Authors: Eiji Yoshikawa
Nobunaga miró a través de los olmos, tal vez porque había avistado siluetas de halcones en el cielo azul. Las espadas que pendían de su cintura tintineaban tenuemente al chocar entre ellas y con los demás objetos que colgaban del cinto.
Después de que Nobunaga pasara de largo, los servidores de Dosan reprimieron el deseo de echarse a reír. Sus semblantes reflejaban cuánto se habían esforzado para no reírse de aquella ridícula ostentación.
—¿Ya está? —preguntó Dosan—. ¿Es ése el final de la comitiva?
—Sí, ya ha pasado toda.
—¿Le habéis visto bien?
—Desde cierta distancia.
—Pues bien, su aspecto no contradice a los rumores. Tiene buenas facciones y un físico aceptable, pero algo le falta aquí arriba.
Dosan se llevó un dedo a la cabeza, sonriendo con aparente satisfacción.
Varios servidores entraron precipitadamente por la puerta trasera.
—Por favor, señor, daos prisa. Una cosa es que Nobunaga sospeche algo, pero ¿y si lo hacen también sus servidores? ¿No deberíamos estar en el templo primero?
Salieron en avalancha por la puerta trasera de la casa y se encaminaron al templo por un sendero oculto. En el mismo momento en que la vanguardia de los samurais de Owari se detenía ante el portal del Shotokuji, entraron rápidamente por la puerta trasera, actuando como si nada hubiera ocurrido. Se cambiaron rápidamente y fueron a la entrada principal. El portal del templo estaba lleno de gente. Como todos los hombres procedentes de Mino habían sido convocados para asistir a la ceremonia formal, la entrada principal del templo, el gran vestíbulo y la sala de recepción de los invitados estaban desiertos, abandonados al viento.
Kasuga Tango, uno de los servidores de más alto rango de Dosan, se volvió hacia su señor, que había tomado asiento, y le preguntó en voz baja cómo se proponía dirigir la entrevista. Dosan sacudió la cabeza.
—No hay motivo para que yo vaya.
A su modo de ver, Nobunaga era sólo su yerno.
Todo habría ido como una seda si el asunto no hubiera pasado de ahí, pero Nobunaga era el señor de una provincia, del mismo modo que lo era Dosan, y sus servidores habían dado por supuesto que la etiqueta sería la de unos hombres que se entrevistan en pie de igualdad. Aunque Dosan era también el suegro de Nobunaga, ¿no sería más apropiado seguir las formas de un primer encuentro entre dos señores feudales provinciales? Así pensaba Tango, y planteó su criterio no sin vacilación. Dosan le replicó que no sería necesario.
—En ese caso, ¿qué os parece si voy yo solo?
—No, eso tampoco es necesario. Bastará con que Hotta Doku vaya a saludarle.
—Si mi señor lo cree así...
—Tú asistirás al encuentro. Encárgate de que los setecientos hombres en el corredor que conduce a la sala estén alineados y en actitud digna.
—Ya deben de estar ahí.
—Haz que los auténticos veteranos se oculten y diles que carraspeen cuando mi yerno pase por su lado. Que los arqueros y mosqueteros permanezcan en el jardín. En cuanto a los demás, diles que se muestren altivos.
—Así lo harán, por descontado. Jamás tendrán una oportunidad mejor de mostrar la fuerza de Mino y descorazonar a tu yerno y sus hombres. Todos estamos dispuestos.
Dosan volvió al problema de la entrada principal.
—Este yerno mío es más necio de lo que creía. Cualquier clase de comida y de etiqueta bastarán. Estaré esperando en la sala de recepción.
Dosan parecía deseoso de bostezar, y se estiró al tiempo que se levantaba para marcharse.
Tango pensó que quizá tendría que mejorar sus órdenes. Fue al corredor, inspeccionó a los guardianes y luego llamó a un subordinado y le susurró algo al oído.
Nobunaga estaba subiendo los escalones de la entrada principal. Había más de un centenar de servidores de Saito, desde ancianos del clan hasta samurais jóvenes todavía en periodo de prueba. Se arrodillaron, hombro contra hombro, y saludaron al recién llegado inclinándose hasta tocar el suelo.
De repente Nobunaga se detuvo en seco.
—¿Hay por aquí una habitación para descansar? —preguntó sin la menor reserva, y los sorprendidos interlocutores se quedaron en silencio.
—¡Sí, mi señor!
Todas las cabezas inclinadas se alzaron simultáneamente. Hotta Doku avanzó palmo a palmo y se postró a los pies del señor de Owari.
—Seguidme, por favor. Tened la bondad de descansar aquí un rato, mi señor.
Se inclinó y precedió al invitado a la derecha del gran portal y a lo largo de un pasillo elevado. Nobunaga miró primero a la derecha y luego a la izquierda.
—Vaya, qué bonito es este templo. Fijaos, las glicinas están en plena floración. ¡Qué aroma tan agradable!
Abanicándose, entró en la habitación con sus acompañantes. Tras descansar alrededor de una hora, Nobunaga salió de detrás de un biombo.
