Authors: Eiji Yoshikawa
—Cuando dos guerreros luchan en el campamento o se desenvaina una hoja en el períemtro del castillo, el castigo debe ser estricto, al margen de los motivos de la disputa. Ésta es una regla inamovible. Inuchiyo es un hombre valioso, pero irascible por naturaleza. Y ésta ha sido la segunda vez que hiere a un servidor. La ley no puede permitir mayor magnanimidad.
Aquella noche dijo refunfuñando al servidor de alto rango que estaba de servicio:
—¡Ese Inuchiyo! Me intriga adonde irá en su destierro. Ser un ronin es bueno para el alma. Es posible que un periodo de penalidades le haga bien.
¿Y cómo iban las cosas en el solar de construcción? Nobunaga pensó apesadumbrado que era la noche del tercer día desde que Tokichiro había sido nombrado supervisor de obras. Si no terminaba al amanecer, se vería obligado a cometer el seppuku, por mucho que Nobunaga lo lamentara. Pensó que también era un hombre testarudo, proclive a decir impulsivamente cosas absurdas delante de todo el mundo.
Los servidores como Inuchiyo y Tokichiro ocupaban puestos de baja categoría y eran jóvenes, pero Nobunaga sabía bien que entre los servidores que quedaban de la época de su padre, había pocos hombres con su talento. Pensó con cierta vanidad que aquellos dos eran hombres como no abundaban, no sólo en su pequeño clan sino también en el mundo en general. ¡Qué pérdida! Pero no podía revelar su preocupación y la ocultó a sus pajes y servidores de más edad.
Aquella noche se retiró pronto bajo la mosquitera, pero cuando estaba a punto de dormirse, un servidor se acurrucó en la entrada de su dormitorio.
—¡Mi señor, es una emergencia! Los Yamabuchi de Narumi han desplegado la bandera de la revuelta y están haciendo ostentación de sus preparativos de defensa.
—¿Narumi?
Nobunaga salió de la mosquitera y, todavía con su camisa de dormir de seda blanca, fue a la habitación adjunta y se sentó.
—¿Genba?
—¿Mi señor?
—Ven aquí.
Sakuma Genba llegó a la entrada de la habitación contigua y se postró. Nobunaga estaba abanicándose. Por la noche se notaba ya la frescura de inicios del otoño, pero aún había enjambres de mosquitos en los terrenos del castillo, con sus espesas arboledas.
—La verdad es que esto no es tan inesperado —dijo por fin Nobunaga, casi como si hubiera masticado y escupido las palabras—. Si los Yamabuchi se rebelan, entonces el divieso que se había estado curando ha vuelto a enconarse. Esperaremos hasta que reviente por sí solo.
—¿Iréis personalmente, mi señor?
—Eso no será necesario.
—Vuestras tropas...
—No creo que esto requiera un bálsamo. —Se echó a reír y siguió diciendo—: Dudo de que tengan el valor de atacar Kiyosu, aun cuando estén haciendo preparativos militares. Samanosuke ha sido presa del pánico al ver a su hijo herido. Será mejor contemplar cómo sudan la gota gorda durante algún tiempo desde cierta distancia.
Poco después Nobunaga se acostó de nuevo, pero a la mañana siguiente se levantó antes de lo habitual. O tal vez no podía dormir y esperaba que amaneciera. Es posible que, en el fondo, estuviera mucho más preocupado por el destino de Tokichiro que por el incidente en Narumi. En cuanto se levantó, Nobunaga fue con varios ayudantes a inspeccionar el solar de construcción.
Estaba saliendo el sol, y en lugar del campo de batalla del día anterior, ni un madero, ni una sola piedra, ni un terrón o una mota de serrín estaban a la vista. El suelo había sido barrido. La luz del amanecer reveló que aquello no era ya un solar de construcción. Aquello superaba las expectativas de Nobunaga. Éste no solía experimentar sorpresa, y cuando así era no lo revelaba. Pero Tokichiro había completado el trabajo en tres días, y no sólo eso, sino que, previendo la inspección de Nobunaga, había retirado del castillo las maderas y piedras sobrantes y limpiado la zona.
