Authors: Eiji Yoshikawa
Mitsuhide le miró inquisitivamente.
—¿Es eso cierto? ¿Una carta de tu madre?
—Así es.
—Entonces déjame verla. Según las leyes del castillo, cuando te encuentras con una persona sospechosa, debes detenerla y llevarla al castillo. Muéstrame esa carta de tu madre, como prueba, o me veré obligado a entregarte a las autoridades.
—Me la comí.
—¿Cómo dices?
—Por desgracia, después de leerla me la comí.
—¿Te la comiste?
—Sí, eso es lo que hice. —Hiyoshi siguió diciendo con vehemencia—. Para mí, sólo por el mero hecho de estar vivo, mi madre es más respetable que los dioses o los Budas. Así pues...
Mitsuhide profirió un grito atronador.
—¡Cierra el pico! Supongo que la has masticado porque era un comunicado secreto. ¡Sólo por eso eres un tipo sospechoso!
—¡No, no! ¡Te equivocas! —replicó Hiyoshi, agitando las manos—. Llevar encima una carta de mi madre, a quien estoy más agradecido que a los dioses y los Budas, y al final sonarme la nariz con ella y tirarla a la calle, donde la pisaría la gente, sería algo impío y vergonzoso. Ésa es mi manera de pensar, y tengo la costumbre de comerme siempre sus cartas. No estoy mintiendo. Es natural que alguien eche tanto en falta a su madre que quiera comerse sus cartas que vienen de tan lejos.
Mitsuhide estaba seguro de que todo era una mentira, pero aun así el muchacho que tenía delante mentía mucho mejor que el común de las gentes. Además, simpatizaba con él porque también se había alejado de su madre.
Aunque fuese mentira, no era una mentira infame, y aunque aquella pretensión de haberse comido una carta de su madre fuese una tontería, era evidente que incluso aquel muchacho con cara de mono debía de tener padres. Tal fue el razonamiento de Mitsuhide, al mismo tiempo que sentía lástima de su adversario tosco e inculto. Sin embargo, si aquel joven ignorante e ingenuo era el instrumento de un agitador, podía ser tan peligroso como un animal salvaje. No era la clase de persona que requería su envío al castillo y sería lamentable darle muerte allí mismo. Pensó en la posibilidad de dejar a Hiyoshi en libertad, pero no dejó de vigilarle mientras procuraba encontrar la manera de resolver el asunto.
—¡Mataichi! ¿Está por ahí Mitsuharu?
—Creo que sí, señor.
—Dile que no quiero molestarle, pero que haga el favor de venir aquí un momento.
—Sí, señor.
Mataichi salió corriendo a cumplir la orden.
Poco después Mitsuharu salió de la casa, caminando a grandes zancadas. Era más joven que Mitsuhide, de unos dieciocho o diecinueve años, y heredero del señor de la casa, el sacerdote lego Akechi Mitsuyasu. Mitsuhide, que era primo suyo, también se apellidaba Akechi, vivía con su tío y se pasaba los días entregado al estudio. Sin embargo, no dependía económicamente de su tío. Había acudido a Inabayama porque su hogar en la provinciana Ena estaba demasiado alejado de los centros de la cultura y la política. Con frecuencia su tío le ponía como ejemplo a su hijo, diciéndole: «Mira a Mitsuhide y estudia un poco».
Mitsuhide era realmente estudioso. Incluso antes de establecerse en Inabayama había viajado extensamente, recorriendo el país desde la capital a las provincias occidentales. Había acompañado a espadachines errantes y buscado conocimientos, estudiado los acontecimientos actuales y aceptado de buen grado las penalidades de la vida. Cuando se puso a estudiar el mecanismo de las armas de fuego, hizo un viaje especial a la ciudad libre de Sakai y, finalmente, fue tal su contribución a las defensas y la organización militar de Mino que todo el mundo, empezando por su tío, le respetaba como un genio de los nuevos saberes.
