Authors: Eiji Yoshikawa
Las dos mujeres habían estado conversando así la mañana de la llegada de Hideyoshi.
El sol poniente tendía la sombra del valle sobre la aldea y los muros del templo estaban ya coloreados por el crepúsculo. Nene golpeaba el pedernal para encender las lámparas en el santuario interior, donde la anciana oraba ante la estatua de Kannon.
De repente oyeron el ruido de guerreros apresurados en el exterior. La madre de Hideyoshi se volvió sorprendida, y Nene salió a la terraza.
—¡Llega Su Señoría!
Los gritos de los centinelas resonaron en todo el recinto. A diario los centinelas recorrían unas dos leguas río abajo para montar guardia. Todos parecían como si se hubieran caído de bruces después de correr al portal principal, pero cuando vieron a Nene en la terraza empezaron a gritarle desde donde estaban, como si no tuvieran suficiente tiempo para acercarse más.
—¡Madre! —gritó Nene.
—¡Nene!
La anciana y su nuera se abrazaron con lágrimas en los ojos, apenas conscientes de que sus voces felices se habían convertido en una sola. La anciana se postró ante la imagen de Kannon. Nene se arrodilló a su lado e hizo una profunda reverencia.
—El chico no te ha visto desde hace largo tiempo y pareces un poco cansada. Ve a cepillarte el cabello.
—Sí, madre.
Nene se apresuró a retirarse a su habitación. Se cepilló el cabello, ahuecó las manos bajo la cañería de bambú para recoger agua con la que se lavó la cara y se aplicó rápidamente maquillaje.
Todos los miembros de la servidumbre y los samurais estaban ante el portal, alineados según su edad y rango para saludar a Hideyoshi. Viejos y jóvenes, muchos de los cuales eran aldeanos, miraban entre los árboles, llenos de curiosidad por lo que sucedería a continuación. Al cabo de un rato, varios guerreros se adelantaron corriendo a los demás, llegaron al portal y anunciaron que su señor y el grupo que le acompañaba no tardarían en llegar. Cuando finalizó su informe a Nene, se incorporaron a la hilera de hombres y todos permanecieron en silencio, esperando que Hideyoshi apareciera a lo lejos. Mientras aguardaba junto a los hombres expectantes, los ojos de Nene parecían extrañamente opacos.
Poco después llegó un grupo de hombres y caballos y el aire se llenó de olor a sudor y polvo, junto con el estrépito y bullicio de quienes habían acudido para saludar a su señor. El portal delantero del templo quedó temporalmente oculto por la hilera de caballos y personas que felicitaban a los hombres por haber llegado a salvo.
Hideyoshi estaba entre ellos. Había recorrido a caballo la corta distancia desde la aldea, pero desmontó ante el portal del templo. Entregó las riendas de su montura a un ayudante y miró a un grupo de niños que estaban en el extremo de la hilera de personas a su derecha.
—Debe de haber muchos sitios para jugar en las montañas —les dijo.
Entonces dio unas palmadas en los hombros de los pequeños que estaban cerca. Todos eran hijos de sus servidores, y sus madres y abuelos también estaban allí. Hideyoshi sonrió a cada uno de ellos mientras caminaba hacia las piedras pasaderas del portal.
—Bien, bien. Me alegro de ver que todo el mundo está sano y salvo. Qué alivio. —Entonces se volvió a la izquierda, donde permanecían en silencio los guerreros de su clan, y alzó un poco la voz—. He vuelto. Comprendo que habéis sufrido muchas penalidades en mi ausencia. Habéis tenido que trabajar duramente.
Los guerreros alineados hicieron una profunda reverencia. Bajo el portal del templo, en lo alto de los escalones, sus servidores principales y los miembros jóvenes y viejos de su familia le esperaban para saludarle. Hideyoshi se limitó a mirar a derecha e izquierda, demostrando con una sonrisa que gozaba de buena salud. A su esposa, Nene, le dirigió una sola mirada, y cruzó el portal del templo sin hablarle.
Pero a partir de entonces el marido estuvo acompañado por su modesta esposa. La multitud de pajes que les seguían y los miembros de su familia o bien se retiraron a descansar, tal como Nene les había instruido, o le saludaron desde la terraza y cada uno desapareció en sus aposentos.
En el templo principal, de alto techo, la llama de una lámpara solitaria oscilaba en una mesita baja. A su lado se sentaba una mujer de cabello tan blanco como un capullo de gusano de seda, vestida con un kimono de color bermejo.
Llegaba a sus oídos la voz de su hijo, a quien su esposa acompañaba por la terraza. Sin hacer ruido alguno, la madre se levantó y fue al extremo de la estancia. Hideyoshi se detuvo bajo el postigo y se sacudió el polvo de sus ropas. Seguía cubriéndose con una capucha la cabeza, que se había afeitado en Amagasaki.
Nene, que iba detrás de él, se adelantó y le dijo en voz baja: —Tu madre ha salido a saludarte.
Hideyoshi se acercó en seguida a su madre y se postró.
