Authors: Eiji Yoshikawa
En cuanto conoció la noticia, Hideyoshi se incorporó jubiloso y casi derribó su escabel de campaña.
—¡Un caballo! —ordenó—. ¡Traedme un caballo!
Una vez montado, se volvió hacia los hombres que estaban en el portal y gritó:
—¡Voy a saludar al señor Nobutaka!
Fustigó su caballo en dirección al río Yodo, cuyas aguas casi estaban rebosando del ancho cauce. En la orilla, las fuerzas de Nobutaka estaban divididas en dos cuerpos de cuatro mil y tres mil hombres respectivamente.
—¿Dónde está el señor Nobutaka? —gritó Hideyoshi al desmontar entre los soldados sudorosos que le miraban. Nadie se daba cuenta de que era Hideyoshi.
—Soy yo, Hideyoshi —anunció.
Los soldados se quedaron boquiabiertos.
Hideyoshi no esperó una bienvenida formal. Abriéndose paso entre la multitud de hombres, se dirigió al árbol bajo el que Nobutaka había colocado su estandarte.
Rodeado por su estado mayor, Nobutaka descansaba en su escabel de campaña, con una mano sobre los ojos a modo de visera para protegerlos del resplandor del agua. Se volvió de repente y vio a Hideyoshi que corría hacia él gritando. En cuanto le vio, Nobutaka se sintió inundado por un sentimiento de gratitud. Era un vasallo a quien su padre había adiestrado durante muchos años, y lo que estaba haciendo ahora iba mucho más allá de los vínculos normales que unían a señor y vasallo. Los ojos le brillaban con una luz reveladora de que sentía una emoción generalmente reservada a los vínculos de sangre.
—¡Hideyoshi! —gritó Nobutaka.
Sin esperar a que Nobutaka extendiera la mano, Hideyoshi se acercó a él y se la estrechó con fuerza.
—¡Señor Nobutaka! —fue todo lo que dijo.
Ninguno de los dos dijo nada más, pero sus ojos lo decían todo. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de ambos. Con aquellas lágrimas, Nobutaka podía expresar todos sus sentimientos por la muerte de su padre a un vasallo de su clan. Y Hideyoshi comprendió lo que albergaba el corazón del joven. Finalmente le soltó la mano que había estrechado con tanta firmeza y se arrodilló.
—Cuánto me alegro de que hayáis venido. No hay tiempo para decir nada más, como tampoco hay nada más en mi corazón. Tan sólo estoy agradecido de hallarme aquí con vos ahora y creo firmemente que en el cielo el alma de vuestro padre estará complacida por esta acción. Siento que por fin he podido presentaros mis respetos y he cumplido con mi deber de vasallo. Soy feliz por primera vez desde que abandoné el asedio del castillo de Takamatsu.
Más tarde Hideyoshi invitó a Nobutaka a acompañarle a su campamento de Tonda, y juntos se encaminaron a Yamazaki.
Llegaron a Yamazaki a la hora del mono. Los diez mil hombres de su ejército de reserva se habían añadido a los ocho mil de los tres cuerpos de vanguardia. Ahora no había lugar en las montañas o pueblo donde no se vieran caballos y soldados.
—Acabamos de recibir un informe de que el ejército de Akechi ha atacado al cuerpo de Nakagawa en las estribaciones al este de Tennozan.
Era el momento de atacar, y Hideyoshi dio la orden a todo el ejército.
***
La mañana del día nueve, cuando Hideyoshi abandonaba Himeji, Mitsuhide regresó a Kyoto. Había transcurrido menos de una semana desde la muerte de Nobunaga.
El segundo día, a la hora del carnero, cuando todavía humeaban las ruinas del templo Honno, Mitsuhide había abandonado Kyoto para atacar Azuchi, pero nada más salir de la capital, Mitsuhide tropezó con un obstáculo en el lugar donde podría cruzar el río, en Seta. Aquella mañana había enviado una carta exigiendo la rendición del castillo de Seta, pero el gobernador había matado al mensajero e incendiado el castillo y el puente de Seta.