—¿En qué puedo ayudarte, Mitsuhide?
—Bueno, en realidad no es nada —respondió el otro en tono deferente.
—¿De qué se trata?
—Quiero que hagas algo por mí, si te parece correcto.
Los dos hombres salieron de la estancia y, en pie al lado de Hiyoshi, discutieron lo que podrían hacer con él. Tras haberse enterado de los detalles, Mitsuharu dijo:
—¿Te refieres a este don nadie? —Echó un vistazo a Hiyoshi con indiferencia—. Si crees que es sospechoso, entrégalo a Mataichi. Si le torturan un poco, golpeándole con un arco roto, por ejemplo, no tardará en hablar. Sería fácil.
—No. —Mitsuhide miró de nuevo a Hiyoshi—. No creo que sea la clase de persona que hablará con ese tratamiento. Y, por alguna razón, me apena.
—Si te ha embaucado y sientes lástima de él, no es probable que le hagas hablar. Déjamelo durante cuatro o cinco días. Le encerraré en el cobertizo de almacenamiento. Cuando tenga hambre, no tardará en escupir la verdad.
—Siento causarte tantas molestias —le dijo Mitsuhide.
—¿Será mejor que lo ate? —preguntó Mataichi, retorciendo el brazo de Hiyoshi.
—¡Espera! —exclamó Hiyoshi, e intentó liberarse de la presa de Mataichi. Miró a Mitsuhide y Mitsuharu—. Acabáis de decir que, si me azotaran, no diría la verdad. Todo lo que tenéis que hacer es preguntarme y os lo contaré todo. ¡Incluso aunque no me lo preguntéis! ¡No soporto estar encerrado en un sitio oscuro!
—¿Estás dispuesto a hablar?
—Sí.
—Muy bien —dijo Mitsuharu—. Yo me encargo del interrogatorio.
—Adelante.
—¿Qué me dices...? —Pero la serenidad de Hiyoshi parecía amilanar a Mitsuharu, el cual se interrumpió y musitó—: ¡Maldita sea! Es un tipo extraño. Me pregunto si está realmente bien de la cabeza. Debe de estar jugando con nosotros.
Miró a Mitsuhide y soltó una risa mordaz. Pero Mitsuhide no reía, sino que miraba a Hiyoshi con una expresión inquieta. Mitsuhide y Mitsuharu se turnaron para interrogarle, como si estuvieran siguiendo la corriente a un niño mimado.
—Muy bien —dijo Hiyoshi—, os diré lo que han planeado para esta noche, pero yo no formo parte de su banda y no tengo nada que ver con ellos. Por ello os pido que me garanticéis la vida.
—Eso es bastante justo. Matarte no sería una gran hazaña. Están tramando algo, ¿eh?
—Esta noche, si sopla el viento adecuado, habrá un gran incendio.
—¿Dónde?
—No lo sé exactamente, pero los ronin que se alojan en la casa de huéspedes lo han discutido en secreto. Esta noche, si hay viento del sur o del oeste, van a reunirse en el bosque cerca del Jozaiji y allí se dividirán en grupos para incendiar la ciudad.
—¿Qué?
Mitsuharu se quedó boquiabierto. Mitsuhide tragó saliva, apenas capaz de dar crédito a lo que estaba oyendo.
Hiyoshi no hizo el menor caso de su reacción y juró que no sabía nada más que lo que había oído susurrar a los ronin con los que había coincidido casualmente en la casa de huéspedes. Lo único que él quería era vender sus existencias de agujas y regresar a su pueblo natal, Nakamura, lo antes posible para ver a su madre.
Después de que sus semblantes hubieran recuperado el color, Mitsuhide y Mitsuharu se quedaron un momento inmóviles, como pasmados. Finalmente, Mitsuhide dio una orden.
—Muy bien, soltaremos a éste, pero no antes de que haya anochecido. Mataichi, llévatelo y dale algo de comer.
