Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Qué? ¿Hideyoshi?
La expresión de Nobunaga no se alteró, pero por un instante pareció que su cólera había remitido.
Pronto se oyó la voz de Hideyoshi, su tono tan jovial como siempre. En cuanto llegó a oídos de Nobunaga, éste tuvo que hacer un esfuerzo para mantener su expresión de enojo. La cólera se fundió en su pecho como el hielo se funde bajo el sol, sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Hideyoshi dirigió un saludo informal a los generales presentes y entró en el recinto, pasó junto a los mandos reunidos y se arrodilló cortésmente ante Nobunaga. Entonces alzó la vista hacia su señor.
Nobunaga no dijo nada. Se estaba esforzando por mostrar su cólera. No eran muchos los jefes que pudieran hacer algo más que postrarse embargados de temor cuando se encontraban con el silencio de Nobunaga. En realidad, ni siquiera en la familia de Nobunaga había uno solo que pudiera resistir ese trato. Si los generales veteranos como Katsuie y Nobumori eran objeto de la mirada colérica de Nobunaga, el color abandonaba por completo sus mejillas. Hombres curtidos como Niwa y Takigawa se sentían confusos y musitaban excusas. A pesar de su prudencia, Akechi Mitsuhide carecía de recursos ante la ira de su señor, y ni siquiera el afecto de Nobunaga por Ranmaru ayudaba a éste lo más mínimo. Pero Hideyoshi se desenvolvía en esas situaciones de un modo totalmente distinto. Cuando Nobunaga estaba airado y le miraba furibundo y ceñudo, Hideyoshi no manifestaba la menor reacción. No era que restase importancia al talante de su señor. Por el contrario, más que la mayoría de los hombres sentía un temor reverencial hacia Nobunaga. En general, le dirigía una mirada plácida, como si estuviera contemplando un cielo que amenazara tormenta, y desistía de hablar excepto de la manera más trivial.
Ahora pensaba que Su Señoría volvía a estar un poco enfadado. Aquella serenidad parecía formar parte de la naturaleza especial de Hideyoshi y, ciertamente, nadie parecía capaz de imitarle. Si Katsuie o Mitsuhide hubieran copiado el comportamiento de Hideyoshi, habría sido como si arrojaran aceite al fuego y Nobunaga habría montado en cólera. Su Señoría parecía estar perdiendo el juego de la paciencia, y por fin habló.
—¿Por qué has venido aquí, Hideyoshi?
—He venido para recibir vuestra reprimenda —respondió Hideyoshi con profundo respeto.
Nobunaga pensó que siempre tenía una buena respuesta. Cada vez le resultaba más difícil mantener su enfado. Tendría que haber despacio, como si hubiera masticado las palabras y las escupiera.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Has pensado que este asunto quedaría zanjado con una disculpa? Has cometido un gran error que no me afecta sólo a mí sino a todo el ejército.
—¿Ya habéis leído la carta que os envié?
—¡La he leído!
—El envío de Kanbei como intermediario ha terminado claramente en un fracaso. A ese respecto...
—¿Me estás dando una excusa?
—No, pero, a modo de disculpa, he cabalgado entre las líneas enemigas para ofreceros un plan que podría convertir este desastre en buena suerte. Quisiera pediros que despidáis a los presentes o que vayamos vos y yo a otro lugar. Después, si mi falta ha de tener un castigo, lo aceptaré respetuosamente.
Nobunaga reflexionó un momento y entonces accedió a la petición y ordenó a todos que salieran. Los demás generales se quedaron pasmados por la audacia de Hideyoshi, pero, intercambiando miradas entre ellos, no pudieron hacer más que retirarse. Algunos le acusaron de insolencia a pesar de la falta que él mismo reconocía. Otros chascaron la lengua y le llamaron egoísta. Hideyoshi no parecía prestarles atención, y esperó hasta que él y Nobunaga fueron los únicos que quedaron en el recinto. Cuando todos se hubieron ido, la expresión de Nobunaga se suavizó un poco.
—Bien, ¿qué clase de sugerencia tienes que hacerme para cabalgar hasta aquí desde Harima?
—Tengo una manera de atacar Itami. Tal como han ido las cosas, lo único que nos queda por hacer es golpear resueltamente a Araki Murashige.
—Eso es cierto desde el principio, No es que Itami sea tan importante, pero si el Honganji y Murashige actúan de común acuerdo con los Mori, las dificultades serán considerables.
—No tanto, a mi modo de ver. Si actuamos con excesiva rapidez nuestras tropas podrían resultar muy perjudicadas, y si se produce el más leve fracaso entre nuestros aliados, el dique que habéis construido con tanto cuidado hasta ahora se derrumbará de golpe.
—¿Qué harías entonces?
—No tengo un plan propio, pero Takenaka Hanbei, que está convaleciente en la capital, ha comprendido muy bien la situación actual.
Entonces Hideyoshi expuso el plan a Nobunaga exactamente tal como se lo había contado Hanbei. En esencia, el plan de ataque contra el castillo de Itami preveía el menor daño posible a sus propias tropas. Se tomarían todo el tiempo necesario y primero aplicarían toda su fuerza a aislar a Murashige cortándole las alas.