Sin que pudiera evitarlo, el rostro de Nobunaga brillaba de alegría y sorpresa.
—¡Lo ha hecho! ¡Mirad esto! ¡Mirad lo que ha hecho el Mono! —Volviéndose a sus ayudante, habló como si aquélla fuese su propia hazaña—. ¿Dónde está? Llamad a Tokichiro.
—Ése que viene por el puente Karabashi debe de ser el señor Kinoshita —dijo uno de los ayudantes.
El puente estaba directamente delante de ellos. Y por allí venía Tokichiro, cruzándolo a toda prisa en su dirección.
Los troncos del andamio, así como los maderos y piedras sobrantes, las herramientas y las esteras de paja estaban amontonados al lado del foso. Los artesanos y obreros, que se habían pasado tres días y noches trabajando sin descanso, estaban profundamente dormidos, como otras tantas orugas en su capullo. Incluso los capataces, que habían trabajado juntos con los obreros, se tumbaron en el suelo y quedaron dormidos en cuanto la construcción estuvo terminada.
Nobunaga observó esta escena desde cierta distancia. Una vez más se dio cuenta de cómo había infravalorado las capacidades de Tokichiro. ¡Aquel Mono! ¡Sabía cómo hacer trabajar a los hombres! Pensó que si era capaz de lograr que los obreros trabajaran hasta matarse, debería ponerle al frente de soldados adiestrados, y podría ser un gran comandante. No sería un error enviarle a la batalla al frente de doscientos o trescientos hombres. De improviso recordó unos versos del Arte de la Guerra de Sun Tzu:
El principio más importante,
para vencer en la guerra,
es lograr que tus soldados
mueran alegremente.
Nobunaga repitió estos versos una y otra vez, pero dudaba de que él mismo tuviera esa capacidad, la cual ciertamente no tenía nada que ver con la estrategia, la táctica o la autoridad.
—Desde luego, esta mañana os habéis levantado temprano, mi señor. Podéis ver lo que hemos hecho en el muro del castillo.
Nobunaga bajó la vista y allí, a sus pies, estaba Tokichiro, ya arrodillado y apoyando ambas manos en el suelo.
—¿Mono?
Nobunaga se echó a reír. Acababa de ver el rostro de Tokichiro, el cual, al cabo de tres días y noches sin dormir, parecía como si estuviera cubierto por una áspera capa de yeso semiseco. Tenía los ojos enrojecidos y las ropas manchadas de barro.
Nobunaga se rió de nuevo, pero en seguida se compadeció del hombre y le dijo seriamente:
—Has hecho un buen trabajo. Debes de tener sueño. Será mejor que te pases el día entero durmiendo.
—Muchísimas gracias.
Esta alabanza encantó a Tokichiro. Que le dijeran que podía dormir todo el día a pierna suelta cuando la misma provincia no gozaba de solo un día de descanso era la mayor de las alabanzas, y al pensar en ello las lágrimas empaparon sus párpados caídos. Pero a pesar de la satisfacción que sentía, añadió:
—Tengo que pediros algo, mi señor.
—¿Qué es ello?
—Una recompensa —dijo Tokichiro claramente, sobresaltando a los ayudantes.
¿Alteraría con esas palabras el insólito buen talante de Nobunaga? Estaban preocupados por Tokichiro.
—¿Qué quieres?
—Dinero.
—¿Mucho?
—No, sólo un poco.
—¿Es para ti?
—No. —Tokichiro señaló en dirección al foso—. No soy yo quien ha hecho la construcción. Quisiera lo suficiente para dividirlo entre los obreros que están allí, tan cansados que se han dormido.