El viento que había soplado durante todo el día empezó a soplar más recio. Procedía del sudoeste.
—¿Qué crees que harán, Mitsuhide? El viento sopla del oeste.
Mitsuharu contempló con profunda preocupación las nubes que pasaban rápidamente por el cielo. Mitsuhide se sentó en la terraza de la biblioteca y permaneció silencioso. Con la vista perdida en el infinito, pareció concentrarse en algún problema complicado.
—Mitsuharu —dijo por fin—. ¿Has oído decir a mi tío algo extraño en los últimos cuatro o cinco días?
—No, nada de lo que ha dicho mi padre me ha parecido especialmente raro.
—¿Estás seguro?
—Ahora que lo mencionas, esta mañana, antes de que partiera hacia el castillo de Sagiyama, dijo que, como las relaciones entre el señor Dosan y el señor Yoshitatsu han empeorado recientemente, podríamos encontrarnos con algunas dificultades, aunque no sería fácil saber cuándo. Dijo que uno siempre debe estar preparado por si sucede algo inesperado, y que los hombres deberían tener a punto sus armaduras y caballos.
—¿Ha hablado así esta mañana?
—Sí.
—¡Eso es! —Mitsuhide se dio una palmada en la rodilla—. Te ha advertido indirectamente de que esta noche habrá una batalla. En esta clase de intrigas militares, es práctica común mantenerlas en secreto y no revelarlas ni siquiera a los más allegados. Sin duda tu padre interviene en esto.
—¿Habrá una batalla esta noche?
—Los hombres que van a reunirse esta noche en el Jozaiji son probablemente agentes traídos del exterior por el señor Dosan, casi con toda seguridad de Hachisuka.
—Así pues, el señor Dosan ha decidido expulsar al señor Yoshitatsu del castillo.
—Eso es lo que creo. —Mitsuhide, convencido de que su suposición era correcta, hizo un vigoroso gesto de asentimiento, pero entonces se mordió el labio y pareció entristecido—. Sospecho que el plan del señor Dosan fracasará. El señor Yoshitatsu está bien preparado. Más aún, que padre e hijo empuñen las armas y derramen sangre es contrario a cualquier código de conducta. ¡Los dioses los castigarán! No importa quién gane o pierda, la sangre de hombres emparentados fluirá libremente, y la lucha no aumentará en una sola pulgada el territorio del clan de Saito. Al contrario, las provincias vecinas estarán esperando una oportunidad de intervenir y la provincia se verá al borde del hundimiento.
El joven concluyó exhalando un largo suspiro.
Mitsuharu guardaba silencio y examinaba pensativamente las oscuras nubes que se deslizaban por el cielo. Cuando surgía una pelea entre dos de los señores a los que uno servía, no había nada que un servidor pudiera hacer. Sabían que el padre de Mitsuharu, Mitsuyasu, un servidor de confianza de Dosan, estaba en la vanguardia del movimiento para provocar la caída de Yoshitatsu.
—Tenemos que detener esta batalla antinatural por todos los medios a nuestra disposición. Ése es nuestro deber como fieles servidores. Mitsuharu, debes ir de inmediato a Sagiyama y ver a tu padre. Y ambos debéis disuadir al señor Dosan de que lleve a cabo sus planes.
—Sí, comprendo.
—Yo esperaré hasta la noche, iré a Jozaiji y, de alguna manera, frustraré sus planes. ¡Voy a detenerlos cueste lo que cueste!
En la cocina había tres grandes fogones en hilera, y sobre cada uno de ellos un enorme caldero que contenía varios sacos de arroz. Cuando abrieron las tapaderas, el agua almidonosa e hirviente surgió en forma de nubes de vapor. Hiyoshi se había figurado que para consumir semejante cantidad de arroz de una sola vez, debería haber más de un centenar de personas en la mansión, incluida la familia del patrono, sus servidores y dependientes. Se preguntó por qué, si existía tanto arroz, su madre y su hermana nunca tenían el suficiente para llenarse el estómago. Pensó en su madre y en el arroz...; ambos pensamientos se complementaban: el arroz le hacía pensar en el hambre de su madre.
