Taiko (20 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Llevando consigo el sucio fardo de paja, asomó la cabeza a la puerta de la cocina.

—Disculpad, pero me preguntaba si me prestaríais un cazo y un fogoncillo. Quisiera hacerme la cena.

El personal de la cocina se quedó mirándole sin comprender.

—¿De dónde diablos has salido?

—Su señoría me ha traído aquí. Quisiera hervir los caracoles de estanque que he recogido en los arrozales.

—Caracoles de estanque, ¿eh?

—Me han dicho que son buenos para el estómago, así que me como unos cuantos todos los días. Es que el estómago se me trastorna con facilidad.

—Se comen con pasta de judías. ¿Tienes?

—Sí.

—¿Y arroz?

—También tengo arroz, gracias.

—Bueno, hay cacharros y un fogón encendido en el aposento de los sirvientes. Hazlo allí.

Tal como hacía cada noche en las baratas casas de huéspedes, Hiyoshi preparó una pequeña porción de arroz, hirvió sus caracoles de estanque y cenó. Luego fue a acostarse. Dado que el aposento de los sirvientes era mejor que el establo, se quedó allí hasta medianoche, cuando los sirvientes finalizaron sus tareas y regresaron.

—¡Eh, tú, cerdo! ¿Quién te ha dicho que podías dormir aquí?

Le dieron puntapiés, le levantaron y le echaron afuera. Al regresar al establo, se encontró con que el caballo del mensajero estaba allí y, aunque profundamente dormido, parecía decirle: «Éste tampoco es tu sitio».

El sonido del tamboril había cesado y la pálida luna se estaba desvaneciendo. Hiyoshi ya no tenía sueño y no podía permanecer ocioso. Le era indiferente que se tratara de trabajo o diversión, pero si no se entregaba ni a lo uno ni a la otra no tardaba en aburrirse.

Empezó a barrer el establo, diciéndose que quizá saldría el sol mientras estuviera haciéndolo, recogió el estiércol de caballo y lo amontonó junto con las hojas caídas y la paja, fuera de la vista del señor.

—¿Quién está ahí afuera? —preguntó alguien. Hiyoshi detuvo la escoba y miró a su alrededor—. Ah, es el vendedor de agujas.

Hiyoshi vio entonces que la voz procedía de las letrinas en el extremo de la terraza de la casa principal. Distinguió el rostro de Kahei en el interior.

—Oh, sois vos, mi señor.

Mientras tomaba sake con el mensajero, que era un gran bebedor, Kahei había bebido más de la cuenta. Ahora, casi sobrio de nuevo, preguntó en tono fatigado:

—¿Falta poco para que amanezca?

Desapareció de la ventana, abrió los postigos contra la lluvia de la terraza y contempló la luna que se difuminaba.

—El gallo todavía no ha cantado, de modo que aún falta un poco para el alba.

—Vendedor de agujas..., no, te llamaremos Mono..., ¿por qué estás barriendo el jardín en plena noche?

—No tenía nada que hacer.

—Probablemente sería una buena idea dormir un poco.

—Ya he dormido. Cuando duermo durante algún tiempo, por alguna razón ya no puedo seguir durmiendo.

—¿Hay por ahí unas sandalias?

Hiyoshi encontró en seguida un par de sandalias de paja nuevas y las colocó de manera que Kahei pudiera calzárselas fácilmente.

—Aquí las tenéis, señor.

—Hoy mismo has llegado aquí y dices que ya has dormido lo suficiente. ¿Cómo es que conoces ya la disposición del terreno?

—Os ruego que me disculpéis, señor.

—¿Por qué?

—No soy en absoluto suspicaz, pero en esta clase de mansión, incluso cuando estoy dormido, los distintos sonidos que oigo me indican dónde están situadas las cosas, la extensión del terreno, el sistema de desagüe y el emplazamiento de los fuegos.

—Humm, ya veo.

—Antes me había fijado dónde estaban las sandalias de paja. Se me ocurrió que alguien podría salir y pedir unas sandalias.

