Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Os vemos, señor Nobunaga! ¡Ya no podéis huir! ¡Entregad vuestra cabeza como un hombre!
El enemigo era tan denso como los cuervos en la acacia negra por la mañana y la noche. Los asistentes personales y los pajes se colocaron alrededor de Nobunaga en la parte trasera y los corredores laterales, en postura protectora, sus espadas brillando con un fuego nacido de la desesperación. No iban a permitir que el enemigo se acercara. Los hermanos Mori estaban entre ellos. Varios de los hombres que se habían negado a abandonar a su señor y habían luchado para protegerle yacían ahora encima de sus enemigos, enzarzados con ellos, y cada uno parecía haber muerto a manos del otro.
El cuerpo de la guardia en el templo exterior había convertido el templo principal en su campo de batalla y ahora libraba una fiera y sangrienta pelea para evitar que el enemigo se aproximara al patio, pero como las fuerzas enemigas parecían a punto de apoderarse de la entrada al corredor en forma de puente, todo el cuerpo, formado por menos de veinte hombres, constituía una sola unidad que se abalanzó hacia el interior.
Así los guerreros de Akechi que ahora trepaban al corredor fueron sorprendidos por ambos lados. Sus cadáveres, atravesados y cortados a tajos, cayeron unos encima de otros. Cuando los hombres que estaban en el templo exterior vieron que Nobunaga seguía con vida, gritaron jubilosos:
—¡Ahora hay tiempo! ¡Ahora! ¡Retirémonos lo antes posible!
—¡Idiotas! —les espetó Nobunaga, arrojando su arco inservible, pues la cuerda estaba rota y carecía de flechas—. ¡Éste no es momento de retirarse! ¡Dame tu lanza!
Reprendiéndoles así, arrebató el arma de un vasallo y echó a correr por el pasillo como un león. Al ver un guerrero enemigo con una mano en la balaustrada y a punto de subir, le atravesó con la lanza.
En aquel momento, un guerrero de Akechi que estaba a la sombra de un pino negro chino sacó un arco pequeño y disparó. La flecha alcanzó a Nobunaga en un codo. Retrocedió tambaleándose y se apoyó pesadamente contra el postigo a sus espaldas.
Una acción secundaria tenía lugar al otro lado del muro occidental. Una fuerza formada por vasallos y soldados de infantería a las órdenes de Murai Nagato y su hijo había salido de la mansión del gobernador, que estaba situada en las proximidades del templo Honno. Atacaron a las fuerzas de Akechi por la espalda y trataron de entrar en el recinto por el portal principal.
La noche anterior, Nagato y su hijo se habían quedado levantados hasta muy tarde, hablando con Nobunaga y Nobutada, y habían regresado a dormir a su mansión más o menos a la hora de la tercera guardia. Como parte de sus deberes, debería haber conocido por lo menos la situación cuando las fuerzas de Akechi entraron en la capital, en cuyo momento debería haber enviado de inmediato una advertencia al cercano templo Honno, aun cuando hubiera sido muy poco antes de la llegada de las tropas hostiles.
Su negligencia había sido total y absoluta, pero la falta no era sólo de Nagato. Ciertamente, la negligencia podía atribuirse a todos cuantos estaban en la capital o tenían mansiones allí.
—Parece que hay ciertos disturbios en la vecindad —dijeron a Nagato cuando le despertaron, pero el hombre no tenía idea de la magnitud del conflicto.
—Tal vez sea una pelea o algo por el estilo —le dijo a un servidor—. Ve a echar un vistazo.
Entonces, mientras se levantaba sin prisas de la cama, oyó que uno de sus ayudantes le llamaba desde el tejado del portal en el muro de barro.
—¡Se alza humo de Nishikikoji!
Nagato chascó la lengua y musitó:
—Probablemente se ha producido otro incendio en la calle del Albañal.
Tan confundido estaba sobre la paz que reinaba en el mundo que se había olvidado por completo de que aquél era un día más de la guerra civil.
—¡Cómo! ¿Las fuerzas de Akechi? —Su asombro sólo duró un momento—. ¡Maldita sea!
Nagato salió de la mansión sin llevar apenas más que las ropas a la espalda. En cuanto vio la densa muchedumbre de hombres enfundados en armaduras y montados, armados con espadas y lanzas entre la oscura bruma matinal, se apresuró a entrar de nuevo en la mansión, se puso la armadura y empuñó la espada.
Con una fuerza de sólo treinta o cuarenta hombres, corrió a luchar al lado de Nobunaga. Las diversas unidades de Akechi habían bloqueado todas las calles que conducían al templo Honno. El encuentro con las fuerzas de Nagato comenzó en una esquina del muro occidental del recinto y se convirtió en una lucha cuerpo a cuerpo. El grupo de Nagato logró abrirse paso entre una pequeña patrulla y se acercó bastante al portal principal, pero cuando un destacamento de las fuerzas de Akechi vieron aquella acción impertinente, pusieron sus lanzas en ristre y cargaron. La minúscula fuerza de Nagato no estaba en condiciones de hacerles frente, y tanto él como su hijo resultaron heridos. Con su número reducido a la mitad, se vieron obligados a retirarse.
