Taiko (105 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—Por cierto, ¿has oído la noticia de la insurrección de Araki Murashige?

—Sí, anoche me dieron un informe detallado —dijo Hanbei sin alzar siquiera una ceja, como si el asunto fuese de escasa importancia.

—Quisiera hablar de ello —le dijo Hideyoshi, y avanzó un poco sobre las rodillas—. En el consejo del señor Nobunaga reunido en Azuchi se decidió más o menos escuchar las quejas de Murashige y luego hacer lo posible para apaciguarle y llegar a un acuerdo con él. Pero no sé si ésa es realmente una buena idea. ¿Qué haríamos si Murashige se rebelara en serio? Quisiera conocer tu sincera opinión. La verdad es que ése es otro de los motivos de mi venida.

Hideyoshi le pedía una estrategia para hacer frente a la situación, pero Hanbei le dio una respuesta breve.

—Creo que está bien, es una medida inteligente.

—Así pues, si parte un enviado de Azuchi con un mensaje tranquilizador, ¿se pacificará el castillo de Itami sin incidentes?

—No, claro que no —Hanbei sacudió la cabeza—. No será así. Creo que, una vez el castillo de Itami ha desplegado la bandera de la rebelión, definitivamente no la arriará para someterse a Azuchi.

—En tal caso, ¿no será un esfuerzo perdido enviar un mensajero?

—Puede que lo parezca, pero servirá para algo. Podríamos decir que actuar primero con humanidad y mostrar a un servidor su equivocación dará a conocer al mundo la virtud del señor Nobunaga. Durante ese tiempo, lo más probable es que el señor Murashige se sienta angustiado y confuso, y así el arco que se tensa de un modo injustificable y sin una convicción verdadera irá distendiéndose con el paso de los días.

—¿Cuál crees que debería ser nuestra estrategia al atacarle y qué previsiones tienes para las provincias occidentales?

—No considero probable que los Mori ni el Honganji actúen precipitadamente. Murashige ya se ha rebelado, por lo que es más probable que le dejen entablar una sangrienta lucha de resistencia. Entonces, si ven que nuestros hombres en Harima y el cuartel general de Su Señoría en Azuchi se están debilitante, saltarán al vacío y atacarán por todos los lados.

—Tienes razón, se aprovecharán de la estupidez de Murashige. No sé qué clase de quejas puede haber tenido, o qué clase de cebo han hecho oscilar ante sus ojos, pero básicamente lo están utilizando como un escudo de los Mori y el Honganji. Una vez termine ese papel de escudo, no le quedará más alternativa que destruirse a sí mismo. Desde el punto de vista del valor marcial, está por encima de los demás, pero es corto de ingenio. Si hubiera alguna manera de mantenerle vivo, quisiera intentarlo.

—La mejor estrategia sería impedir que le maten. Es conveniente conservar vivo a un hombre así y, además, mantenerle como aliado.

—Pero si crees que un enviado de Azuchi sería inútil, ¿quién podría, ir para que Murashige se someta?

—Primero procurad enviar a Kanbei. Si éste habla con él, es muy posible que le haga ver con claridad la situación, o por lo menos que le haga despertar de ese mal sueño.

—¿Y si se niega a entrevistarse con Kanbei?

—Entonces los Oda pueden recurrir a su último enviado.

—¿Su último enviado?

—Vos, mi señor.

—¿Yo? —Hideyoshi se quedó un momento pensativo—. En fin, si llegamos a eso será demasiado tarde.

—Enseñadle su deber e iluminadle con vuestra amistad. Si no acepta vuestras palabras, no podréis hacer más que atacarle con firmeza, citando el delito de la revuelta. Llegados a ese punto, sería absurdo atacar Itami de un solo golpe. Al señor Murashige no le ha envalentonado la potencia del castillo de Itami, sino más bien la cooperación de los dos hombres en los que confía como en sus manos derecha e izquierda.

—¿Te refieres a Nakagawa Sebei y Takayama Ukon?

—Si podéis alejar de él a esos dos hombres, será como un cuerpo sin brazos. Y si convencéis a Ukon o Sebei, separarlos de Murashige no será demasiado difícil.

En un momento determinado Hanbei pareció olvidarse de su enfermedad y abordó uno y otro tema, hasta que su palidez enfermiza casi desapareció.

—¿Cómo voy a convencer a Ukon? —le preguntó Hideyoshi ansiosamente, y Hanbei no le decepcionó.

—Takayama Ukon es un entusiasta seguidor del cristianismo. Si le facilitáis unas condiciones que permitan la propagación de su fe, abandonará a Murashige sin dudarlo.

—Sí, eso está claro —dijo Hideyoshi con admiración.

Si lograba que Ukon convenciera a Sebei, sería como matar dos pájaros de un tiro. No siguió preguntándole. Hanbei también parecía fatigado. Hideyoshi se levantó para marcharse.

—Esperad un momento —le pidió Hanbei.

Se levantó y salió de la habitación, posiblemente en dirección a la cocina.