—Te he causado muchas dificultades, madre, y te ruego que me perdones —fue todo lo que pudo decir.
La anciana retrocedió un poco, sin dejar de arrodillarse, y se postró ante su hijo.
La etiqueta de la ocasión requería saludar formalmente al señor del clan a su regreso triunfal. Era la tradición de la clase guerrera, y no algo propio de la relación cotidiana entre padres e hijos. Pero en cuanto Hideyoshi vio a su madre sana y salva, sus sentimientos sólo fueron de afecto hacia aquella persona de su misma carne y sangre. Se acercó silenciosamente a su anciana madre, pero ella, con ademanes modestos, impidió su avance.
—Has regresado sin novedad, pero antes de que me preguntes por mis penalidades o mi bienestar, ¿por qué no hablas de la muerte del señor Nobunaga y me dices si has destruido a nuestro odioso enemigo, Mitsuhide?
Hideyoshi se enderezó inconscientemente el cuello del kimono. Su madre siguió diciendo:
—No sé si sabes que a tu madre le preocupaba día y noche no que estuvieras vivo o muerto, sino si actuarías como el gran general Hideyoshi, un vasallo del señor Nobunaga. Mientras me preguntaba cómo te las arreglarías después de la muerte de nuestro señor, me enteré de tu marcha hacia Amagasaki y Yamazaki, pero luego no hemos tenido más noticias.
—No me apresuré a ponerme en contacto contigo.
Las palabras de la anciana parecían reservadas y nada afectuosas, pero Hideyoshi temblaba de dicha, como si la sangre corriera impetuosa por todo su cuerpo. No le consolaba un amor natural materno, pero sentía que la reconvención de su madre evidenciaba un amor mucho mayor y le daba estímulo para el futuro.
Entonces les contó con detalle los acontecimientos ocurridos desde la muerte de Nobunaga y las grandes hazañas que deseaba llevar a cabo. Habló de todo ello con sencillez, de modo que su anciana madre las comprendiera bien.
La anciana vertió lágrimas por primera vez, y entonces alabó a su hijo.
—Has hecho bien al destruir al clan Akechi en tan sólo unos días. El alma del señor Nobunaga debe de sentirse satisfecha, y no se arrepentirá de haberte otorgado su afecto. A decir verdad, estaba decidida a no dejarte pasar una sola noche aquí si venías sin haber visto la cabeza cortada de Mitsuhide.
—Y yo habría sido incapaz de verte antes de haber terminado ese asunto, por lo que no he podido hacer otra cosa que luchar tenazmente hasta hace dos o tres días.
—Que pueda verte aquí sano y salvo debe significar que el camino que has elegido está en armonía con las intenciones de los dioses y Budas. Bien..., Nene, ven aquí también. Debemos dar las gracias juntas.
Dicho esto, la anciana se volvió de nuevo hacia la estatua de Kannon. Hasta entonces Nene había permanecido modestamente apartada de Hideyoshi y su madre, pero cuando su suegra solicitó su presencia, se apresuró a levantarse y fue al santuario principal.
Tras encender la lámpara en el santuario budista, regresó y, por primera vez, se sentó al lado de su marido. Los tres se inclinaron en dirección a la débil luz. Después de que Hideyoshi alzara la cabeza y mirase la imagen, los tres volvieron a inclinarse. En el santuario habían colocado una tablilla funeraria que tenía inscrito el nombre de Nobunaga.
Cuando terminaron, la madre de Hideyoshi parecía haberse quitado un gran peso del corazón.
—Nene —llamó en voz baja la anciana—. A este chico le gustará darse un baño. ¿Está preparado?
—Sí, he pensado que sería más relajante para él que cualquier otra cosa, por lo que he dado orden de que lo preparen.
—Estará bien que por lo menos se quite el sudor y el polvo. Entretanto iré a la cocina y les pediré que le hagan algo de su gusto.
La anciana salió de la habitación y los dejó a solas.
—Nene.
—Dime.
—Supongo que esta vez también habrás sufrido muchas penalidades, pero aunque hayas tenido que ocuparte de todo lo demás, has cuidado bien de mi madre. Ésa era también mi única preocupación.
—La esposa de un guerrero siempre está preparada para hacer frente a esta clase de dificultades, por lo que no me pareció tan duro.
—¿De veras? Entonces has comprendido que no existe nada más satisfactorio que mirar a tu alrededor y ver que has dejado las dificultades atrás.
—Cuando veo que me marido ha regresado a casa sano y salvo, sé muy bien lo que quieres decir.
Al día siguiente regresaron a Nagahama. El sol matinal se reflejaba en la niebla blanca. Siguiendo el río Azusa, la carretera se estrechaba progresivamente, y los guerreros desmontaron y guiaron a sus caballos.
A mitad del camino se encontraron con los oficiales del estado mayor de Nagahama que acudían a informar de la situación de guerra.
