Taiko (19 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—Sí, pero ¿qué podemos hacer?

—Si no incendian la ciudad, no es probable que las fuerzas de Sagiyama se muevan. Debemos ocuparnos del origen del fuego antes de que se produzca.

Mitsuhide parecía una persona distinta. Se volvió hacia Shichinai y los demás, con la lanza a punto. Shichinai y sus hombres se desplegaron en círculo.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Shichinai a Mitsuhide—. ¿Nos apuntas con una lanza? Y una mala lanza, por cierto.

—Eso es exactamente lo que estoy haciendo —replicó Mitsuhide con voz firme—. Nadie va a irse de aquí, pero si lo pensáis con el debido cuidado, me obedecéis y abandonáis la idea de cometer esa atrocidad esta noche, y si volvéis al pueblo de Hachisuka, os perdonaremos la vida y yo os compensaré lo mejor que pueda. ¿Qué me dices?

—¿Crees seriamente que podemos marcharnos ahora?

—Estamos en una crisis que podría provocar el hundimiento de todo el clan Saito. Quiero evitar un incidente capaz de arruinar tanto a Inabayama como a Sagiyama.

—¡Idiota! —gritó un hombre airado—. Todavía estás con la leche en los labios. ¿Crees que puedes detenernos? Si lo intentas, serás el primero en morir.

—Desde el principio estaba preparado para morir. —Las cejas de Mitsuhide estaban enarcadas como las de un demonio—. ¡Mitsuharu! —gritó, sin cambiar de postura—. Esto es una lucha a muerte. ¿Estás conmigo?

—¡Claro que sí! No te preocupes por mí.

Mitsuharu ya había desenvainado su larga espada y estaba junto a Mitsuhide, espalda contra espalda. Mitsuhide mantenía un rayo de esperanza y apeló una vez más a Shichinai.

—Si te preocupa la pérdida de prestigio cuando regreses a Hachisuka, ¿por qué no me llevas como rehén, a pesar de mi escaso mérito? Veré al señor Koroku y discutiré con él este asunto. Así podremos llegar a una solución sin derramar sangre.

Por pacientes y razonables que fuesen estas palabras, su adversario las percibió como gemidos. Los hombres de Hachisuka eran más de veinte contra sólo dos.

—¡Calla! ¡No le escuchéis! ¡Ya casi ha pasado la hora del perro!

Un par de hombres lanzaron gritos de guerra, y los dos primos se vieron rodeados por los colmillos de una jauría de lobos, con alabardas, lanzas y espadas por todos los lados. Los gritos de los hombres y el estrépito de las armas al chocar se mezclaban con el rugido del viento, y el lugar se convirtió rápidamente en un horrible torbellino de guerra.

Las espadas se rompían y sus fragmentos salían volando. Las lanzas perseguían a las rociadas de sangre en huida. A Hiyoshi le pareció que era demasiado peligroso estar en medio de aquella carnicería, por lo que se apresuró a trepar a un árbol. No era la primera vez que veía espadas desenvainadas, pero sí la primera que se hallaba en una batalla real. ¿Se transformaría Inabayama en un mar de llamas? ¿Habría una batalla entre Dosan y Yoshitatsu? Cuando comprendió que era una lucha a vida o muerte, se excitó como jamás lo había estado en su vida.

Bastó con que cayeran muertos dos o tres hombres para que los Hachisuka huyeran por el bosque.

«¡Ah! ¡Están huyendo!», se dijo Hiyoshi, y por si regresaban se quedó prudentemente en lo alto del árbol, probablemente un castaño, porque algo le punzaba en las manos y la nuca. Varios frutos y ramitas cayeron al suelo, pues el temporal de viento sacudía el ramaje. Hiyoshi despreciaba a los hombres de Hachisuka como un puñado de cobardes bocazas que habían sido derrotados por sólo un par de hombres. Aguzó el oído y se preguntó perplejo qué era aquello. Caía una lluvia de cenizas que parecían volcánicas. Miró entre las ramas y vio que los hombres de Hachisuka habían prendido fuego mientras huían. El bosque estaba empezando a arder furiosamente en dos o tres lugares, y varios edificios detrás del Jozaiji estaban en llamas.

Hiyoshi saltó del árbol y echó a correr. Si perdía un solo momento moriría abrasado en el bosque. Aturdido, corrió hacia la ciudad incendiada. Las chispas revoloteaban en el cielo, las pavesas eran como pájaros y mariposas de fuego. Los blancos muros del castillo de Inabayama, ahora de un rojo brillante, parecían más cercanos que durante el día. Rojas nubes de guerra giraban a su alrededor.

—¡Es la guerra! —gritó Hiyoshi mientras corría por las calles—. ¡Es la guerra! ¡Es el final! ¡Sagiyama e Inabayama caerán! Pero en las ruinas quemadas la hierba volverá a crecer. ¡Y esta vez la hierba crecerá recta!

Tropezaba con la gente. Un caballo sin jinete pasó al galope por su lado.

En un cruce había un grupo de refugiados apiñados, temblando de terror. Hiyoshi, arrastrado por la excitación, corría a toda velocidad, gritando como un profeta de la catástrofe. ¿Adonde iba? No tenía ningún destino. No podía regresar al pueblo de Hachisuka, de eso no tenía duda. En cualquier caso, abandonaba sin pesar lo que más le disgustaba: un pueblo triste, un señor oscuro, la guerra civil y una cultura corrompida, todo ello dentro de la tierra envilecida de una sola provincia.

