se cumplían, lo cual se reflejaba en su bienestar general.

Pensar que un hombre

no tiene más que cincuenta años para vivir bajo el cielo.

Sin duda este mundo

no es más que un sueño vano...

Los habitantes de la provincia conocían los versos que a Nobunaga le gustaba cantar cuando bebía, pero él entendía esas palabras de una manera muy distinta a la de los monjes, la de que el mundo no era más que un sueño huidizo e impermanente. «¿Existe algo que no decaerá?» era su verso favorito, y cada vez que lo entonaba alzaba la voz. Su visión de la vida parecía contenida en ese único verso. Un hombre no aprovecharía al máximo su vida si no pensaba profundamente en ello. Nobunaga sabía una cosa cierta de la vida: que al final nos morimos. El futuro de un hombre de treinta y siete años no sería largo. Y su ambición era extraordinariamente grande para un espacio de tiempo tan reducido. Sus ideales eran ilimitados, y enfrentarse a esos ideales y superar los obstáculos le satisfacía por completo. Sin embargo, al hombre se le concede una vida de duración determinada e irrevocable, y no podía evitar los sentimientos de pesar.

—Toca el tambor, Ranmaru.

Aquel día iba a danzar. Horas antes había recibido a un mensajero procedente de Ise, al que agasajó con sake, y luego se había pasado bebiendo el resto de la tarde.

Ranmaru trajo el tambor de la habitación contigua, pero en vez de tocarlo le comunicó un mensaje:

—Acaba de llegar el señor Hideyoshi.

En cierto momento había parecido como si los Asai y Asakura se dispusieran a atacar Mikatagahara, pues habían empezado a ponerse en movimiento repetidas veces, pero tras la retirada de Shingen, se refugiaron en sus propias provincias e iniciaron el refuerzo de sus defensas.

Previendo la paz, Hideyoshi había abandonado en secreto el castillo de Yokoyama y recorrido la zona alrededor de la capital. Ningún comandante de cualquiera de los castillos, al margen de lo caóticas que fuesen las condiciones del país, permanecía encerrado en su fortaleza. A veces fingían haber salido pero en realidad estaban allí; en otras ocasiones fingían estar presentes cuando lo cierto era que se habían ido, pues el sistema de un soldado consistía en utilizar adecuadamente la verdad y la falsedad.

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