Taiko (151 page)

Read Taiko Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
8.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero Azuchi ya no era más que tierra quemada, y en cuanto llegaron los soldados se sintieron descorazonados. Los muros dorados y azules de Azuchi ya no existían. Todas las puertas del muro exterior y los elevados aleros del templo Soken se habían convertido en cenizas. El estado de la ciudad fortificada era incluso peor. No había nada que ni siquiera los perros extraviados pudieran comer, y los sacerdotes de la iglesia cristiana deambulaban con expresiones vacías.

Nobuo debería encontrarse allí, pero estaba luchando contra los rebeldes en Ise e Iga. No había duda de que Nobuo no había ordenado el incendio de Azuchi. Ciertamente los fuegos habían sido prendidos por sus hombres, pero parecía plausible que hubiera sido el resultado de un malentendido o tal vez de falsos rumores propagados por el enemigo.

Hideyoshi y Nobutaka habían viajado juntos a Azuchi y lamentaban profundamente su destrucción. Sin embargo, tras comprender que Nobuo no había ordenado el incendio, su indignación pareció remitir un poco. Sólo se quedaron en Azuchi otros dos días. El convoy de barcos volvió a hacerse a la vela, esta vez hacia el norte. Ahora Hideyoshi se dirigía con su ejército principal hacia su castillo de Nagahama.

El castillo se había salvado. No había ninguna señal del enemigo y las tropas aliadas entraban ya en el recinto. Cuando alzaron la insignia de mando con la calabaza dorada, la alegría inundó a los habitantes del castillo, los cuales atestaban las calles por donde pasaba Hideyoshi desde el barco al castillo. Mujeres, niños y ancianos se postraban en el suelo para saludarle. Algunos lloraban y otros ni siquiera podían alzar la cara. Los había que gritaban y agitaban las manos, mientras otros incluso perdían la compostura y bailaban de alegría. El señor del castillo avanzaba resueltamente a caballo para responder a la entusiasta bienvenida de los suyos.

Sin embargo, Hideyoshi tenía aún una profunda inquietud, que iba en aumento después de su entrada en el castillo de Nagahama. Tal era su impaciencia y anhelo que no podía permanecer quieto ni siquiera un momento. ¿Estarían sanas y salvas su madre y su esposa?

Una vez sentado en la ciudadela interior, planteó la pregunta una y otra vez a los generales que iban y venían. De repente estaba muy preocupado por la situación de su familia.

—Las hemos buscado por todas partes, pero aún no nos ha llegado ningún informe claro —le dijeron los generales.

—¿Nadie conocía su paradero?

—Creíamos que lo sabrían —respondió un general—, pero ninguna de estas personas parece haberlas visto. Cuando huyeron del castillo, su destino se mantuvo en secreto absoluto.

—Comprendo. Debe de ser cierto. Si la gente hubiera conocido su paradero, las habrían perseguido y habrían corrido peligro.

Hideyoshi recibió a otro general con quien habló de un tema totalmente distinto. Aquel día las tropas enemigas que estaban en el castillo de Sawayama habían abandonado la fortaleza y huido en dirección a Wakasa. El general informó de que el castillo había sido devuelto a su anterior comandante, Niwa Nagahide.

Ishida Sakichi y otros cuatro o cinco miembros del grupo de pajes regresaron apresuradamente de un destino desconocido. Antes de que llegaran a la habitación de Hideyoshi, se oyeron alegres voces en el corredor y la sala de los pajes, y Hideyoshi preguntó a quienes le rodeaban:

—¿Ha regresado Sakichi? ¿Por qué tarda tanto en venir aquí?

Envió a un hombre para que le reprendiera.

Ishida Sakichi había nacido en Nagahama y conocía la geografía de la zona mejor que nadie, por lo que había pensado que era el momento de utilizar su conocimiento. A mediodía había salido por su cuenta, buscando el lugar donde podrían estar escondidas la madre y la esposa de su señor.