—Lo siento. Me había olvidado de ti por completo.

Hiyoshi se echó a reír pero no replicó. Aunque no era más que un muchacho, no parecía respetar gran cosa a Kahei. Éste le preguntó entonces por sus antecedentes y si tenía esperanzas de servir a alguien. Hiyoshi le aseguró que así era. Tenía puestas grandes esperanzas en el futuro y recorría las provincias desde los quince años de edad.

—¿Te has pasado dos años recorriendo las provincias con el deseo de servir a un samurai?

—Sí.

—En ese caso, ¿por qué eres todavía un vendedor de agujas? —inquirió Kahei mordazmente—. Buscar durante dos años sin encontrar un patrono... Me pregunto si hay algo torcido en ti.

—Tengo aspectos buenos y malos, como cualquier otro hombre. Al principio me pareció que cualquier patrono o cualquier casa de samurai bastarían para mí, pero cuando salí al mundo empecé a ver las cosas de un modo distinto.

—¿Distinto? ¿En qué sentido?

—Al ir por ahí y considerar a la clase guerrera en su conjunto, los buenos generales, los malos generales, los señores de provincias grandes y pequeñas, llegué a pensar que no hay nada más importante que elegir un buen patrono. Así pues, decidí seguir vendiendo agujas y, antes de que me diera cuenta, habían pasado dos años.

Kahei pensó que el muchacho era inteligente, pero también tenía algo de necio, y aunque había cierta verdad en lo que decía, parecía muy pretencioso y resultaba poco creíble. Pero había algo que estaba fuera de toda duda: no se trataba de un joven ordinario. En aquel momento tomó la decisión de emplear a Hiyoshi como sirviente.

—¿Quieres entrar a mi servicio?

—Gracias, mi señor —respondió Hiyoshi con escaso entusiasmo—. Lo intentaré.

La insulsa respuesta de Hiyoshi no satisfizo a Kahei, pero no pasó por sus mientes, como nuevo patrono de aquel joven errante sin más atuendo que una delgada prenda de algodón, que él mismo pudiera ser deficiente en algún aspecto.

Como los samurais de los demás clanes, los de Matsushita recibían un adiestramiento intensivo en el dominio del caballo, indispensable para combatir. Al amanecer salían de sus dormitorios provistos de lanzas y espadas de práctica y se dirigían al campo abierto delante del almacén de arroz.

Lanzaban gritos de guerra y la lanza chocaba con la lanza, la espada con la espada. Por la mañana, todo el mundo, hasta el samurai de rango más bajo en la cocina y los hombres que montaban guardia, daban de sí al máximo y regresaban del campo con los rostros de un rojo brillante a causa del esfuerzo. Pronto se extendió por la mansión la noticia de que Hiyoshi había sido admitido como servidor. Los ayudantes del establo le trataban como a un novato y le mandaban de acá para allá.

—¡Eh, Mono! A partir de ahora, cada mañana, después de que saquemos los caballos a pacer, limpia los establos y entierra el estiércol en ese bosquecillo de bambú.

Después de que hubiera terminado de recoger el estiércol de caballo, uno de los samurais de más edad le ordenó que llenara las tinajas de agua y luego que partiera que leña. Mientras estaba partiendo la leña, le ordenaron que hiciera otra cosa. En una palabra, era el criado de los criados.

Al principio era popular. La gente comentaba: «No se enfada por nada, ¿verdad? Su buena cualidad es que, no importa lo que pidas que haga, no se enfada». Gustaba a los samurais jóvenes, pero a la manera en que a los niños les gusta un juguete nuevo, y a veces le hacían regalos. Pero no pasó mucho tiempo antes de que la gente empezara a quejarse de él.

—Siempre está discutiendo.

—Adula al patrono.

—Nos toma por idiotas.

Como los samurais más jóvenes exageraban mucho las faltas pequeñas, en ocasiones las quejas sobre Hiyoshi llegaban a oídos de Kahei.

