Taiko (147 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—¿Cuántos hombres tenemos en total? —preguntó Mitsuhide a sus generales.

Contando las tropas de Azuchi, Sakamoto, Shoryuji, Horagamine y Yodo, las fuerzas de Mitsuhide sumaban unos dieciséis mil hombres.

—Si Hosokawa y Tsutsui se me unieran —musitó Mitsuhide—, nadie podría desalojarme de la capital.

Incluso después de haberse decidido por esta estrategia, le turbaba la diferencia considerable en el número de las tropas. Mitsuhide se guiaba únicamente por los cálculos, y ahora no había la menor esperanza de que pudiera tener la ventaja. Además, el temor empezaba a instalarse en su conciencia. Eso habría bastado para establecer la diferencia entre victoria y derrota. Empezaba a hundirse bajo las olas que él mismo había creado.

Mitsuhide estaba en la colina frente al campamento, contemplando las nubes.

—Parece que va a llover —musitó de cara a un viento que no mostraba ninguna señal de lluvia.

Era esencial para un general que no tardaría en entablar combate, conocer bien el tiempo. Mitsuhide se quedó allí, preocupado por el movimiento de las nubes y la dirección del viento durante largo rato.

Finalmente miró el río Yodo. Las lucecillas que oscilaban al viento debían de ser las de sus propias embarcaciones de patrulla. La línea ondulante del gran río parecía blanca, en contraste con el negro intenso de las montañas que se alzaban más allá.

El amplio cielo se extendía sobre el río y el lejano estuario del mar en Amagasaki. Mientras los ojos de Mitsuhide miraban en aquella dirección, casi como si enviaran rayos de luz, se preguntó qué sería capaz de hacer Mitsuhide. Entonces llamó en un tono áspero que no solía emplear:

—¡Sakuza! ¡Sakuza! ¿Dónde está Sakuzaemon?

Se volvió rápidamente y regresó al campamento a grandes zancadas. Un viento oscuro y violento sacudía las tiendas como una enorme ola.

—¡Sí, mi señor! ¡Yojiro está aquí! —respondió un ayudante mientras corría a su encuentro.

—Yojiro, la llamada a las armas. Nos marchamos ahora mismo.

Mientras el ejército levantaba el campamento, Mitsuhide envió despachos urgentes a todos sus jefes, incluido su primo Mitsuharu en el castillo de Sakamoto, informándoles de su decisión. No iba a retirarse y luchar en una campaña defensiva. Había resuelto atacar a Hideyoshi con toda su fuerza.

Era la segunda guardia de la noche. En el cielo no se veía una sola estrella. Una unidad de combate fue el primer grupo que bajó la colina, con el propósito de montar guardia en el curso superior e inferior del río Katsura. El cuerpo de intendencia, las unidades principales y la retaguardia llegaron tras ellos. Empezó a caer un súbito aguacero. Cuando los soldados habían cruzado la mitad del río, una blanca cortina de lluvia se abatió sobre ellos.

El viento se alzó también, un viento frío del noroeste. Los soldados de infantería musitaron entre ellos mientras contemplaban la oscura superficie del río.

—Tanto la corriente como el viento vienen hacia nosotros desde las montañas de Tamba.

Durante el día habrían podido ver. Oinosaka no estaba lejos, y sólo diez días antes habían cruzado esa población y abandonado la base de Akechi en el castillo de Kameyama. Sin embargo, los hombres tenían la sensación de que eso había ocurrido varios años antes.

—¡No caigáis! ¡Que no se os mojen las mechas! —gritaban los oficiales.

La fuerza de la corriente en el río Katsura era mucho más violenta que de ordinario, debido probablemente a las fuertes lluvias en las montañas.

Cruzó el cuerpo de lanceros, cada hombre sujetando la lanza del hombre que iba delante, seguidos por los fusileros, los cuales sujetaban las culatas y bocas de los cañones. Los jinetes que rodeaban a Mitsuhide galoparon a la orilla opuesta, dejando un reguero de espuma y burbujas. Desde algún lugar por delante de ellos se oía el sonido apagado de disparos esporádicos, mientras a lo lejos el cielo estaba lleno de chispas, probablemente debidas a los incendios de casas de campo. Sin embargo, en cuanto cesaron los disparos, los incendios también desaparecieron y regresó la oscuridad.

Pronto llegó corriendo un hombre con un informe.

—Nuestros hombres han hecho retroceder a un grupo de reconocimiento enemigo. Al retirarse han incendiado varias casas de campo.

Mitsuhide hizo caso omiso de este informe, avanzó a través de Kuga Nawate, pasó ante el castillo de Shoryuji, ocupado por sus propios hombres, y estableció resueltamente su campamento en Onbozuka, a unas quinientas o seiscientas varas más lejos, hacia el sudoeste. La lluvia que les había acosado durante los dos o tres últimos días cesó y las estrellas empezaron a brillar en un cielo que antes sólo había mostrado diferentes tonalidades de negrura.