Sakichi se arrodilló respetuosamente ante Hideyoshi. De acuerdo con su informe, la madre, la esposa y sus servidores se habían refugiado en las montañas a poco más de diez leguas de Nagahama. Sus condiciones de vida parecían ser precarias.

Hideyoshi se levantó.

—Bien, preparémonos para partir en seguida —ordenó—. Si nos vamos ahora, deberíamos llegar allí mañana por la noche.

Tan grande era su impaciencia que apenas podía retenerse.

—Encárgate de todo durante mi ausencia —le dijo a Kyutaro—. Hikoemon se encuentra estacionado en Otsu y el señor Nobutaka sigue todavía en Azuchi.

Cuando Hideyoshi cruzó el portal del castillo, vio seiscientos o setecientos hombres alineados y esperándole. Habían librado batallas sucesivas en Yamazaki y Sakamoto, y no habían tenido tiempo de descansar ni siquiera en Azuchi. Los guerreros habían llegado aquella misma mañana y sus rostros estaban todavía fatigados y sucios de barro.

—Bastará con que me acompañen cincuenta hombres a caballo —dijo Hideyoshi, sólo después de que los hombres montados provistos de antorchas hubieran iniciado el desfile.

Así pues, la mayoría de los soldados se quedarían atrás.

—Eso es peligroso —dijo Kyutaro—. Cincuenta jinetes son muy pocos. El camino pasa cerca del monte Ibuki y las fuerzas enemigas puede que sigan escondidas allí.

Tanto Kyutaro como Shonyu le precavieron con vehemencia, pero Hideyoshi estaba convencido de que no había necesidad de preocuparse. Lo dijo así y ordenó a los hombres provistos de antorchas que le precedieran. Cruzaron el portal del castillo y avanzaron por la carretera bordeada de árboles en dirección al nordeste.

Cabalgando de noche hasta alrededor de la cuarta guardia, Hideyoshi avanzó cinco leguas sin apresurarse demasiado.

El grupo llegó al templo Sanjuin a medianoche. Hideyoshi había pensado que los monjes se llevarían una completa sorpresa, pero su asombro fue mayúsculo cuando abrieron el portal principal y vio que el interior del templo estaba brillantemente iluminado con faroles, habían regado el recinto y toda la zona había sido minuciosamente barrida.

—Alguien debe de haberse adelantado para anunciar mi llegada.

—He sido yo —anunció Sakichi.

—¿Tú?

—Sí, mi señor. Pensé que probablemente haríais un alto aquí para descansar, por lo que pedí a un joven de pies ligeros que se adelantara y pidiera que preparasen comida para cincuenta hombres.

Sakichi había sido un acólito del templo Sanjuin, pero a la edad de doce años Hideyoshi le aceptó como paje en el castillo de Nagahama. Hacía de ello ocho años, y desde entonces se había convertido en un samurai veinteañero. Sakichi tenía un excelente sentido común y era más perspicaz que la mayoría de la gente.

Al amanecer se veía el contorno del monte Ibuki contra las tonalidades rosa y azul claro del cielo, y no se oía más que el piar de las aves. El camino estaba húmedo de rocío y la oscuridad reinaba bajo los árboles.

Hideyoshi parecía contento. Sabía que cada paso le acercaba a su madre y su esposa, y no parecía importarle ni la empinada cuesta del camino ni la fatiga. Ahora, cuanto más se acercaba a Nishitani mientras la luz aumentaba en el monte Ibuki, mayor era su sensación de estar apoyado contra el seno materno.

Por mucho que avanzaran corriente arriba a lo largo del río Azusa, nunca parecían llegar a su fuente. Por el contrario, el cauce se ensanchaba y llegaron a un valle tan ancho que podrían haberse olvidado de que estaban en medio de las montañas.

