Taiko (101 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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El corazón humano es insondable. Shikanosuke fue criticado por sus enemigos y aliados, los cuales dijeron de él que, por mucho que se revistiera de lealtad, cuando llegaba el punto sin retorno no podía dejar de mostrar su verdadera naturaleza.

Pero esos mismos críticos oirían algo aún más inesperado varios días después, una noticia que les dejaría asqueados e incrédulos. Yamanaka Shikanosuke se había convertido en servidor de los Mori, los cuales le habían concedido un castillo en Suo a cambio de su lealtad futura.

—¡Qué vileza la de ese perro!

—¡Este hombre es indigno de asociarse con samurais!

Pronto el nombre de Yamanaka Shikanosuke no merecería más que desprecio. Durante veinte años tanto los enemigos como los aliados le habían considerado un hombre de entrega y lealtad inquebrantables que no se había doblegado a pesar de numerosas dificultades. Pero ahora la gente se sentía avergonzada por haberse dejado embaucar tan fácilmente. Su odio estaba en proporción directa con la fama anterior de Shikanosuke.

En la parte más calurosa del séptimo mes, Shikanosuke, en quien no parecían hacer mella todos los insultos del mundo, su familia y sus servidores fueron conducidos a su nueva finca en Suo. Les escoltaron varios centenares de soldados de Mori, los cuales actuaban oficialmente como guías pero en realidad no eran más que guardianes. Shikanosuke era como un tigre capturado que aún podría volverse violento de un momento a otro. Antes de que estuviera enjaulado y acostumbrado a que le alimentaran, sus nuevos aliados no se sentían realmente cómodos con él. Al cabo de varios días de marcha llegaron al transbordador del río Abe, al pie del monte Matsu.

Shikanosuke desmontó y se sentó en una gran piedra de cara a la orilla.

Amano Kii, del clan Mori, también desmontó y se aproximó a él.

—A las mujeres y los niños les cuesta caminar, así que les dejaremos cruzar el río primero. Descansa aquí un rato.

Shikanosuke se limitó a asentir. Durante los últimos días se había vuelto muy reticente y no quería malgastar palabras. Kii caminó hacia el transbordador y gritó algo a los hombres que estaban en la orilla. Había sólo una o dos embarcaciones. La esposa, el hijo y los servidores de Shikanosuke subieron a bordo uno tras otro hasta que las navecillas parecieron cargadas con pequeñas montañas y empezaron a deslizarse hacia la orilla opuesta.

Mientras contemplaba la embarcación, Shikanosuke se enjugó el sudor de la frente y pidió a su ayudante que mojara un paño en la fría agua del río. El otro ayudante había llevado a su caballo río abajo para que abrevara.

Varios insectos de alas verdes zumbaban alrededor de Shikanosuke. La luna pálida flotaba en el cielo del atardecer. Unas enredaderas floridas se extendían por el suelo.

Motoaki, el hijo mayor de Kii, susurró a dos hombres que estaban a la sombra de un bosquecillo donde habían atado unos diez caballos.

—¡Shinza! ¡Hikoemon! ¡Ahora tenéis una oportunidad!

Shikanosuke no había reparado en ellos. La embarcación que transportaba a su familia ya estaba casi en el centro del río.

El viento del río llenaba su pecho y la escena deslumbraba sus ojos llenos de lágrimas. Pensó en lo lamentable de su situación. Como marido y como padre, estaba acongojado al pensar en el sino de su familia vagabunda.

Incluso el más valiente de los guerreros tiene sentimientos, y se decía de Shikanosuke que era más sentimental que la mayoría de los hombres. Su valor y su espíritu caballeroso ardían en sus ojos con más intensidad que el ardiente sol del verano. Nobunaga le había abandonado, mientras que él había cortado sus vínculos con Hideyoshi, entregado en castillo de Kozuki y, finalmente, presentado al enemigo la cabeza de su señor.

Y ahora seguía allí, aferrado obstinadamente a la vida. ¿Cuáles eran sus esperanzas? ¿Qué honor le quedaba todavía? Los insultos del mundo sonaban como los chirridos de los saltamontes que le rodeaban ahora. Pero al escucharlos mientras la fresca brisa acariciaba su pecho, no le importaban.

Una pena

amontonada sobre otra

pondrán a prueba mi fortaleza hasta sus límites.

Años atrás había escrito ese poema y ahora lo recitó en silencio. Recordó lo que había jurado a la madre que le estimulaba cuando era joven, a su antiguo señor, al cielo y a la luna nueva en el cielo antes de ir al combate: «¡Dadme todos los obstáculos!»

Remontándolos uno tras otro, había podido vencer cada obstáculo hasta entonces. Shikanosuke consideraba que ése era el mayor placer del ser humano y su satisfacción más grande.