—Veamos qué tal va —decía a sus servidores, y dejaba correr el asunto.

Que la esposa de Kahei y los niños siempre preguntaran por el Mono irritaba todavía más a los demás jóvenes de la casa. El perplejo Hiyoshi llegó a la conclusión de que era difícil vivir entre personas que no querían entregarse al trabajo, como él mismo prefería hacer.

Obligado a vivir en el mundo de los sirvientes, donde imperaban los sentimientos mezquinos, Hiyoshi estudiaba la naturaleza humana. Con el clan de Matsushita como punto de referencia, podía comprender dónde residía la fortaleza y los puntos flacos de los grandes clanes a lo largo de la carretera costera. Estaba contento de haberse convertido en sirviente, pues ahora podía entender parcialmente el verdadero estado del país, que no había sido capaz de aquilatar cuando erraba de un lugar a otro. Un sirviente ordinario, que trabajara tan sólo para comer y sobrevivir, difícilmente sabría cómo era realmente el mundo. Pero la mente de Hiyoshi siempre estaba sobre aviso. Era como contemplar las piedras sobre un tablero de go y comprender los movimientos de los jugadores.

A menudo llegaban mensajeros del clan Imagawa de Suruga, así como de las provincias vecinas de Mikawa y Kai. Hiyoshi empezó a ver una pauta en sus idas y venidas, y llegó a la conclusión de que Imagawa Yoshimoto, señor de Suruga, trataba de hacerse con el poder supremo en el territorio. Probablemente la realización de su objetivo estaba muy lejana, pero ya efectuaba los movimientos iniciales para entrar en la capital, Kyoto, aparentemente para proteger al shogun, pero en realidad para gobernar el país en su nombre.

En el este se encontraban los poderosos Hojo de Odawara; los Takeda de Kai se hallaban en el flanco norte y, cerrando la carretera que llevaba a la capital, estaba el dominio de los Tokugawa de Mikawa. Rodeado de tal manera, Yoshimoto había intentado primero sojuzgar Mikawa. Tokugawa Kiyoyasu, señor de Mikawa, se había sometido a Yoshimoto, resignándose a ser su servidor. El hijo de Kiyoyasu, Hirotada, no le sobrevivió mucho tiempo, y su sucesor, Ieyasu, vivía ahora como rehén en Sumpu.

Yoshimoto había nombrado a uno de sus propios servidores gobernador del castillo de Okazaki, poniéndole al frente de la administración de Mikawa y la recaudación de impuestos. Los servidores de los Tokugawa eran obligados muy contra su voluntad a servir a los Imagawa, y todos los ingresos y suministros militares de la provincia, con la excepción de sus gastos corrientes diarios, iban a parar al castillo de Yoshimoto en Suruga. Hiyoshi pensaba que el futuro de Mikawa era realmente sombrío. Sus viajes de buhonero le habían permitido saber que los hombres de Mikawa eran testarudos y orgullosos: no se someterían con docilidad indefinidamente.

Pero el clan al que observaba con más atención era, por supuesto, el de los Oda de Owari. Aunque ahora Hiyoshi estuviera lejos de Nakamura, Owari era su lugar de nacimiento y el hogar de su madre. Vistos desde la mansión de Matsushita, la pobreza y el pequeño tamaño de Owari hacían que su comparación con las demás provincias fuese desfavorable, con la excepción de Mikawa. El contraste con el refinado y próspero dominio de Imagawa era especialmente sorprendente. Su pueblo natal de Nakamura era pobre, así como su propio hogar ¿Qué llegaría a ser de Owari? Hiyoshi pensaba que, algún día, algo que mereciera la pena podría crecer en aquel pobre suelo Despreciaba las maneras decadentes tanto de las clases altas como de las bajas en el dominio de Imagawa. Imitaban las costumbres de la corte, una práctica que Hiyoshi consideraba peligrosa desde hacía mucho tiempo.