Hideyoshi recordó que estaba hambriento. Sus ayudantes ya debían de haber almorzado. Pero antes de que hubiera pensado siquiera en regresar a los aposentos para invitados del templo y comer un poco de arroz, un muchacho, que parecía ayudante de Hanbei, entró con dos bandejas, una de ellas con un recipiente de sake.

—¿Qué le ha ocurrido a Hanbei? ¿Se ha fatigado después de nuestra larga conversación?

—No, mi señor. Hace un rato fue a la cocina y preparó las verduras para vuestra comida. Ahora está cocinando el arroz y vendrá en cuanto esté listo.

—¿Qué? ¿Hanbei está cocinando para mí?

—Sí, mi señor.

Hideyoshi tomó un bocado de taro que estaba todavía caliente y las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos. El sabor de la verdura parecía estar no sólo en su lengua sino en todo su cuerpo. Tenía la sensación de que el sabor era casi demasiado bueno para él. Aunque Hanbei era un servidor, había enseñado a Hideyoshi todos los principios secretos de la antigua ciencia militar china. Las cosas que Hideyoshi había aprendido mientras estaba con él a diario no eran cosas ordinarias: gobernar a la gente en tiempo de paz y la necesidad de autodisciplina.

—No debería hacer eso. —De repente Hideyoshi dejó su taza y, dejando al paje que le había servido, fue a la cocina, donde Hanbei estaba cocinando el arroz. Hideyoshi le cogió la mano—. Esto es demasiado, Hanbei. ¿Quieres venir a sentarte y charlar un rato conmigo en vez de cocinar?

Condujo a Hanbei de regreso a la habitación y le hizo tomar una taza de sake, pero, debido a su enfermedad, Hanbei sólo pudo tocarla con los labios. Los dos comieron juntos. Hacía mucho tiempo que señor y servidor no gozaban del placer de comer cada uno en compañía del otro.

—Tengo que irme ya, pero me siento vigorizado. Ahora puedo ir a luchar. Hanbei, cuídate bien, te lo ruego.

Cuando Hideyoshi salió del templo Nanzen, el día tocaba ya a su fin y el cielo sobre la capital se estaba volviendo carmesí.

***

Reinaba la quietud, no se oía siquiera el estampido de un arma de fuego, el silencio era tal que uno podría dudar de que aquello fuese un campo de batalla, un silencio tan intenso que el sonido de una mantis religiosa que se deslizaba por la hierba seca llegaba al oído. Mediaba el otoño en las provincias occidentales. Durante los dos o tres últimos días los arces habían enrojecido en las laderas de las montañas, y su color destellaba en los ojos de Hideyoshi.

Había regresado al campamento en el monte Hirai y estaba sentado frente a Kanbei, bajo el pino en la colina donde habían contemplado la luna tiempo atrás. Tras hablar de diversos asuntos, habían llegado a una conclusión importante.

—Entonces, ¿irás en mi lugar?

—Llevaré a cabo esta misión con mucho gusto. Que tenga éxito o no es cosa del cielo.

—Cuento contigo.

—Haré cuanto esté en mi mano y dejaré el resto a la providencia. Mi viaje allí es la última oportunidad. Si no regreso vivo, ya sabéis lo que ocurrirá entonces.

—Nada más que la fuerza.

Se levantaron. Los trinos agudos de los ruiseñores se oían desde el otro lado del valle, al oeste. El color rojo de las hojas en aquella dirección era asombroso. Los dos hombres bajaron en silencio de la colina y caminaron hacia el campamento. El espectro de la muerte, y la partida inminente, llenaron la atmósfera de la tarde apacible y envolvieron los pensamientos de los dos buenos amigos.

—Kanbei. —Hideyoshi miró atrás mientras bajaba por el estrecho y empinado sendero. La posibilidad de que su amigo no regresara le emocionaba profundamente, y pensó que quizá Kanbei tendría alguna última cosa que decir—. ¿Hay algo más?

—No.

—¿Nada para el castillo de Himeji?

—No.

—¿Un mensaje para tu padre?

—Tan sólo explicadle por qué he partido en esta misión.

—Muy bien.

La atmósfera se había aclarado y era posible ver el castillo enemigo de Miki a lo lejos. La carretera que conducía al castillo estaba cortada desde el verano, por lo que era fácil imaginar el hambre y la sed que sufría la guarnición. Sin embargo, como podría esperarse de los generales más animosos y los soldados más valientes de Harima, continuaron manifestando durante el asedio un espíritu marcial tan cortante como la escarcha de otoño.

El enemigo asediado se había visto obligado a efectuar salidas contra las tropas de Oda que les rodeaba. Sin embargo, Hideyoshi dio a sus hombres órdenes estrictas de no ceder a sus provocaciones y les previno severamente para que no cometieran ninguna acción impulsiva.