—Vuestra carta relativa al castigo de los Akechi ha sido enviada a los demás clanes y, tal vez debido a la rapidez con que ha sido notificado, el ejército del señor Ieyasu ha regresado a Hamamatsu desde Narumi. Por otro lado, el ejército del señor Katsuie, que había llegado hasta la frontera de Omi, parece haberse detenido ahora en su avance.
Hideyoshi sonriso en silencio y entonces musitó, casi para sus adentros:
—Parece ser que esta vez el señor Ieyasu también se siente un poco confuso. Por supuesto, sólo ha sido un resultado indirecto, pero se diría que refrenar a Ieyasu ha dispersado la fuerza militar de Mitsuhide. Qué decepcionados deben de estar los guerreros Tokugawa por haber regresado sin luchar.
Así, el día veinticinco de aquel mes, un día después de que acompañara a su madre a Nagahama, partió hacia Mino.
Había existido agitación en Mino, pero en cuanto su ejército avanzó, la zona fue sojuzgada. En primer lugar, Hideyoshi ofreció a Nobutaka el castillo de Inabayama, demostrando así lealtad hacia el clan de su antiguo señor. Entonces aguardó tranquilamente la conferencia de Kiyosu, que daría comienzo el día veintisiete del mismo mes.
Aquel año Shibata Katsuie contaba cincuenta y dos. Como jefe militar, era veterano de muchas batallas, y como hombre había experimentado muchas vicisitudes en el camino de la vida. Era de alto linaje y tenía una carrera distinguida. Mandaba a un ejército poderoso y estaba dotado de una constitución física robusta. Nadie dudaba de que había sido elegido por los tiempos, y él mismo creía sin sombra de duda que así era en efecto. El cuarto día del sexto mes estaba acampado en Uozaki, provincia de Etchu. En cuanto tuvo noticia de los sucesos en el templo Honno, se dijo a sí mismo que lo que estaba haciendo en aquellos momentos era de la mayor importancia, y debía hacerlo bien.
Por este motivo retrasó sus acciones. A tal extremo llevaba su circunspección. Sin embargo, su mente corrió a Kyoto como una tempestad.
Era el vasallo de Oda de mayor rango y gobernador militar de las provincias del norte. Ahora, equipado con la sabiduría y la fuerza de toda una vida, arriesgaba su carrera en una sola jugada. Había abandonado el campo de batalla en el norte y se apresuraba hacia la capital. Aunque puede decirse que se apresuraba, lo cierto es que tardó varios días en abandonar Etchu y pasó varios más en su castillo de Kitanosho, en Echizen. Personalmente no consideraba lento su avance. Cuando un hombre como Katsuie partía en una misión tan importante, todo tenía que hacerse de acuerdo con las reglas, lo cual requería una prudencia apropiada y elegir el momento más propicio.
A Katsuie le parecía notable la velocidad con que trasladaba sus tropas, pero cuando la fuerza principal llegó a la frontera entre Echizen y Omi, mediaba ya el mes. A mediodía del día dieciséis le dio alcance la retaguardia procedente de Kitanosho, y los caballos del ejército descansaron en el puerto de montaña. Mirando abajo, a la llanura, los soldados veían que las nubes de verano ya estaban altas en el cielo.
Habían pasado doce días desde que Katsuie se enteró de la muerte de Nobunaga. Era cierto que Hideyoshi, que combatía a los Mori en las provincias occidentales, había recibido el informe de Kyoto un día antes que Katsuie, pero el día cuatro Hideyoshi había hecho las paces con los Mori, el día cinco había partido, el siete llegó a Himeji, el nueve se dirigió a Amagasaki, el trece derrotó a Mitsuhide en la batalla de Yamazaki, y cuando Katsuie llegó a los límites de Omi, ya había limpiado la capital de las restantes tropas enemigas.
Ciertamente, la carretera que conducía a la capital desde Echizen era más larga y difícil de transitar que la de Takamatsu, pero las dificultades a las que se enfrentaba Hideyoshi y las que tenía Katsuie no eran del mismo orden. La ventaja estaba claramente de parte de Katsuie. Para dirigir los movimientos de sus tropas y retirarse del campo de batalla, sus circunstancias eran mucho más fáciles que las de Hideyoshi. En tal caso, ¿por qué se retrasaba tanto? Sencillamente, porque Katsuie ponía la prudencia y el respeto de las reglas por delante de la velocidad.
La experiencia que había obtenido al participar en tantas batallas y la consiguiente confianza en sí mismo habían formado una cubierta exterior alrededor de su pensamiento y su capacidad de discernimiento. Estas cualidades eran realmente un obstáculo para la acción rápida cuando los asuntos nacionales estaban en una coyuntura crítica, y contribuían a la incapacidad de Katsuie para ir más allá de las tácticas y estrategias convencionales.
La aldea montañesa de Yanagase estaba llena de hombres y caballos. Al oeste se extendía la ruta de la capital. Si el ejército avanzaba hacia el este, pasarían ante el lago Yogo y entrarían en la carretera secundaria que conducía al castillo de Nagahama. Katsuie había establecido su cuartel general provisional en el recinto de un pequeño santuario de montaña.