Así pues, las tropas de Akechi fueron incapaces de cruzar el río. A Mitsuhide le ardían los ojos de indignación. El puente consumido por el fuego casi parecía burlarse de él. El mundo no te ve como tú ves al mundo.
Mitsuhide, obligado a regresar al castillo de Sakamoto, pasó dos o tres días infructuosos esperando a que reparasen el puente. Cuando llegó a Azuchi, se encontró con la ciudad vacía y su enorme castillo no albergaba a nadie. En la ciudad no había géneros de ninguna clase y ni siquiera se veía el letrero de una tienda. La familia de Nobunaga había huido, pero en su apresuramiento se habían visto obligados a abandonar el tesoro de oro y plata de Nobunaga, así como su colección de obras de arte.
Después de que sus tropas entraran en el castillo, mostraron todas esas cosas a Mitsuhide, pero éste no se sintió más rico por ello. De alguna manera se sentía empobrecido. Pensó que no era aquello lo que había buscado, y le mortificaba que la gente creyera lo contrario.
Hizo distribuir todo el oro y la plata del tesoro entre sus hombres, como recompensa. Los soldados rasos recibieron varios centenares de piezas de oro, mientras que los generales de más alta graduación recibían entre tres y cinco mil piezas de oro.
Una y otra vez se preguntaba cuáles eran sus deseos. ¡Gobernar la nación!, respondía, pero esa respuesta sonaba a falsa. Debía admitir que nunca había acariciado unas esperanzas tan encumbradas, pues no tenía ni la ambición ni la habilidad para ello. Desde el principio sólo había tenido un motivo: matar a Nobunaga. El incendio del templo Honno había saciado los deseos de Mitsuhide, y todo lo que quedaba ahora era una pasión tan vacía de convicción que sólo parecía un frenesí.
Circulaba por entonces el rumor de que Mitsuhide había intentado suicidarse en cuanto se enteró de que Nobunaga estaba muerto, y sus vasallos se lo impidieron a la fuerza. En el instante en que Nobunaga se convirtió en cenizas, el odio que había paralizado el corazón de Mitsuhide se disolvió como nieve fundida. Sin embargo, los diez mil soldados que le servían no compartían la misma actitud. Por el contrario, confiaban en que su verdadera recompensa estaba todavía por llegar.
—A partir de ahora, el señor Mitsuhide es el dirigente del país —anunciaron los generales de Akechi con una convicción de la que Mitsuhide carecía.
Pero el señor al que admiraban no era más que un mero simulacro del que había sido. Difería en aspecto y disposición, incluso en intelecto.
Mitsuhide permaneció en Azuchi desde el cinco hasta la mañana del ocho, y durante ese tiempo tomó el castillo de Hideyoshi en Nagahama así como en el Niwa Nagahide en Sawayama. Una vez hubo ocupado por completo la provincia de Omi, pertrechó de nuevo a su ejército y una vez más partió hacia la capital.
Fue entonces cuando Mitsuhide recibió la noticia de que el clan de Hosokawa se había negado a unírsele. Había estado convencido de que Hosokawa Tadaoki, su cuñado, le seguiría sin vacilación cuando Nobunaga hubiera sido derrocado, pero la respuesta recibida del clan Hosokawa había sido un airado rechazo. Hasta entonces la cuestión de quiénes serían sus aliados había absorbido a Mitsuhide, de modo que había pensado poco en quién sería su enemigo más poderoso.
Sólo entonces Mitsuhide comprendió plenamente lo que significaba la existencia de Hideyoshi. Fue como si recibiera un tremendo golpe en el pecho. No es que hubiera subestimado la capacidad de Hideyoshi y su poderío militar en el oeste. Por el contrario, sabía que aquel hombre constituía una enorme amenaza. Lo que había tranquilizado un poco a Mitsuhide era la creencia de que Hideyoshi estaba inmovilizado por los Mori y sería incapaz de regresar rápidamente. Pensó que por lo menos uno de los dos mensajeros que envió a los Mori habría cumplido con su misión. Y sin duda, la respuesta de Mori llegaría pronto, informándole de que había atacado y destruido a Hideyoshi. Pero no recibía ninguna noticia de los Mori, como tampoco había la menor reacción por parte de Nakagawa Sebei, Ikeda Shonyu y Takayama Ukon. En cambio, las noticias que llegaban a Mitsuhide cada mañana parecían un juicio del cielo.