Allí, en Onbozuka, mientras contemplaba la oscuridad en dirección a Yamazaki, Mitsuhide pensó que el enemigo también estaba silencioso. Se sentía profundamente emocionado y tenso al pensar que el ejército de Hideyoshi estaba ante él a una distancia de apenas media legua. Convirtió Onbozuka en el punto focal de toda su fuerza y, utilizando el castillo de Shoryuji como base de suministros, desplegó sus tropas en una línea desde el río Yodo, en el sudoeste, hasta el río Enmyoji, como si abriera un abanico. Cuando todas las unidades de avanzada se hubieron colocado en posición, casi había amanecido y el trazado del largo y ondeante río Yodo empezaba a hacerse visible.

De repente se oyó el eco de violentas andanadas en la dirección de Tennozan. El sol no se había levantado todavía y las nubes eran espesas y oscuras. Era el día trece del sexto mes, y tan temprano que no se oía ni siquiera el relincho de un solo caballo en la carretera de Yamazaki.

Desde el campamento principal de Mitsuhide en Onbozuka, los soldados vieron Tennozan a una media legua en dirección sudoeste. Ceñida a su lado izquierdo discurría la carretera a Yamazaki y un gran río, el Yodo.

***

Tennozan era una colina empinada, de unos novecientos pies en su punto más alto. El día anterior, cuando el ejército principal de Hideyoshi avanzó hasta Tonda, todos sus oficiales habían mirado directamente adelante y contemplado la montaña.

—¿Qué montaña es esa? —habían preguntado varios de ellos al guía local.

—¿Es eso Yamazaki, en las estribaciones orientales?

—El enemigo está en Shoryuji. ¿Dónde queda eso con relación a Tennozan?

Cada cuerpo debía ser acompañado por alguien que estuviera familiarizado con la disposición del terreno. Todo entendido en estrategia sabía que el bando que dominara el terreno alto se alzaría con la victoria.

Y todo general era también consciente de que el primer hombre que pusiera su estandarte en Tennozan lograría más gloria que el primero que consiguiese la primera cabeza en la llanura. Cada general había jurado que él sería ese hombre. La víspera del día trece, varios de los generales de Hideyoshi le habían pedido que adoptara su plan de ataque y confiaban en que recibirían la orden de atacar la montaña.

—Mañana tendrá lugar el combate decisivo —dijo Hideyoshi—. Yodo, Yamazaki y Tennozan serán los principales campos de batalla. Demostrad que sois dignos de que os llamen hombres. No compitáis entre vosotros ni penséis sólo en vuestra gloria. Recordad que el señor Nobunaga y el dios de la guerra os estarán mirando desde el cielo.

Pero en cuanto recibieron permiso de Hideyoshi, los fusileros corrieron hacia Tennozan, entusiasmados y en tumulto, en plena noche. Aquel lugar estratégico que había atraído las miradas de todos los generales de Hideyoshi también había llamado la atención de Mitsuhide, el cual había decidido marchar a toda velocidad, cruzar el río Katsura y llegar rápidamente a Onbozuka para tomar Tennozan.

Mitsuhide conocía la topografía de la zona tan bien como los generales de la vanguardia enemiga, Nakagawa Sebei y Takayama Ukon. Y, aunque contemplaban las montañas y ríos de la misma zona, la mente de Mitsuhide iba naturalmente más allá de los pensamientos que tenían los demás hombres.

Después de que Mitsuhide hubiera cruzado el río Katsura y marchado a través de Kuga Nawate, destacó una división de su ejército y la envió por otra ruta.

—Subid por el lado norte de Tennozan y tomad la cima de la montaña —les instruyó—. Si el enemigo ataca, defended vuestra posición y no cedáis ese punto estratégico.

Debe decirse que fue rápido. Las órdenes de Mitsuhide y sus acciones siempre eran oportunas, jamás perdía una ocasión de atacar. Sin embargo, esta vez las fuerzas de Hideyoshi, que ya habían llegado a Hirose en la vertiente meridional, también estaban en la montaña.

La oscuridad era completa y muchos de los soldados no estaban en absoluto familiarizados con el terreno.

—Aquí hay un sendero hacia arriba.

—No puedes ir por ahí.

—Sí, creo que podemos.

—Es un camino erróneo. Hay un peñasco por encima de nosotros.

Serpenteando alrededor del pie de la montaña, se apresuraron a buscar un camino que condujera a la cima.

Cuando dieron con él, era un sendero empinado y aún estaba oscuro. Como sabían que se encontraban entre aliados, los hombres avanzaban en fila sin saber con qué unidad o cuerpo estaban. Se limitaban a subir a toda prisa, resoplando, hacia la cima. Entonces, cuando creían que estaban cerca, les sorprendió una andanada de disparos.

El ataque procedía de los fusileros de Akechi a las órdenes de Matsuda Tarozaemon. Más tarde estuvo claro que los setecientos hombres del cuerpo de Matsuda habían sido divididos en dos unidades. Los soldados de Horio Mosuke, Nakagawa Sebei, Takayama Ukon e Ikeda Shonyu habían competido por ser los primeros en llegar a lo alto de Tennozan, pero fue sólo Hori Kyutaro quien ordenó a sus tropas que tomaran el cruce en el lado norte de las estribaciones. Rodeando rápidamente la base de la montaña, intentaron una acción del todo diferente: cortar la retirada al enemigo.