—Ése es el monte Kanakuso —dijo el monje que les servía de guía, y señaló un alto pico directamente frente a ellos.

El monje se enjugó el sudor de la frente, pues el sol había subido al centro del cielo y el calor de mediados del verano iba en aumento. Siguió caminando por el estrecho sendero, el cual poco después se estrechó tanto que Hideyoshi y sus ayudantes tuvieron que desmontar. En aquel momento los hombres que rodeaban a Hideyoshi se detuvieron.

—Parece el enemigo —dijeron alarmados.

Hideyoshi y su pequeña fuerza acababan de rodear el pico. A lo lejos, estacionados en la ladera de la montaña, se distinguía un grupo de soldados que también parecían sorprendidos y permanecían agrupados. A una orden dada, al parecer, por uno de ellos, los soldados se dispersaron en desorden.

—Podrían ser restos del ejército enemigo —comentó alguien—. Tengo entendido que en su huida han llegado hasta Ibuki.

Ésa era una posibilidad, desde luego, y los fusileros se adelantaron de inmediato. Se dio en seguida la orden de apretarse para el combate, pero los dos monjes que actuaban como guías llamaron a los hombres.

—No es el enemigo. Son vigías del templo. ¡No disparéis!

Entonces se volvieron hacia la montaña y se hicieron entender por medio de gestos y gritando a voz en cuello.

Entonces los soldados empezaron a bajar por la ladera como piedras desprendidas y muy pronto un oficial con un pequeño estandarte sujeto a la espalda corrió hacia ellos. Hideyoshi le reconoció como un vasallo de Nagahama.

***

El templo Daikichi no era más que un pequeño templo de montaña. Cuando llovía el agua se filtraba a través del tejado. Cuando soplaba el viento, los muros y las vigas se movían. Nene vivía y cuidaba de su suegra en el templo principal, mientras las damas de honor ocupaban los aposentos de los sacerdotes. Los servidores que llegaron más tarde de Nagahama construyeron pequeñas chozas en la zona o se alojaron en casas de la aldea. En tan precarias condiciones una gran familia formada por más de doscientos miembros había vivido durante más de dos semanas.

Cuando les llegó la noticia de la muerte de Nobunaga, la avanzada del ejército de Akechi se encontraba ya a la vista del castillo y apenas había tiempo para decidir lo que se podía hacer. Nene había escrito una carta a su marido, que estaba en las lejanas provincias occidentales, pero lo hizo realmente en el último momento. Huyó del castillo, llevando consigo a su suegra y abandonando casi todas sus posesiones. Tan sólo pudo cargar un caballo con una muda de ropa para su suegra y los regalos que su marido había recibido de Nobunaga.

En aquella trágica situación Nene, una mujer sola, tuvo que actuar resueltamente y con un gran sentido de la responsabilidad. Estaba al frente del castillo en ausencia de Hideyoshi, tenía que atender a su anciana suegra y dirigir a la servidumbre del castillo. Sin duda deseaba con todo su corazón oírle decir a su marido que había hecho bien las cosas. Pero él se encontraba en un campo de batalla lejano. Hasta poco tiempo antes había vivido en la seguridad del castillo mientras él estaba ausente, pero ahora, de repente, no había ninguna distinción entre ellos.

Durante una guerra, semejante situación no tenía por qué ser desesperante, pero lo que afligía a Nene era la protección de la madre de Hideyoshi. Aunque abandonaran el castillo al enemigo, estaba segura de que Hideyoshi no tardaría en tomarlo de nuevo. Pero si, como esposa, permitía que su suegra sufriera lesiones, nunca podría volver a enfrentarse a él.

—Por favor, preocupaos tan sólo de proteger a mi suegra, no penséis en mí. Y por mucho que lamentéis dejar algo atrás, no os dejéis distraer por las posesiones.

De esta manera Nene alentaba a las mujeres y los demás miembros de la servidumbre mientras avanzaban desesperadamente por la carretera hacia el este.