Un centenar de obstáculos no son en sí mismos causa de aflicción. Al avanzar por la vida con esta creencia, Shikanosuke había experimentado una gran alegría en medio de sus penalidades. Había mantenido esta actitud incluso cuando el mensajero de Hideyoshi le dijo que Nobunaga había cambiado de estrategia. Era cierto que se había sentido temporalmente desalentado, pero no guardaba rencor a nadie. Tampoco se había acongojado. Nunca, ni siquiera ahora, se había hundido en la desesperación y pensado que aquél era el final. Al contrario, ardía de esperanza: «¡Todavía estoy vivo y seguiré estándolo mientras respire!». Sólo tenía una gran esperanza, la de acercarse a su enemigo mortal, Kikkawa Motoharu, y morir matándole. Tras haber arrebatado la vida de Kikkawa, le alegraría reunirse con sus antiguos señores en el otro mundo.

Aunque Shikanosuke se había rendido, Kikkawa no era tan necio como para enfrentarse a él cara a cara, sino que había tenido la cortesía de darle un castillo, hacia el que ahora se dirigía. Shikanosuke se sentía desafortunado y se preguntaba cuándo tendría su oportunidad en el futuro.

La embarcación que transportaba a su familia y sus servidores atracó en la orilla opuesta. Por un momento la imagen de su familia que desembarcaba en medio de una gran multitud ocupó su atención.

Sin un solo sonido, una hoja desnuda saltó por detrás de Shikanosuke y le golpeó un hombro. Al mismo tiempo, otra hoja alcanzó la piedra en la que estaba sentado, haciendo que volaran chispas en todas las direcciones. Incluso a un hombre como Shikanosuke podían cogerle desprevenido. A pesar de que la hoja le había producido un corte profundo, se levantó de un salto y agarró por el moño a su aspirante a asesino.

—¡Cobarde! —le gritó.

Había recibido una sola herida de espada, pero su atacante tenía un cómplice. Al ver a su compañero en apuros, el segundo hombre se abalanzó contra Shikanosuke, blandiendo su es: pada y gritando.

—¡Prepárate a morir! ¡Es orden de nuestro señor!

—¡Bastardo! —replicó colérico Shikanosuke.

Dio un empujón al primer atacante, el cual chocó con su compañero y le hizo caer. Al ver su oportunidad, Shikanosuke corrió al río y levantó una enorme rociada de espuma.

—¡No le dejéis escapar! —gritó un oficial de Mori al tiempo que echaba a correr.

Desde la orilla arrojó la lanza con todas sus fuerzas. Alcanzó en la espalda a Shikanosuke, el cual cayó de bruces al agua. El asta de la lanza se alzó recto en el agua enrojecida, como un arpón clavado en una ballena.

—¡Mi señor!

—¡Señor Shikanosuke!

Los dos ayudantes de Shikanosuke echaron a correr hacia él, pero los Mori habían tenido en cuenta esa eventualidad. En cuanto empezaron a lanzar gritos, se vieron rodeados por una jaula de acero y no pudieron avanzar más. Cuando se dieron cuenta de que su patrono había muerto, se batieron con denuedo hasta que siguieron la suerte de Shikanosuke.

El cuerpo de un hombre no puede vivir eternamente. Sin embargo, una lealtad y un sentido del deber inquebrantables vivirán mucho tiempo en los anales de la guerra. Los guerreros de épocas posteriores dirían que cada vez que alzaban la vista y veían la luna nueva en un cielo añil crepuscular, pensaban en el carácter indómito de Yamanaka Shikanosuke y les embargaba un sentimiento de reverencia. Shikanosuke viviría eternamente en sus corazones.

La espada de Shikanosuke y el recipiente de té «Gran Océano» fueron enviados junto con su cabeza a Kikkawa Motoharu.

—Si no te hubiéramos abatido —dijo Kikkawa mientras contemplaba la cabeza—, un día habrías sostenido mi cabeza en tus manos. Éste es el Camino del Samurai. Después de tus logros, debes resignarte a encontrar la paz en el otro mundo.

***

Cuando los siete mil quinientos hombres de Hideyoshi abandonaron Kozuki, pareció como si avanzaran hacia Tajima, pero de repente viraron en dirección a Kakogawa, en Harima, y unieron sus fuerzas a los treinta mil soldados de Nobutada. El verano tocaba ya a su fin.

Atacados por aquel gran ejército, los castillos de Kanki y Shikata cayeron rápidamente. El único castillo que quedaba era el de Miki, la fortaleza del clan Bessho. Las batallas libradas por los Oda en su avance hacia el castillo de Miki parecían haber sido bastante fáciles, pero la conquista de una fortaleza tras otra en la primera línea de las defensas de Mori había costado el sacrificio de gran número de vidas. Las fuerzas combinadas de los Oda sumaban treinta y ocho mil hombres, pero era evidente que el enemigo iba a oponer una resistencia considerable.

Una de las razones por la que aquella campaña requeriría tiempo era que, junto con los progresos en el armamento, se había producido una revolución en la táctica. En general, las armas de que disponían los ejércitos de las provincias occidentales eran más avanzadas que las de los enemigos de Oda en Echizen o Kai.