Para Mitsuhide, el castillo de Sakamoto contenía vividos recuerdos de acontecimientos recientes: la humillación a que le había sometido Nobunaga, su partida de Azuchi, lleno de cólera, su estancia en Sakamoto donde se encontró en la encrucijada de la duda. Ahora no había más dudas ni más resentimiento. Y en el mismo momento había perdido por completo su facultad de introspección. Había intercambiado su verdadera inteligencia por el título vacío de dirigente de la nación.
La noche del día nueve, Mitsuhide aún no tenía idea de dónde se encontraba Hideyoshi, pero las actitudes de los señores locales le hicieron sentirse inquieto. A la mañana siguiente abandono su campamento en Shimo Toba y subió al puerto de Horagamine en Yamashiro, donde había convenido en reunirse con el ejército de Tsutsui Junkei.
—¿Aún no ha sido avistado Tsutsui Junkei? —preguntó Mitsuhide a sus vigías a intervalos regulares durante la jornada.
Puesto que Mitsuhide había estado confabulado con Tsutsui Junkei antes del ataque contra el templo Honno, nunca había tenido motivos para dudar de la lealtad de su aliado..., hasta aquel momento. Al anochecer, aún no había ninguna señal de las fuerzas de Tsutsui, y no sólo eso, sino que los tres vasallos de Oda a los que había esperado ganar para su causa, Nakagawa Sebei, Takayama Ukon e Ikeda Shonyu, no habían respondido a sus urgentes convocatorias, aun cuando estaban nominalmente bajo su mando.
La inquietud de Mitsuhide no era injustificada, y consultó con Saito Toshimitsu.
—¿Crees que se ha producido algún error?
Mitsuhide quería creer que algo les había sucedido a los mensajeros que había enviado, o que Junkei y los demás sólo se retrasaban, pero Saito Toshimitsu ya se había enfrentado a la verdad.
—No, mi señor —replicó el anciano—. Sospecho que el señor Tsutsui no tiene intención de venir. No hay ningún motivo para que tarde tanto viajando por los caminos nivelados desde Koriyama.
—No, tiene que haber alguna razón —insistió Mitsuhide. Llamó a Fujita Dengo, escribió rápidamente una carta y le envió a Koriyama—. Coge los mejores caballos. Si cabalgas a toda velocidad, podrás estar de regreso por la mañana.
—Si el señor Tsutsui habla conmigo, estaré de regreso al amanecer —dijo Dengo.
—No hay ningún motivo para que no hable contigo. Consigue una respuesta aunque sea muy entrada la noche.
—Sí, mi señor.
Dengo partió de inmediato hacia Koriyama, pero antes de que pudiera regresar, llegaron exploradores con informes de que las fuerzas de Hideyoshi avanzaban hacia el este y que la vanguardia ya había llegado a la provincia vecina de Hyogo.
—¡Imposible! ¡Debe de ser un error! —exclamó Mitsuhide al oír la noticia.
No podía creer que Hideyoshi hubiera sido capaz de hacer las paces con los Mori y, aunque así fuese, que hubiera podido mover su gran ejército con tal rapidez.
—No creo que esto sea un informe falso, mi señor —dijo Toshimitsu, que una vez más intuía la verdad—. En cualquier caso, creo que deberíamos determinar en seguida una contraestrategia.
Al darse cuenta de que Mitsuhide vacilaba, Toshimitsu le presentó una propuesta concreta.
—Si yo me quedara aquí esperando al señor Tsutsui, vos, mi señor, podríais apresuraros para impedir que Hideyoshi entre en la capital.