—¡Eh, los de ahí! —gritó—. Necesito que alguien me muestre el camino. Supongo que mi suegro quiere celebrar una entrevista, ¿no es cierto? ¿Dónde está el señor de Mino?
Habían vuelto a peinarle, estirándole el cabello hacia atrás y atándolo. En lugar de la prenda de pieles de leopardo y tigre con una sola manga, llevaba una falda con una abertura longitudinal y una blusa de seda blanca con el blasón de su familia bordado en hilo de oro, bajo una casaca formal sin mangas con un estampado de paulonias sobre un fondo violeta intenso. Sujetaba la espada corta bajo la faja y llevaba en la mano la espada larga. Se había transformado en la verdadera imagen de un elegante joven cortesano.
Los hombres de Mino abrieron mucho los ojos, e incluso los propios servidores de Nobunaga, que estaban acostumbrados a verle con atuendos extravagantes, se sorprendieron. Nobunaga avanzó sin la menor vacilación por el corredor. Miró en ambas direcciones y dijo en voz resonante:
—Me siento incómodo acompañado de esta manera. ¡Prefiero reunirme a solas con mi suegro!
Doku hizo un guiño a Kasuga Tango, el cual acababa de reunirse con ellos. Colocándose a cada lado de la sala principal, se presentaron solemnemente:
—Soy Hotta Doku, servidor superior del señor Dosan de Saito.
—También yo soy un servidor superior. Me llamo Kasuga Tango. Has hecho un largo viaje y me alegra ver que has llegado sin contratiempo. Es realmente oportuno que el día de esta reunión sea tan espléndido.
Mientras los dos hombres todavía estaban saludándole, Nobunaga avanzó a paso vivo por el suelo pulimentado del corredor, en cuyas paredes se alineaban los hombres.
—Ah, esto si que está bien tallado —comentó, mirando el travesaño en el trecho. Hacía caso omiso de los guerreros, como si no fuesen más que hierba al lado del camino. Al llegar a la sala de recepción, preguntó a Doku y Tango—: ¿Es aquí?
—Sí, mi señor —respondió Doku, todavía sin aliento tras haber seguido rápidamente a Nobunaga.
Éste asintió con aire de indiferencia y pasó del corredor a la sala. Totalmente a sus anchas, se sentó y apoyó en la columna que se alzaba en el extremo de la habitación. Alzó la vista, como para admirar las pinturas en el techo calado. Su mirada era fría y sus facciones reflejaban sosiego. Probablemente ni siquiera los cortesanos tenían unos rasgos tan bien ordenados, pero quien sólo prestara atención a su aspecto, pasaría por alto la expresión desafiante de sus ojos. En un rincón de la estancia se oyeron unos ligeros crujidos mientras un hombre se incorporaba. Dosan salió de las sombras y tomó asiento con porte digno, en una posición superior a la de Nobunaga.
Nobunaga pretendió no reparar en él, o más bien fingió indiferencia mientras jugueteaba con su abanico. Dosan miró a un lado. No existía ninguna regla sobre la manera en que un suegro debería hablar a su yerno. Se mantuvo firme y en silencio. La atmósfera era tensa. Dosan tenía la sensación de que una infinidad de agujas le punzaban la frente. A Doku la tensión le resultó insoportable, por lo que se acercó al lado de Nobunaga e inclinó la cabeza hasta tocar el tatami.
—El caballero ahí sentado es el señor Saito Dosan. ¿Os importaría saludarle, mi señor?
—¿Ah, sí? —replicó Nobunaga y, apartándose de la columna, se enderezó. Hizo una sola inclinación de cabeza y dijo—: Soy Oda Nobunaga. Es un placer conoceros.
Con el cambio de postura y el saludo de Nobunaga, los modales de Dosan también se suavizaron.
—He esperado este encuentro durante largo tiempo, y me siento feliz porque hoy puedo por fin realizar este deseo tan acariciado.
—Mi corazón también se alegra. Mi suegro se está haciendo viejo, pero avanza por la vida con buena salud.
—¿Qué quieres decir con eso de que me estoy haciendo viejo? He cumplido los sesenta este año, pero no me siento viejo en absoluto. ¡Tú eres todavía un pollo que acaba de salir del huevo! ¡Ja, ja! El apogeo de la virilidad empieza a los sesenta.
—Me satisface tener un suegro en quien puedo confiar.
—En cualquier caso, éste es un día bendito. Confío en que la próxima vez que nos reunamos me muestres la cara de un nieto.
—Será un placer.
—¡Mi yerno es un hombre franco! ¡Tango!
—Sí, mi señor.
—Comamos.
Dosan dio una segunda orden con la mirada.
—Desde luego.
Tango no estaba seguro de haber entendido correctamente el significado de la mirada de su señor, pero la aspereza en el semblante de éste había desaparecido en el curso de la reunión, y el servidor llegó a la conclusión de que significaba un cambio de actitud: ahora el viejo trataría de complacer a su yerno. En vez de la sencilla comida que le había encargado inicialmente, habría que presentar unos platos más elaborados.