Como era de esperar, el ataque lateral interceptó al cuerpo de Matsuda y situó a su general, Matsuda Tarozaemon, ante sus mismos ojos. La colisión fue mucho más violenta que el choque en lo alto de la montaña. Se luchó cuerpo a cuerpo entre los pinos y las rocas diseminadas a lo largo de la cuesta. Las armas de fuego eran demasiado engorrosas, por lo que se luchó sobre todo con lanzas, espadas largas y alabardas.

Algunos cayeron de los riscos mientras luchaban a brazo partido con el enemigo. Algunos que inmovilizaban en el suelo a soldados enemigos fueron atravesados por la espalda. También había cuerpos de arqueros, y el zumbido de las flechas junto con las detonaciones de las armas de fuego eran incesantes, pero mucho más fuertes eran los gritos de guerra de los quinientos o seiscientos hombres, unos gritos que no parecían proceder de sus gargantas sino de todo su ser, incluso de sus cabellos y poros.

Los hombres avanzaban y se veían obligados a retroceder, y por fin el sol empezó a alzarse. Por primera vez en largas horas se hizo visible el cielo azul surcado de nubes blancas. Parecía que la escasez de sol en los últimos días había dejado mudas a las cigarras, y en lugar de sus chirridos, los gritos de guerra de los soldados sacudían la montaña. Muy pronto las laderas estuvieron cubiertas de cuerpos ensangrentados, amontonados unos sobre otros. Un cuerpo estaba tendido patéticamente en un lugar, mientras que otros dos o tres parecían haber caído unos encima de los otros a corta distancia. La visión de los cadáveres espoleaba a los guerreros, y los soldados que pasaban por encima de los cuerpos de sus camaradas entraban en un espacio más allá de la vida y la muerte. Esto era tan cierto para los soldados del cuerpo de Hori como para los hombres de Akechi.

La situación en la cima de la montaña no estaba clara, pero también allí una victoria podría ir seguida rápidamente por una derrota. Durante la lucha, los gritos lanzados por los hombres de Matsuda cambiaron de improviso y parecieron los sonidos que produce entre sollozos un niño que llora. El optimismo se había mudado en desesperación.

—¿Qué ocurre?

—¿Por qué estamos retrocediendo? ¡No os retiréis!

Desconfiando de la confusión de sus camaradas, algunos de los hombres que formaban el cuerpo de Matsuda gritaron coléricos. Pero también aquellos hombres corrieron rápidamente hacia el pie de la montaña como si se los llevara por delante una avalancha. Su general, Matsuda Tarozaemon, había sido alcanzado por una bala y sus ayudantes se lo llevaban a hombros a la vista de sus tropas.

—¡Atacad! ¡Matadlos!

La mayor parte del cuerpo de Hori ya había emprendido la persecución, pero Kyutaro gritaba a voz en cuello, tratando de detener a sus hombres.

—¡No los persigáis!

Sin embargo, en el ímpetu de aquellos momentos la orden de refrenarse surtió poco efecto. Como era de esperar, la vanguardia del cuerpo de Matsuda bajó en cascada por la montaña como un arroyo fangoso. No habían llegado refuerzos y su general había sido herido. No tenían más alternativa que huir.

El número de soldados que formaban el cuerpo de Hori había sido muy inferior a las fuerzas de Akechi. Ahora, sin una batalla real y sin nada que los retuviera, eran arrojados montaña abajo y aplastados bajo los pies de un cuerpo enemigo que bajaba corriendo por la empinada ladera. La sección del cuerpo de Hori que había perseguido al enemigo montaña abajo se vio ahora atrapada en un movimiento de tenaza, tal como Kyutaro había temido, y se produjo un combate atroz.

En aquel momento, las fuerzas combinadas de los cuerpos de Horio, Nakagawa, Takayama e Ikeda estaban llegando a lo alto de la montaña.

—¡Hemos ganado!

—¡Tennozan es nuestro!

Se alzó el primer grito de victoria de la batalla. Hideyoshi había estado esperando la llegada de Nobutaka al río Yodo, y por ello no había llegado aún a la línea del frente. Atardecía, era aproximadamente la hora del carnero, cuando añadió las fuerzas de Nobutaka y Niwa Nagahide a su propio ejército y avanzó al campamento central. La humedad dejada por la lluvia matinal se había secado bajo el cálido cielo, tanto hombres como caballos estaban cubiertos de sudor y polvo y las brillantes armaduras y túnicas se habían vuelto blancas. El único objeto que brillaba en aquel día caluroso y polvoriento era el estandarte con las calabazas doradas de Hideyoshi.

Mientras todavía había ecos de disparos en Tennozan, todas las casas del pueblo parecían vacías. Sin embargo, cuando las fuerzas de Akechi se retiraron y la nueva oleada de armaduras inundó las calles, aparecieron de súbito en los umbrales cubos de agua, montones de sandías y recipientes de té de cebada. Mientras las tropas de Hideyoshi avanzaban por las calles, incluso las mujeres aparecían entre la multitud de aldeanos y les deseaban suerte.

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