—No hay muchas esperanzas de que venga Tsutsui, ¿verdad? —admitió finalmente Mitsuhide.
—Creo que sólo hay una o dos posibilidades entre diez de que se pase a nuestro lado, mi señor.
—¿Qué estrategia sugieres para detener a Hideyoshi?
—Sólo nos cabe pensar que Ukin, Sebei y Shonyu ya están aliados con Hideyoshi. Si Tsutsui Junkei también se le ha unido, nuestra fuerza militar será insuficiente para tomar la iniciativa y atacarle. Sin embargo, calculo que Hideyoshi tardará otros cinco o seis días en traer aquí a todo su ejército. Durante ese tiempo, si reforzamos los dos castillos de Yodo y Shoryuji, construimos fuertes a lo largo de la carretera que lleva a Kyoto de norte a sur y reunimos a todas las fuerzas en Omi y las demás zonas, podríamos mantenerle a raya temporalmente.
—¿Qué? ¿Lo único que podemos hacer es detenerle temporalmente?
—A continuación nos hará falta una estrategia mucho más amplia..., que vaya bastante más allá de las pequeñas batallas locales. Pero en estos momentos nos encontramos en una situación crítica. Deberíais partir de inmediato.
Toshimitsu aguardó a que Fujita Dengo regresara de su misión en Koriyama.
El mensajero llegó con una expresión de cólera estampada en su semblante.
—No hay nada que hacer —le dijo a Toshimitsu—. Ese bastardo de Junkei también nos ha traicionado. Ha dado alguna excusa para no venir aquí, pero en el camino de regreso me he enterado de que ha estado en contacto con Hideyoshi. ¡Pensar que un hombre que estuvo tan próximo al clan de Akechi haya sido capaz de esto!
Los insultos de Dengo eran interminables, pero el rostro arrugado de Toshimitsu no mostraba ninguna emoción.
Mitsuhide se marchó alrededor de mediodía, sin haber conseguido nada. Llegó a Shimo Toba más o menos a la misma hora en que Hideyoshi disfrutaba de una breve siesta en Amagasaki. El calor de la jornada era el mismo en el templo Zen de Amagasaki que en el campamento de Shimo Toba. En cuanto Mitsuhide estuvo de regreso en el campamento, se reunió con sus generales en el cuartel general y discutió la estrategia de combate. Aún no se daba cuenta de que Hideyoshi estaba tan cerca que si hubiera gritado desde Amagasaki le habría oído. Aunque la vanguardia de Hideyoshi estaba ya colocándose en posición, Mitsuhide juzgó que pasarían varios días más hasta la llegada de Hideyoshi. No sería acertado atribuir este error a su intelecto. Simplemente, había hecho un juicio basado en el sentido común, utilizando su propia inteligencia que no era común. Además, este juicio en particular estaba en armonía con lo que todos los demás también juzgaban lógico.
La conferencia se completó sin la menor pérdida de tiempo, y Akechi Shigetomo fue el primero en marcharse. De inmediato cabalgó hasta Yodo para iniciar las obras de emergencia destinadas al reforzamiento del castillo. La estrecha carretera de montaña que conducía a la capital sería seguramente uno de los objetivos del enemigo. El castillo de Yodo estaba a la derecha y el de Shoryuji a la izquierda.
Mitsuhide dio una orden a las divisiones que habían sido desplegadas a lo largo de las orillas del río Yodo:
—Regresad a Shoryuji y ocupad posiciones defensivas. Preparaos para un ataque enemigo.
Mitsuhide hizo sus preparativos, pero cuando calculó el tamaño del ejército enemigo, no pudo evitar por completo la percepción de su propia debilidad. Un número considerable de soldados procedentes de la capital y la zona circundante se habían concentrado allí a lo largo del día, poniéndose bajo sus órdenes. Pero todos eran samurais de baja categoría o ronin, poco más que mercenarios que buscaban una manera rápida de ascender en el mundo. Ninguno de ellos poseía ni la capacidad militar ni los recursos necesarios para dirigir tropas.