Dosan pareció satisfecho con las disposiciones tomadas por Tango y exhaló un suspiro de alivio. Suegro y yerno estaban intercambiando brindis. La conversación tomaba un giro amistoso.
—¡Ah, ahora recuerdo! —exclamó de repente Nobunaga, como si se le acabara de ocurrir algo—. Señor Dosan..., mi querido suegro..., hoy, cuando venía hacia aquí, me he topado con un individuo curioso de veras.
—¿Cómo es eso?
—Era un viejo raro que se parecía a vos y que miraba a hurtadillas mi comitiva desde la ventana rota de una choza. Aunque ésta es la primera entrevista con mi suegro, al veros..., bueno, ese hombre y vos os parecéis como dos gotas de agua. ¿Verdad que es curioso?
Nobunaga se echó a reír y ocultó la boca detrás del abanico semiabierto.
Dosan permaneció en silencio, como si hubiera tomado una sopa amarga. Tanto Hotta Doku como Kasuga Tango sudaban profusamente. Una vez terminada la comida, Nobunaga dijo:
—Bien, creo que me he quedado aquí más tiempo del conveniente. Quisiera cruzar el río Hida y llegar al alojamiento de esta noche antes de que se ponga el sol. Con vuestro permiso.
—¿Ya te marchas? —Dosan se levantó también—. Me resisto a verte marchar, pero te acompañaré hasta allí.
También él tenía que regresar a su castillo antes de que anocheciera.
El bosque de lanzas de dieciocho pies de altura dio la espalda al sol de la tarde y partió hacia el este. Comparados con ellos, los lanceros de Mino parecían bajos y faltos de espíritu.
Dosan subió a su palanquín y, mientras le transportaban con el inevitable zarandeo, comentó pesaroso a sus servidores:
—Ah, no quiero vivir mucho más. ¡Llegará el día en que mis hijos suplicarán a ese idiota que les perdone la vida! Sin embargo, es inevitable.
***
El tambor de guerra resonaba y el sonido espectral de la caracola flotaba sobre los campos. Algunos de los hombres de Nobunaga nadaban en el río Shonai, otros cabalgaban por los campos o se adiestraban con lanzas de bambú. Al oír el sonido de la caracola, todos dejaron lo que estaban haciendo y se alinearon delante de la choza, esperando que Nobunaga montara en su caballo.
—Es hora de regresar al castillo.
Nobunaga había nadado durante más de una hora, había tomado el sol en la orilla y luego había vuelto a zambullirse, retozando como un trasgo del río. Finalmente ordenó el regreso y caminó a paso vivo hasta su choza improvisada. Se quitó la faja blanca que se ponía cuando nadaba, se secó y se vistió con prendas de caza y armadura ligera.
—Mi caballo —ordenó impaciente.
Sus órdenes siempre ponían nerviosos a sus servidores, los cuales trataban de ser comprensivos pero a menudo se sentían confusos, pues su joven señor era juguetón y proclive a actuar de maneras inesperadas. El contrapeso era Ichikawa Daisuke. Cuando el carácter impetuoso de Nobunaga confundía a sus subordinados, bastaba una palabra de Daisuke para que soldados y caballos no tardaran en estar alineados como hileras de plántulas de arroz.
Una expresión satisfecha apareció en el semblante de Nobunaga. Colocándose en el centro de la comitiva, ordenó el regreso al castillo de Nagoya y los hombres se alejaron del río. El ejercicio de la jornada había durado unas cuatro horas. El ardiente sol de mediados del verano caía a plomo sobre sus cabezas. Caballos y hombres empapados de sudor proseguían su avance. Vapores fétidos se alzaban de la marisma. Los verdes saltamontes se apartaban del camino saltando y emitiendo agudos zumbidos. El sudor se deslizaba por los pálidos rostros de los hombres. Nobunaga usaba el codo para enjugarse el sudor de la cara. Gradualmente recuperó su color, junto con su naturaleza desmandada y caprichosa.
—¿Quién es esa criatura de extraño aspecto que corre por allí?
Los ojos de Nobunaga parecían estar en todas partes. Media docena de soldados, que habían visto al hombre ante Nobunaga, corrieron a través de la hierba que les llegaba a los hombros hasta el lugar donde se escondía Hiyoshi. Éste había esperado desde la mañana una oportunidad para acercarse a Nobunaga, a quien había observado secretamente en el río. Con anterioridad los guardianes le habían obligado a salir corriendo, por lo que había decidido encontrar la ruta que seguiría Nobunaga para regresar al castillo y se había escondido entre las altas hierbas al lado del camino.
«¡Ahora o nunca!», se dijo. Su cuerpo y su alma eran uno solo, y lo único que podía ver era al señor de Owari a caballo. Hiyoshi gritó a voz en cuello, sin saber lo que estaba diciendo. No se le ocultaba que su vida corría peligro. Antes de que pudiera acercarse a su ídolo y hacerse oír, existía la clara posibilidad de que acabaran con él las largas lanzas de los guardianes. Pero no tenía miedo. O bien avanzaría sobre la ola de su ambición o bien le arrastraría la resaca.