—¡Tratad de llegar al templo Myokaku! ¡Nos uniremos al señor Nobutada!
Por encima del enorme tejado del templo Honno, el humo negro ascendía ondulante como nubes de tormenta. ¿Eran las fuerzas de Akechi, los vasallos de Nobunaga o éste mismo quien había prendido fuego dentro del templo? La situación era tan caótica que nadie podía saberlo.
El humo empezó a salir del templo exterior, de una habitación que daba al patio y de la cocina casi al mismo tiempo.
Un paje y otros dos hombres peleaban en la cocina como demonios. Parecía que los monjes del templo se habían levantado temprano, aunque no se veía a ninguno de ellos, porque estaba encendido el fuego de leña bajo los grandes calderos.
El paje, junto a la puerta de la cocina, atravesó por lo menos a dos de los hombres de Akechi que habían irrumpido. Finalmente le quitaron la lanza y, enfrentado a tantos enemigos, saltó al suelo de madera y mantuvo a los hombres a raya arrojándoles utensilios de cocina y cualquier otra cosa que tuviera a mano.
Un maestro de la ceremonia del té y otro hombre que también estaban allí blandieron sus espadas y lucharon valientemente al lado del paje, y aunque el enemigo desdeñaba a aquellos adversarios mal armados, un grupo de samurais no podía subir al suelo de madera a causa de ellos.
—¿Por qué tardamos tanto?
Un guerrero que parecía el jefe, se asomó a la cocina, cogió un tizón de un horno y lo arrojó a las caras de los tres hombres. Entonces lanzó un tizón al almacén y otro hacia el techo.
—¡Adentro!
—¡Debe de estar dentro!
Su objetivo era Nobunaga.
En aquel instante penetraron en tropel y diseminaron a puntapiés la leña ardiente con sus sandalias de paja mientras se dividían dentro del edificio. Las llamas prendieron rápidamente en las puertas corredizas y las columnas, ascendiendo por ellas como una hiedra de hojas rojizas. Las figuras del paje y el maestro de la ceremonia del té permanecieron inmóviles mientras las llamas también les envolvían.
En los establos se había armado un tumulto espantoso. Diez o más caballos, presa del pánico, la habían emprendido a coces contra las paredes de sus casillas, derribando las tablas. Dos de ellos por fin habían roto los travesaños y salido al exterior corcoveando violentamente. Enloquecidos, habían galopado hacia el centro de las fuerzas de Akechi, mientras los demás caballos relinchaban cada vez con más violencia al ver las llamas. Los samurais de guardia en los establos habían abandonado sus puestos para ir a defender la escalera del patio donde se había visto a Nobunaga por última vez. Allí lucharon por última vez antes de sucumbir. Incluso los mozos de establo, que podrían haber huido, se quedaron y lucharon hasta que murieron sin excepción. Todos ellos eran unos hombres que de ordinario pasaban desapercibidos, pero aquel día demostraron en silencio con el sacrificio de sus vidas que no eran inferiores a los hombres con grandes estipendios o un alto rango.
Un guerrero de Akechi, empuñando una lanza empapada en sangre, corría de una habitación a otra y se detuvo al ver a un camarada a través del humo.
—¿Minoura?
—¡Eh!
—¿Has conseguido algo?
—Todavía no.
Juntos buscaron a Nobunaga o, más exactamente, compitieron por encontrarle. Pronto se separaron y cada uno desapareció entre el humo.
El fuego parecía haberse extendido bajo el tejado, y el interior del templo crepitaba. Incluso las guarniciones de cuero y metal de las armaduras estaban calientes al tacto. En un instante, las únicas formas humanas que se veían eran cadáveres o los guerreros de Akechi, e incluso varios hombres de Akechi salieron corriendo mientras el fuego avanzaba por los tejados.
En cuanto a los hombres que estaban en el interior y seguían defendiendo su terreno, algunos se asfixiaban a causa del humo mientras que otros estaban cubiertos de cenizas. Habían derribado a patadas las puertas y paneles corredizos del pabellón, y ahora el brocado de oro llameante y los fragmentos de madera encendida giraban velozmente, ardiendo con tanta brillantez como un campo incendiado, pero en el interior de las pequeñas habitaciones y huecos estaba oscuro y las formas no se distinguían, como tampoco los diversos corredores llenos de humo.
Ranmaru se apoyó en la puerta de cedro que daba a la habitación que protegía, y luego se irguió silenciosamente. Tenía una lanza ensangrentada en la mano, y miró a derecha e izquierda. Oyó ruido de pisadas y preparó su lanza para atacar.
Concentrando todo su ser en el sentido del oído, escuchó para percibir alguna señal procedente de la habitación. La figura blanca que acababa de entrar era la del general de la derecha, Oda Nobunaga. Había luchado hasta el mismo final, cuando vio que las llamas rodeaban el templo y que cuantos hombres le rodeaban habían caído muertos. Había luchado cuerpo a cuerpo junto a los soldados rasos, como si fuese uno de ellos. No obstante, había tomado la decisión de hacerse el seppuku no sólo porque había considerado su reputación y le parecía lamentable dejar su cabeza a una nulidad. La muerte de un hombre estaba determinada de antemano, por lo que ni siquiera lamentaba morir. Lo que lamentaba era perder la gran obra de su vida.