Nobunaga aceptó el plan sin la menor vacilación. Era, más o menos, lo que él mismo había pensado hacer. La ejecución del plan quedó decidida y Nobunaga se olvidó por completo de reprender a Hideyoshi. Todavía tenía que preguntarle a éste una serie de cosas con respecto a sus estrategias.
—Puesto que hemos tratado de los asuntos más urgentes, creo que debería partir hacia Harima hoy mismo —dijo Hideyoshi, mirando el cielo crepuscular.
Sin embargo, Nobunaga le dijo que las carreteras eran demasiado peligrosas y que debería regresar por barco aquella noche. Al ir por vía marítima disponía aún de mucho tiempo, y su señor no iba a dejarle marchar sin que antes bebieran.
Hideyoshi se enderezó un poco más y le preguntó:
—¿Vais a dejarme marchar sin castigarme?
Nobunaga forzó una sonrisa.
—¿Qué crees tú que debería hacer? —bromeó.
—Cuando me perdonáis pero no decís nada, de alguna manera el sake que recibo de vos no se desliza muy bien por mi gaznate.
Nobunaga se echó a reír por primera vez.
—Eso está bien, muy bien.
Hideyoshi habló entonces como si hubiera estado esperando el momento apropiado.
—En ese caso Kanbei tampoco tiene ninguna culpa, ¿no es cierto? Y creo que el mensajero con la orden de decapitar a su hijo ya ha partido.
—No, no puedes ser el fiador de los pensamientos de Kanbei. ¿Cómo puedes decir que carece de culpa? No voy a retirar la orden de cortar la cabeza de su hijo y enviarla al castillo de Itami. Es una cuestión de disciplina militar, y no te servirá de nada intervenir.
De esta manera despótica Nobunaga selló la boca de su servidor.
Hideyoshi regresó a Harima aquella noche, pero nada más llegar envió secretamente a un mensajero con una carta para Hanbei en la capital. El contenido de la carta se entenderá más adelante, pero en esencia se refería a su angustia por la suerte del hijo de su amigo y consejero, Kuroda Kanbei.
El mensajero de Nobunaga también se dirigió apresuradamente a Kyoto. Durante el camino de regreso, se detuvo brevemente en la iglesia de la Ascensión. Cuando regresó al campamento principal de Nobunaga en el monte Amano, le acompañaba un jesuita italiano, el padre Gnecchi, un misionero que llevaba en Japón muchos años. Había gran número de misioneros cristianos en Sakai, Azuchi y Kyoto, pero entre todos ellos el padre Gnecchi era el extranjero a quien Nobunaga más favorecía. No le desagradaban los cristianos y, aunque había combatido a los budistas e incendiado sus fortalezas, tampoco le desagradaba el budismo, pues reconocía el valor intrínseco de la religión.
No sólo el padre Gnecchi sino todos los numerosos misioneros católicos que eran invitados a Azuchi de vez en cuando ponían todo su empeño en tratar de convertir a Nobunaga al cristianismo. Pero comprender el corazón de Nobunaga era lo mismo que tratar de sacar con un cucharón el reflejo de la luna en un cubo de agua.
Uno de los padres católicos había dado a Nobunaga un esclavo negro que trajo consigo de allende los mares, porque Nobunaga se había quedado mirando a aquel hombre con una curiosidad considerable. Siempre que Su Señoría salía del castillo, incluso cuando iba a Kyoto, incluía al esclavo negro en su séquito. Los misioneros estaban un poco celosos y cierta vez le preguntaron:
—Parecéis muy interesado en vuestro esclavo negro, mi señor. ¿Qué es exactamente lo que encontráis tan agradable en él?
—Me porto bien con todos vosotros, ¿no es cierto? —replicó en seguida Nobunaga.
Esto indicaba claramente los sentimientos de Nobunaga hacia los misioneros. No había ninguna diferencia esencial entre la consideración en que tenía a Gnecchi y los demás padres y el afecto que sentía por su esclavo negro. Esto llama la atención sobre otro aspecto: cuando el padre Gnecchi tuvo su primera audiencia con Nobunaga, le ofreció varios regalos de ultramar. En el conjunto había diez armas de fuego, ocho telescopios y cristales de aumento, cincuenta pieles de tigre, una red mosquitera y un centenar de piezas de aloe. Había también objetos tan peculiares como un reloj, un globo terráqueo, telas y porcelana.
Nobunaga contempló la exposición de aquellos objetos con la curiosidad de un niño. Lo que más le atrajo fueron las armas de fuego y el globo terráqueo. Con el globo ante ellos, escuchó atentamente una noche tras otra lo que el padre Gnecchi le relataba de su hogar, Italia, las distancias a través de los mares, las diferencias entre la Europa del norte y la del sur y sus viajes por la India, Annam, Luzón y el sur de la China. Había otro hombre presente que escuchaba incluso con más atención y hacía numerosas preguntas. Era Hideyoshi.
Nobunaga recibió jovialmente al padre Gnecchi en su campamento.