—Habla con el contable y coge lo que necesites. Pero también debería hacer algo para recompensarte. ¿Qué estipendio tienes ahora?
—Recibo treinta kan.
—¿Eso es todo?
—Es más de lo que merezco, mi señor.
—Te aumentaré a cien kan, te traslado al regimiento de lanceros y te pongo al frente de treinta soldados de infantería.
Tokichiro guardó silencio. Desde el estricto punto de vista del cargo, los puestos de supervisor de carbón y leña, así como de obras, estaban reservados a samurais de alto rango. Pero la sangre de la juventud corría por las venas de Tokichiro y, naturalmente, hacía años que confiaba en llegar a servir activamente en el regimiento de arqueros o mosqueteros. Estar al mando de treinta soldados de infantería era el grado más bajo de un jefe de tropa entre los comandantes, pero un trabajo que le agradaba mucho más que estar al frente de los establos o la cocina.
Se sentía tan feliz que olvidó momentáneamente la discreción y habló sin reflexionar, con la misma boca que antes había sido tan cortés.
—Mientras trabajaba en esta construcción, pensaba continuamente en una cosa. El suministro de agua en este castillo es deficiente, se mire como se mire. Si el castillo fuese asediado, faltaría agua potable, y en poco tiempo el foso se secaría. Si algo ocurriera, el castillo sólo serviría para hacer una salida de ataque. Pero en el caso de que nos atacara un ejército sin posibilidad de victoria en el campo...
Nobunaga desvió la vista y fingió que no le oía. Pero Tokichiro no iba a interrumpirse a medio camino.
—Siempre he pensado que el monte Komaki es muy superior a Kiyosu, tanto por el suministro de agua como desde el punto de vista del ataque y la defensa. Quisiera sugeriros que os trasladéis desde Kiyosu al monte Komaki, mi señor.
Ante esta sugerencia, Nobunaga le miró furibundo y dijo bruscamente:
—¡Basta, Mono! Te estás extralimitando. ¡Ahora vete a dormir en seguida!
—Sí, mi señor.
Tokichiro se encogió de hombros. Pensó que había aprendido una lección. El fracaso es fácil bajo circunstancias favorables. A uno le reprenderán cuando esté de buen talante. Se dijo que aún no tenía suficiente experiencia. Dejaba que su felicidad le exaltara e iba demasiado lejos. Sí, debía admitir que todavía era inexperto.
Tras haber distribuido la recompensa a los trabajadores, no regresó de inmediato a su casa para dormir, sino que deambuló a solas por la ciudad fortificada. Pensaba en Nene, a la que no veía desde hacía algún tiempo.
Se preguntó qué habría hecho recientemente la muchacha. Al pensar en ella, empezó a sentir una aguda preocupación por aquel amigo abnegado y obstinado, Inuchiyo, el cual había abandonado la provincia cediéndole el amor de Nene. Desde que Tokichiro servía al clan Oda, el único a quien había abierto amistosamente su corazón era Inuchiyo.
«Apuesto a que pasó por la casa de Nene —se dijo—. Obligado a abandonar la provincia como ronin, no habrá sabido cuándo podría volver a verla. Sin duda le habrá dicho algo antes de marcharse.» A decir verdad, más que amor o alimento, lo que Tokichiro necesitaba era dormir en seguida, pero al pensar en la amistad, el valor y la lealtad de Inuchiyo, le era imposible retirarse a descansar.
Un hombre verdadero reconoce a otro. Así pues, ¿por qué Nobunaga no reconocía el verdadero valor de Inuchiyo? La traición de Yamabuchi Ukon se conocía desde hacía algún tiempo. Por lo menos Inuchiyo y él la conocían. No podía imaginar por qué Nobunaga no estaba al corriente, y se preguntaba con disgusto por qué Inuchiyo, tras herir a Ukon, había sido castigado.