Una vez más, se tomaron rigurosas medidas para impedir que las noticias de la situación exterior llegaran al castillo. Si los hombres sitiados se enteraban de que Araki Murashige se había rebelado contra Nobunaga, su moral se reforzaría. Al fin y al cabo, la rebelión de Murashige no sólo había causado consternación en Azuchi, sino que amenazaba a toda la campaña occidental. De hecho, tan pronto como Odera Masamoto, el señor del castillo de Gochaku, se enteró de la rebelión de Murashige, efectuó una nítida declaración por la que se separaba de Nobunaga e incluso fue una noche al campamento del enemigo.

—Las provincias occidentales no sólo no deben ser transferidas al invasor —les dijo—. El clan Mori debe ser nuestro punto de reunión, para reorganizar las fuerzas y atacar a esos forasteros.

Odera Masamoto era el señor del padre de Kanbei y, por lo tanto, también señor de éste. Así pues, Kanbei se veía en un dilema: por un lado estaban Nobunaga y Hideyoshi, por el otro su padre y su señor supremo.

Araki Murashige era un hombre conocido por su valor, pero además se jactaba de él. La sensibilidad y una clara comprensión de los tiempos estaban muy por encima de sus alcances. Tenía la edad descrita por Confucio como «libre de vacilación», es decir, tenía unos cuarenta años, la edad en que un hombre debe ser maduro, pero el carácter de Murashige no parecía haber cambiado mucho en los diez últimos años. Como carecía del carácter reflexivo y el refinamiento que debería haber poseído por naturaleza, aunque era el señor de un castillo no había avanzado un solo paso más allá de lo que fue anteriormente, un temible guerrero samurai.

Podría decirse que, al destinarle a Hideyoshi como segundo en el mando, Nobunaga había compensado las deficiencias de Hideyoshi. Sin embargo, Murashige no se consideraba así. Siempre había sido muy generoso con sus consejos, aunque ni Hideyoshi ni Nobutada jamás habían puesto en práctica sus ideas.

Hideyoshi le resultaba irritante, pero, dejando de lado sus casquivanos pensamientos, jamás había mostrado antipatía en presencia de Hideyoshi.

De vez en cuando exponía su resentimiento e incluso se reía sonoramente delante de sus servidores. En este mundo hay algunos hombres a los que uno no puede ofender, por mucho que se encolerice, y para Murashige, Hideyoshi era uno de ellos. En la época del ataque contra el castillo de Kozuki, Murashige había estado en la línea del frente. No obstante, cuando llegó el momento de la batalla y Hideyoshi le dio la orden de atacar, se quedó sentado donde estaba con los brazos cruzados.

—¿Por qué no fuiste a luchar? —le reprendió Hideyoshi más adelante,

—No participo en una batalla que no me interesa —replicó Murashige sin vacilación.

Puesto que Hideyoshi se rió afablemente, Murashige también forzó una sonrisa. El asunto estaba zanjado, pero los rumores que circularon entre los generales del campamento fueron muy poco halagüeños.

Mitsuhide censuró mucho la conducta de Murashige. Éste despreciaba a los generales como Akechi Mitsuhide y Hosokawa Fujitaka, que tenían un aura de hombres cultivados. A Murashige le gustaba caracterizarlos como afeminados. Este juicio se basaba en el aborrecimiento que le inspiraban las reuniones poéticas y las ceremonias del té celebradas en el campamento. Lo único que impresionaba a Murashige era que Hideyoshi no parecía haber informado de su comportamiento a Nobunaga ni a Nobutada.

Murashige menospreciaba a Hideyoshi, considerándole un guerrero más compasivo que él, y no obstante creía que Hideyoshi era un hombre difícil de tratar debido precisamente a esa circunstancia. En cualquier caso, quienes comprendían realmente su actitud cuando estaba en campaña eran sus enemigos, los Mori. A éstos les parecía que Murashige tenía algunas quejas, y creían que si pudieran hablar con él habría buenas probabilidades de hacerle cambiar de bando.

El hecho de que los mensajeros secretos de los Mori y el Honganji pudieran evitar la detección y deslizarse repetidas veces dentro y fuera del campamento indicaba que no eran unos huéspedes mal recibidos. El enemigo ya había sido estimulado por Murashige, y sus acciones habían sido una invitación silenciosa.

Cuando un hombre sin verdadera solidez ni recursos empieza a dárselas de inteligente, está jugando con fuego. Sus servidores le advirtieron una y otra vez que semejante maquinación jamás podría tener éxito, pero Murashige hizo oídos sordos.

—¡No digáis tonterías! Sobre todo cuando el clan Mori me ha enviado una garantía por escrito.

Como tenía una fe absoluta en una garantía por escrito, demostró muy rápida y claramente su espíritu de rebelión contra Nobunaga. ¿Qué credibilidad merecía una garantía por escrito de los Mori, enemigos hasta ayer, en aquellos tiempos caóticos, cuando los hombres echaban a un lado un compromiso entre señor y servidor como un par de sandalias gastadas? Murashige ni podía pensar tan a fondo ni le parecía que una contradicción tan grande fuese una contradicción en absoluto.

—Es un necio, un hombre sincero con el que no merece la pena enfadarse —le había dicho Hideyoshi a Nobunaga para calmarle, y probablemente era lo más sensato que podría haberle dicho en aquel momento.

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