El templo Myokaku estaba cerca y la mansión del gobernador también se encontraba en la vecindad. Además, había samurais alojados en la ciudad. Nobunaga pensó que, si por casualidad se estableciera contacto con el exterior, la huida podría ser posible. Por otro lado, aquella conspiración había sido planeada por el cabeza de naranja china, Mitsuhide, y, dado el carácter de éste, si decidía emprender una acción semejante la llevaría a cabo con tal cuidado que ni siquiera el agua podría filtrarse al exterior. Así pues, era hora de tomar una resolución..
La mente de Nobunaga se debatía entre estos dos pensamientos.
Miró los cadáveres de los ayudantes que habían muerto en combate y supo que sus momentos finales estaban cerca. Abandonó la batalla, se retiró a una habitación y ordenó a Ranmaru que vigilara la puerta, diciéndole:
—Si oyes mi voz desde aquí, sabrás que me estoy suicidando. Coloca mi cuerpo bajo unos paneles corredizos y préndeles fuego. Hasta entonces, no permitas que el enemigo llegue aquí.
Mientras le daba estas instrucciones, miraba fijamente los ojos de Ranmaru.
La puerta de madera era resistente. Nobunaga contempló un momento las pinturas todavía intactas que colgaban de las paredes. Había empezado a fluir una ligera espiral de humo procedente del exterior, pero parecía que pasaría algún tiempo antes de que las llamas se extendieran por el interior.
Nobunaga pensó que no tenía necesidad de apresurar su partida. Sintió como si alguien le hablara. Nada más entrar en la habitación había sentido, incluso más que el calor que le rodeaba por los cuatro costados, una sed ardiente. Estuvo a punto de sentarse en el centro de la estancia, pero lo pensó mejor y se acomodó en un hueco ligeramente elevado. Al fin y al cabo, la zona que se extendía por debajo de él estaba reservada de ordinario a sus vasallos. Imaginó una taza de agua que corría por su garganta, e hizo un esfuerzo para asentar con seguridad su espíritu por debajo del ombligo. A tal fin, se arrodilló formalmente, sentado sobre las piernas, enderezó su postura y sus ropas e intentó comportarse como si sus servidores estuvieran sentados ante él, tal como ocurría en tiempos ordinarios.
Poco después su pesada respiración se hizo apacible.
¿Era aquello morir?
Se sentía tan en paz que dudaba de sí mismo. Incluso era consciente de un deseo de reír.
«De modo que también yo me he equivocado.»
Ni siquiera al imaginar la calva y reluciente cabeza de Mitsuhide sintió el menor odio. También él era humano, y Nobunaga suponía que había hecho aquello motivado por el rencor. Su propia negligencia era el error de toda una vida, y lamentaba que la cólera de Mitsuhide se hubiera transformado tan sólo en necia violencia. «Ah, Mitsuhide, ¿no me seguirás dentro de unos días?», preguntó.
Su mano izquierda sostenía la vaina de la espada corta. La mano derecha extrajo la hoja.
No tenía necesidad de apresurarse.
Así, Nobunaga se daba instrucciones a sí mismo. Las llamas habían empezado a extenderse hasta aquella habitación. Cerró los ojos, y al hacerlo, todo cuanto podía recordar desde su primera juventud hasta el presente cruzó su mente como una exhalación, igual que si cabalgara al galope. Cuando abrió los ojos, el polvo de oro y las ilustraciones en las cuatro paredes irradiaban un rojo brillante. Las pinturas de las peonías en el techo artesonado empezaban a ser pasto de las llamas. Realmente no tardó más en morir de lo que se tarda en exhalar el aliento una sola vez. En el instante de su muerte, alguna función extraordinaria dentro de su cuerpo pareció despedirse de los recuerdos ordinarios de la vida que había vivido.
—¡Sin remordimientos! —exclamó Nobunaga.
Ranmaru oyó el grito y entró corriendo. Su señor, enfundado en el kimono de seda blanca, yacía de bruces en el suelo, rodeándose el vientre del que brotaba la sangre fresca. Ranmaru arrancó las puertas del armario bajo y las colocó sobre el cadáver de Nobunaga como si hiciera un ataúd. Volvió a cerrar la puerta tranquilamente y retrocedió del hueco en la pared. Aferró la empuñadura de la espada corta con la que también él podría cometer el seppuku, pero sus ojos brillantes se posaron en el cadáver de Nobunaga hasta que las llamas consumieron la habitación.
***
Los tres primeros días del sexto mes, el cielo sobre Kyoto estuvo claro y el sol brilló con fuerza. Sin embargo, el tiempo en las montañosas provincias occidentales alternó entre cielos claros y nubes. Las fuertes lluvias no habían cesado hasta finales del quinto mes. Entonces, cuando faltaban dos o tres días para que comenzara el sexto, un violento viento del sudoeste arrastró las nubes rasgadas de sur a norte, y el cielo siguió cambiando de brillante y claro a nuboso.