—Ah, cuánto me alegro de que hayáis venido.
—¿De qué se trata, mi señor? Vuestra cita era tan urgente...
—Bien, sentaos.
Nobunaga señaló un asiento usado por los abades Zen.
—Oh, gracias —dijo el padre Gnecchi, sentándose.
Era como un peón de reserva en un tablero de ajedrez, preguntándose cuándo sería utilizado. Y Nobunaga le había invitado allí precisamente por esa razón.
—Padre, cierta vez me hicisteis una petición en nombre de los misioneros de Japón. Queríais permiso para levantar una iglesia y difundir el cristianismo.
—No sé desde cuántos años hace que aguardamos con anhelo el día en que aceptaréis nuestra súplica.
—Parece ser que ese día se aproxima.
—¿Qué? ¿Contamos con vuestro permiso?
—No de una manera incondicional. Los samurais no acostumbramos a conceder privilegios especiales a hombres que no han hecho ninguna hazaña meritoria.
—¿Qué queréis decir exactamente, mi señor?
—Tengo entendido que Takayama Ukon de Takatsuki se convirtió al cristianismo cuando tenía unos catorce años de edad e incluso ahora es un creyente fervoroso. Supongo que vuestras relaciones con él son muy amistosas.
—¿Takayama Ukon, mi señor?
—Como sabéis, ha secundado la rebelión de Araki Murashige y enviado a dos de sus hijos al castillo de Itami en calidad de rehenes.
—Ésa es una situación realmente triste, y nosotros, sus amigos en religión, estamos muy dolidos por ello. No sé cuántas plegarias hemos dirigido a Dios para que le conceda Su divina protección.
—¿De veras? Bien, padre Gnecchi, en unos tiempos como los que corren, las plegarias que ofrecéis en la capilla de vuestro templo no parecen surtir ningún efecto. Si estáis realmente preocupado por Ukon, obedeceréis la orden que voy a daros. Quiero que vayáis al castillo de Takatsuki e ilustréis a Takayama Ukon sobre el asunto de su indiscreción.
—Si hay algo que yo pueda hacer, lo haré gustosamente cuando lo deseéis. Pero tengo entendido que su castillo ya está rodeado por las fuerzas del señor Nobutada así como las de los señores Fuwa, Maeda y Sassa. Es posible que no me dejen pasar.
—Os proporcionaré una escolta y os daré una garantía de paso. Si podéis explicar este asunto a los Takayama, padre e hijo, y convencerles de que se unan a mis filas, será una acción realmente meritoria para los misioneros. Entonces tendréis mi permiso para levantar una iglesia y la libertad de realizar la labor misionera. Os doy mi palabra.
—Oh, mi señor...
—Pero esperad —le interrumpió Nobunaga—. También debes entender muy claramente que si, por el contrario, Ukon rechaza vuestra propuesta y sigue desafiándome, consideraré a todos los cristianos de la misma manera que considero a los Takayama, y que, naturalmente, demoleré vuestro templo, exterminaré vuestra religión en Japón y ejecutaré hasta el último de vuestros misioneros y sus seguidores. Quiero que tengáis eso bien claro antes de marcharos.
El padre Gnecchi palideció y por un momento fijó la mirada en el suelo. Ninguno de los hombres que habían navegado rumbo a Oriente desde la lejana Europa tenía un corazón débil o cobarde, pero allí sentado ante Nobunaga, el cual le había hablado de aquella manera, el padre Gnecchi sintió que el temor le encogía el cuerpo y le helaba el corazón. Nada en el semblante de Nobunaga le daba un aspecto diabólico, y lo cierto era que tanto sus rasgos como sus palabras eran muy elegantes. Sin embargo, los misioneros sabían perfectamente que aquel hombre no decía nada que no pusiera en práctica, como lo habían demostrado la destrucción del monte Hiei y la subyugación de Nagashima. Eso era algo que se cumplía en todas las maniobras políticas concebidas por Nobunaga.
—Iré allá, seré el enviado que me ordenáis que sea —le prometió el padre Gnecchi—. Me entrevistaré con el señor Ukon.
Con una escolta formada por una docena de hombres armados, el jesuita partió por la carretera de Takatsuki. Tras despedir al padre Gnecchi, Nobunaga tuvo la impresión de que todo había salido exactamente tal como deseaba. Pero el padre Gnecchi, quien aparentemente había sido forzado a dirigirse al castillo de Takatsuki como si le tirasen de la nariz, también se congratulaba. Aquel extranjero no era tan fácil de manipular como Nobunaga creía. Los habitantes de Kyoto sabían bien que pocas personas eran tan astutas como los jesuitas. Antes de que Nobunaga le hubiera convocado, el padre Gnecchi ya había intercambiado varias cartas con Takayama Ukon. El padre de éste había preguntado con frecuencia a su consejero espiritual cuál podría ser la voluntad del cielo en el asunto que ahora les ocupaba, y Gnecchi le había dado la misma respuesta una y otra vez. La actitud correcta no era actuar contrariamente a los deseos del propio señor, y Nobunaga era tanto el señor de Murashige como el de Ukon.