Nagahama estaba bordeado al oeste por el lago Biwa, mientras que al norte lo tenían en jaque clanes hostiles, y la actividad en dirección a la carretera de Mino no estaba clara. Así pues, no quedaba más alternativa que huir hacia el monte Ibuki.

Cuando su clan vencía, la vida del guerrero estaba llena de felicidad. Pero cuando su marido era el perdedor, o tenían que huir de su castillo como fugitivos, la patética esposa debía de experimentar una desdicha inimaginable para un hombre que trabajaba los campos o vendía sus géneros en la ciudad.

A partir de aquel día, los miembros de la servidumbre de Hideyoshi pasaron hambre, se tendieron a dormir al aire libre y sintieron el temor a tropezarse con patrullas enemigas. Por la noche era difícil evitar el rocío. De día avanzaban a toda prisa, forzando sus pies desacostumbrados a tales caminatas, blancos y ensangrentados.

En medio de estas dificultades, pensaban en una sola cosa: si el enemigo los capturaba, demostrarían cómo eran. Ésa era la promesa secreta de casi todos. Las mujeres pensaban de la misma manera. Si ese día la fragancia de su maquillaje y el encanto de sus negras cabelleras no se proyectaban desde sus corazones, deberían ser desdeñadas y condenadas como impostoras para ocultar su fealdad.

La aldea era un refugio excelente. Habían apostado centinelas a distancia, por lo que no existía el temor de un ataque por sorpresa. Como estaban a mediados del verano, hacían durar las ropas de cama y las provisiones. Su mayor inquietud era el aislamiento en que se hallaban. Como estaban tan lejos de cualquier lugar habitado, no tenían idea de lo que estaba ocurriendo.

El mensajero no tardaría en regresar. Nene dejó que sus pensamientos corrieran hacia el cielo occidental. La noche anterior a su huida de Nagahama había escrito apresuradamente una carta a su marido. Desde entonces no tenía noticias del mensajero. Tal vez había caído por el camino en manos de los Akechi, o no había podido encontrar el lugar donde se ocultaban. Nene había pensado en esas posibilidades día y noche.

Más recientemente se había enterado de la batalla librada en Yamazaki. Cuando le hablaron de ese acontecimiento, la sangre arreboló su cutis.

—Eso es muy probable —dijo la madre de Hideyoshi—. Es propio de ese muchacho.

El cabello de la anciana se había vuelto completamente blanco, y ahora permanecía sentada en el pabellón principal del templo Daikichi desde que se levantaba hasta la hora de acostarse, sin moverse en absoluto y rezando devotamente por la victoria de su hijo. Por muy caótico que se volviera el mundo, no tenía la menor duda de que el hijo que ella había parido no se apartaría del Gran Camino. Incluso ahora, cuando chismorreaba con Nene, seguía cayendo en su antiguo hábito de referirse a Hideyoshi como «ese chico».

—Que regrese victorioso, aunque sea a cambio de este viejo cuerpo.

Ésta era la plegaria que rezaba continuamente. De vez en cuando alzaba la vista a la estatua de la diosa Kannon y exhalaba un suspiro de alivio.

—Madre, tengo la sensación de que pronto recibiremos buenas noticias —le dijo Nene un día.

—Yo he sentido lo mismo, pero no sé por qué —replicó la madre de Hideyoshi.

—Lo sentí de repente al mirar la cara de Kannon. Ayer más que anteayer, hoy más que ayer..., parece sonreímos.

Other books

Bold by Nicola Marsh
Canyons by Gary Paulsen
Caged In by J.D. Lowrance
Piratas de Skaith by Leigh Brackett
Stay by Aislinn Hunter
Girl After Dark by Charlotte Eve
The Children of Fear by R.L. Stine
The Traitor’s Mark by D. K. Wilson
Tatuaje II. Profecía by Javier Pelegrín Ana Alonso