—Esta noche hace mucho viento —dijo el anciano encargado de los fogones a los ayudantes que cocinaban el arroz—. El viento no cesará ni siquiera después de que se ponga el sol. Tened cuidado, que no se apaguen los fuegos. Y en cuanto un puchero esté listo, empezad a preparar bolas de arroz.
Se disponía a salir cuando reparó en Hiyoshi. Tras mirarle con curiosidad, llamó a un sirviente.
—¿Quién en ese ciudadano con cara de mono? —le preguntó—. No le había visto antes por aquí.
—El señor Mitsuhide ha ordenado custodiarle. Mataichi le vigila para que no se escape.
Entonces el anciano vio a Mataichi sentado en la caja de la leña.
—¡Buen trabajo! —le dijo a Mataichi, sin saber lo que sucedía—. ¿Está detenido por conducta sospechosa?
—No, la verdad es que desconozco los motivos. Sólo sé que son órdenes del señor Mitsuhide.
Mataichi había dicho lo menos posible, limitándose a salir del paso. El anciano pareció olvidarse de Hiyoshi.
—Lo cierto es que el señor Mitsuhide tiene un discernimiento muy por encima del que correspondería a sus años. —Tras esta muestra de admiración hacia Mitsuhide, el anciano empezó a cantar sus alabanzas—: Está mucho más allá de la media, ¿no os parece? No es uno de esos hombres que desprecian el aprendizaje y se jactan de lo pesado que es su garrote, de lo bien que empuñan la lanza cuando montan o del número de enemigos que han ensartado en tal o cual batalla Cada vez que me asomo a la biblioteca, le veo entregado al estudio. Y también es un gran espadachín y estratega. Llegará lejos, de eso no me cabe duda.
Mataichi, orgulloso de oír hablar en términos tan elogiosos de su señor, replicó:
—Es tal como dices. Soy su criado desde mi infancia, y no hay amo más amable que él. También es un buen hijo de su madre, y ya esté estudiando aquí o viajando por las provincias, nunca descuida escribirle.
—Suele suceder que, hacia los veinticuatro o veinticinco años, si un hombre es muy valeroso, también es un fanfarrón, y si hace gala de gentileza, resulta que es un petimetre —comentó el anciano—. Como si hubiera nacido en un establo, pronto se olvida de lo que debe a sus padres y lleva una vida egoísta.
—Bueno, recuerda que no es sólo un caballero —dijo Mataichi—. También tiene un temperamento impetuoso, a pesar de que aparenta lo contrario. Aunque no suele salir a la superficie, cuando se enfurece no hay manera de contenerle.
—Así pues, aunque parezca benévolo, cuando se enfada...
—Precisamente, como ha sucedido hoy.
—¿Hoy?
—En una emergencia, cuando está pensando en lo que es justo o injusto, reflexiona hasta el final. Pero cuando ha tomado su decisión, es como un dique que se rompe, e inmediatamente da órdenes a su primo, el señor Mitsuharu.
—Es un líder, desde luego..., un general innato.
—El señor Mitsuharu le quiere con verdadera devoción, y cumple de buen grado sus órdenes. Hoy ha galopado al castillo de Sagiyama.
—¿Qué crees que está ocurriendo?
—No lo sé.
—«Prepara mucho arroz y haz unas cuantas bolas para la tropa. Podría haber una batalla en plena noche.» Eso es lo que ha dicho el señor Mitsuharu al marcharse.
—Preparativos para una emergencia, ¿eh?
—Ojalá esto no pasara de los preparativos, porque en una batalla entre Sagiyama e Inabayama, ¿por qué bando deberíamos luchar? Sea cual fuere, dispararíamos nuestros arcos contra amigos y parientes.