Últimamente, los mensajeros acudían con más frecuencia, lo cual significaba para Hiyoshi que tenían lugar conversaciones para unir las provincias de Suruga, Kai y Sagami mediante un pacto de no agresión, con el clan Imagawa como el centro. Naturalmente, el principal proponente era Imagawa Yoshimoto. Antes de dirigirse a la capital, al frente de un gran ejército, tendría que asegurarse la fidelidad de los Hojo y los Takeda. Como primer paso, Yoshimoto había decidido casar a su hija con el hijo mayor de Takeda Shingen y lograr que una de las hijas de Shingen se casara con un miembro de la familia Hojo. Esto, junto con los pactos militares y económicos, convertía a Imagawa en una potencia de la costa oriental con la que era preciso contar. Ese poder se reflejaba en el porte de los servidores de Imagawa. Un hombre como Matsushita Kahei se diferenciaba de los servidores inmediatos de Yoshimoto, pero también él tenía una riqueza incomparablemente superior a la de las casas de samurais que Hiyoshi conocía en Kiyosu, Nagoya y Okazaki. Los invitados eran numerosos, e incluso los sirvientes parecían vivir de una manera espléndida.

—¡Mono!

Nohachiro estaba buscando a Hiyoshi en el jardín.

—Aquí estoy.

Nohachiro alzó la vista al tejado.

—¿Qué haces ahí arriba?

—Estoy reparando el tejado.

Nohachiro se quedó asombrado.

—Te estás esforzando demasiado en un día tan caluroso. ¿Por qué lo haces?

—Hasta ahora ha hecho buen tiempo, pero pronto llegarán las lluvias de otoño. Si avisáis a los reparadores de tejados después de que empiecen las lluvias será demasiado tarde, así que busco las tablas partidas y las reparo.

—Por eso eres aquí tan poco popular. A mediodía, todos los demás se han buscado un lugar a la sombra.

—Si trabajara cerca de los demás, interrumpiría su siesta. Aquí arriba no molesto a nadie.

—Estás mintiendo. Apuesto a que estás ahí arriba para estudiar la disposición del terreno.

—Pensar eso es muy propio de ti, señor Nohachiro, pero si un hombre no toma nota de las cosas, cuando surja una emergencia no podrá defenderse.

—No hables de esa manera. Si el patrono se entera, va a enfadarse. ¡Baja de ahí!

—Ahora mismo. ¿Tienes algún trabajo para mí?

—Esta noche vienen invitados.

—¿Otra vez?

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Quiénes vienen?

—Un estudiante de artes marciales que ha viajado por todo el país.

—¿Cuántos forman el grupo?

Hiyoshi bajó del tejado. Nohachiro sacó un pergamino.

—Esperamos al sobrino del señor Kamiizumi de Ogo, Hitta Shohaku. Viaja con doce de sus hombres. Habrá otro jinete con tres caballos de carga y sus ayudantes.

—Es un grupo bastante numeroso.

—Esos hombres han dedicado sus vidas al estudio de las artes marciales. Habrá mucho equipaje y caballos, así que despeja el almacén en los aposentos de los trabajadores y los alojaremos ahí. Ese lugar ha de estar barrido esta noche, antes de que lleguen.

—Sí, señor. ¿Estarán mucho tiempo?

—Unos seis meses —respondió Nohachiro, mientras se enjugaba el sudor de la cara. Parecía cansado.

***

Por la noche Shohaku y sus hombres detuvieron sus caballos ante el portal y se sacudieron el polvo de sus ropas. Los servidores veteranos y jóvenes salieron a recibirlos y les dieron una exquisita y ceremoniosa bienvenida. Hubo largos parlamentos de salutación por parte de los anfitriones y una réplica no menos respetuosa y elocuente de Shohaku, un hombre de unos treinta años. Una vez terminadas las formalidades, los sirvientes se encargaron de los caballos de carga y el equipaje, y los huéspedes, con Shohaku en cabeza, entraron en los terrenos de la mansión.

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