Pensó entonces que tal vez el castigo, o quizá el destierro, era en realidad una expresión del afecto que le tenía Nobunaga. Cuando él habló sin reflexionar, con cara de saberlo todo, su señor le reprendió. Mientras deambulada por la ciudad, tenía que admitir que hablar del deficiente suministro de agua y abogar por el traslado a Komaki delante de los demás servidores era una exhibición de malos modales. No estaba enfermo, pero periódicamente sentía como si la tierra se moviera bajo sus pies. En su estado, falto de sueño, el brillo del sol de otoño era horrible.
Cuando vio la casa de Mataemon a lo lejos, le pareció como si su somnolencia se desvaneciera. Se echó a reír y apresuró el paso.
—¡Nene! ¡Nene! —gritó.
Era aquél el barrio residencial de los arqueros, y no una zona de imponentes portales con tejadillo y mansiones. Las casas de los samurais, pequeñas y cómodas, con sus pulcros jardines delanteros y sus vallas de ramas secas, estaban alineadas y daban una sensación apacible.
Tokichiro tenía la costumbre de hablar en voz alta, y cuando distinguió inesperadamente la figura de su amada, a la que llevaba tiempo sin ver, agitó la mano y apretó el paso con una emoción sincera, hasta tal punto que desde cualquier casa de la vecindad se preguntarían qué sucedía. Nene se volvió, y su rostro blanco reflejó una franca sorpresa.
Se suponía que el amor era un secreto bien guardado, pero cuando alguien grita de tal manera que las ventanas del vecindario se abren, e incluso los padres lo oyen desde el interior de la casa, es muy natural que una joven se sienta azorada. Nene había estado junto al portal, contemplando distraídamente el cielo otoñal, pero al oír la voz de Tokichiro su rostro enrojeció y se ocultó, temblorosa, dentro del portal.
—¡Nene! ¡Soy yo, Tokichiro! —Entonces alzó la voz todavía más y corrió hacia ella—. Siento haberte desatendido. Mis deberes me han tenido ocupado.
Nene estaba oculta a medias en el portal, pero como él ya la había saludado se vio obligada a hacer una grácil reverencia.
—Tu salud debería ser lo primero —le dijo.
—¿Está tu padre en casa? —preguntó él.
—No, ha salido.
En vez de invitarle a entrar, la muchacha retrocedió un poco.
—En fin, si el señor Mataemon está ausente... —Tokichiro se dio cuenta en seguida de lo azorada que debía estar—. Entonces será mejor que me vaya.
Nene asintió como si eso fuese lo que ella también deseaba.
—Sólo he venido para preguntar si Inuchiyo había pasado por aquí.
—No, no lo ha hecho.
Nene sacudió la cabeza, pero la sangre coloreó sus mejillas.
—Ha venido, ¿no es cierto?
—No.
—¿De veras? —Tokichiro se quedó un rato contemplando el vuelo de unas libélulas rojas, sumido en sus pensamientos—. ¿Es cierto que no os ha hecho una visita? —Nene inclinó la cabeza, con lágrimas en los ojos—. Inuchiyo ha disgustado a Su Señoría y se ha ido de Owari. ¿Lo sabías?
—Sí.
—¿Te lo ha dicho tu padre?
—No.
—Bueno, ¿cómo lo has sabido entonces? No, no hay necesidad de ocultarlo. Él y yo somos grandes amigos. No sé lo que te habrá dicho, pero conmigo no es necesario que finjas. Vino aquí, ¿verdad?
—No. Acabo de enterarme... por carta.
—¿Una carta?
—Hace un momento alguien lanzó un objeto al jardín, fuera de mi habitación. Cuando salí a ver qué era, encontré una carta envuelta alrededor de una piedra. Era del señor Inuchiyo.
A medida que hablaba, su voz desfallecía. Se echó a llorar y dio la espalda a Tokichiro. Él la había considerado una mujer juiciosa e inteligente, pero después de todo era una chiquilla.