Era la primera vez que las tropas de Oda entraban en contacto con una pólvora y unos cañones tan poderosos. Para Hideyoshi, aquél era un enemigo del que podía aprender muchas cosas. Probablemente Kanbei efectuó la compra, pero el mismo Hideyoshi fue el primero en abandonar los viejos cañones chinos y equiparse con un cañón fabricado por los bárbaros del sur, el cual colocó en lo alto de una torre de reconocimiento. Cuando los demás generales de Oda lo vieron, también se apresuraron a adquirir la última novedad en cañones.

Al enterarse de la lucha que se libraba en las provincias occidentales, gran número de mercaderes de armas llegaron desde Hirado y Hakata, en Kyushu, esquivando a la flota de Mori a riesgo de sus vidas mientras buscaban los puertos en la costa de Harima. Hideyoshi ayudó a esos hombres mediando con los demás generales, los cuales le pidieron que comprara las nuevas armas fuera cual fuese su coste.

La potencia de los nuevos cañones fue puesta a prueba por primera vez contra el castillo de Kinki. Los Oda construyeron una pequeña elevación frente al punto de ataque y sobre ella alzaron una torre de madera, como las usadas para reconocimiento. En lo alto de la torre instalaron un gran cañón y lo dispararon contra el castillo. El muro de tierra y el portal fueron destruidos con facilidad. Sin embargo, los blancos verdaderos eran las torres y la ciudadela interior.

Pero el enemigo también poseía artillería, así como las armas de pequeño calibre y la pólvora más nuevas. La torre de reconocimiento fue pulverizada o quemada por completo varias veces. Cada vez que la reconstruían era derribada de nuevo.

Durante esta dura lucha, los ingenieros de Hideyoshi rellenaron el foso y penetraron por debajo del muro de piedra, mientras los zapadores cavaban túneles para socavar los muros. Esta tarea continuó sin interrupción día y noche, sin dar nunca a la guarnición del castillo un solo momento para reparar los daños. Esa estrategia ocasionaba a la larga la caída de los castillos. Puesto que la victoria sobre los pequeños castillos de Shikata y Kanki había requerido grandes esfuerzos, parecía como si el ataque contra el castillo principal de Miki pudiera ser incluso más difícil. Había una zona elevada llamada monte Hirai, a una media legua del castillo de Miki. Hideyoshi estableció allí su campamento y emplazó ocho mil hombres en la zona circundante.

Un día Nobutada visitó el monte Hirai y los dos fueron a observar las posiciones enemigas. Al sur del enemigo estaban las montañas y colinas conectadas a las sierras del oeste de Harima. Por el norte corría el río Miki. Al este había bosques de bambú, tierras de labor y monte bajo. Finalmente, una serie de fortalezas levantadas en las colmas cercanas rodeaban los muros del castillo por tres lados. Éstos, a su vez, se centraban alrededor de la ciudadela principal, la segunda ciudadela e incluso un tercer recinto.

—Quién sabe si puede tomarse fácilmente, Hideyoshi —dijo Nobutada, mirando el castillo.

—Dudo mucho de que podamos tomarlo con facilidad. Es como un diente cariado con una raíz profunda.

—¿Un diente cariado?

La imagen mencionada por Hideyoshi hizo sonreír involuntariamente a Nobutada, el cual llevaba cuatro o cinco días con dolor de muelas. Debido a la hinchazón, tenía la cara distorsionada. Se llevó la mano a la mejilla y no pudo evitar reírse de la observación de Hideyoshi. La comparación del inexpugnable castillo de Miki con su diente cariado era a la vez divertida y dolorosa.

—Ya veo. Es como un diente cariado. Para arrancarlo necesitas paciencia.

—Puede que sólo sea un diente, pero molesta a la totalidad del cuerpo. Bessho Nagaharu hace sufrir a nuestros hombres. No basta con decir que es como un diente cariado. Pero si cedemos a la irritación e intentamos subyugar el castillo irreflexivamente, no sólo corremos el riesgo de perjudicar a las encías sino que podría ser fatal para el paciente.

—Bien, ¿qué haremos entonces? ¿En qué consiste tu estrategia?

—El destino del diente está claro. Lo único que debemos hacer es aflojar la raíz de un modo natural. ¿Y si bloqueamos las carreteras por donde llegan los suministros y luego agitamos el diente de vez en cuando?

—Mi padre, Nobunaga, me dijo que me retirase a Gifu si no había buenas perspectivas de un ataque rápido. Puedes encargarte de las tácticas de dilación y otros preparativos. Yo regreso a Gifu.

—Podéis iros tranquilo, mi señor.

Al día siguiente Nobutada se retiró del campo de batalla en compañía de los demás generales. Hideyoshi dispuso sus ocho mil soldados alrededor del castillo de Miki, colocando un jefe de unidad en cada posición y levantando empalizadas. Apostó centinelas y cortó todas las carreteras que conducían al castillo. Reforzó especialmente la unidad de observación que custodiaba la carretera al sur del castillo. Si uno seguía esa carretera cuatro leguas al oeste, llegaba a la costa. La armada de Mori a menudo enviaba grandes convoyes de navíos a ese lugar, y desde allí transportaban armas y provisiones al castillo.

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