Pasó el invierno sin más abrigo que sus delgadas ropas de algodón, vendiendo agujas bajo un cielo frío, deambulando adondequiera que le llevaran los pies. Al año siguiente, el vigésimosegundo de Temmon, cuando los melocotoneros florecían por doquier, seguía gritando:

—¿No vais a comprar agujas? ¡Agujas de la capital! ¡Agujas de coser traídas de la capital!

Se aproximaba a las afueras de Hamamatsu, caminando tan libre de cuidados como siempre.

Un nuevo señor

Matsushita Kahei era natural de la provincia de Enshu. Hijo de un samurai rural, había llegado a ser servidor del clan Imagawa, con una propiedad en Suruga y un estipendio de tres mil kan. Era gobernador de la fortaleza de Zudayama y administrador del centro de postas junto al puente de Magome. En aquella época el río Tenryu se dividía en Gran y Pequeño Tenryu. La residencia de Matsushita se encontraba en las orillas del Gran Tenryu, un centenar de varas al este de Zudayama.

Aquel día Kahei regresaba del vecino castillo de Hikuma, donde se había entrevistado con un colega al servicio de Imagawa. Los funcionarios de la provincia se reunían con regularidad para reforzar su dominio del pueblo y precaverse de la invasión de los clanes vecinos, los Tokugawa, Oda y Takeda.

Kahei se volvió en su silla de montar y llamó a uno de sus tres ayudantes:

—¡Nohachiro!

El hombre que le respondió llevaba barba e iba armado con una lanza larga. Taga Nohachiro corrió hacia la montura de su señor. Viajaban por la carretera entre Hikumanawata y el transbordador de Magome. La calzada estaba bordeada de árboles y el paisaje de campos y arrozales era agradable.

—No es un campesino y no tiene el aspecto de un peregrino —musitó Kahei.

Nohachiro siguió la dirección de la mirada de Kahei. Sus ojos abarcaron el amarillo llameante de las flores de mostaza, el verde de la cebada y el agua somera de los arrozales, pero no vio a nadie.

—¿Hay algo sospechoso?

—Allí, en el sendero al lado de ese arrozal, hay un hombre. Parece pequeño como una garza. ¿Qué crees que se propone?

Nohachiro miró de nuevo y vio que, en efecto, había un hombre agachado en el sendero al lado del arrozal.

—Ve y averigua lo que está haciendo.

Nohachiro echó a correr por un estrecho sendero. En las provincias existía la regla de que cualquier cosa que despertara la menor sospecha debía ser investigada de inmediato. Los funcionarios provinciales eran especialmente sensibles con respecto a sus fronteras y la aparición de forasteros.

Nohachiro regresó e informó a su señor.

—Dice que es un vendedor de agujas de Owari. Viste una sucia blusa de algodón blanco, y por eso visto desde aquí te recuerda una garza. Es un tipo menudo con cara de mono.

—¡Ja, ja! No es ni garza ni cuervo, sino un mono, ¿eh?

—Y charlatán, por cierto. Le gusta soltar la lengua. Mientras le interrogaba trató de dar la vuelta a las cosas. Me preguntó quién es mi señor y, nada más decírselo, se levantó y miró hacia aquí con mucho descaro.

—¿Qué hacía encorvado de esa manera?

—Ha dicho que va a pasar la noche en una casa de huéspedes de Magome y que está recogiendo caracoles del estanque para la cena.

Kahei vio que Hiyoshi había vuelto a la carretera y reanudado su camino por delante de ellos.

—No tenía nada sospechoso, ¿verdad? —preguntó a Nohachiro.

—Nada que haya podido ver.

Kahei cogió de nuevo las riendas.

—No hay que culpar a la gente de baja cuna por sus malos modales —comentó, y entonces hizo un gesto con la cabeza a sus hombres y dijo—: Sigamos.

No tardaron mucho en alcanzar a Hiyoshi. Justo cuando pasaba por su lado, Kahei miró casualmente a su alrededor. Por supuesto, Hiyoshi se había retirado de la carretera y estaba arrodillado respetuosamente bajo una hilera de árboles. Sus ojos se encontraron.

—Esperad un momento. —Kahei tiró de las riendas, se volvió a sus ayudantes y les dijo—: Traed al vendedor de agujas. —Entonces, sin dirigirse a nadie en particular y con una nota de asombro en la voz, añadió—: Es un hombre fuera de lo corriente..., sí, hay en él algo diferente.

Nohachiro pensó que se trataba de otro de los caprichos de su patrono y se apresuró a cumplir la orden.

—¡Eh! ¡Vendedor de agujas! Mi patrono quiere hablar contigo. Sígueme.

Kahei miró a Hiyoshi desde lo alto de su caballo. ¿Cuál era el motivo de su fascinación ante aquel joven bajo y desaliñado, vestido con sucias ropas? No era su parecido con un mono lo que le había llamado la atención. Le dirigió una segunda mirada larga y fija, pero no logró desconcertarle... ¡Eran los ojos del muchacho! Alguien había dicho que los ojos son el espejo del alma. Kahei no veía mucho más de valor en aquella criatura menuda y seca, pero su mirada era tan risueña que le daba una sensación de frescura y parecía contener... ¿Cómo decirlo? ¿Una voluntad indomable o tal vez una imaginación sin límites?

Kahei se dijo que tenía magnetismo y llegó a la conclusión de que aquel muchacho de extraño aspecto le agradaba. Si le hubiera examinado más a fondo habría descubierto, ocultas tras la negra mugre del viajero, unas orejas tan rojas como la cresta de un gallo. Tampoco vio que, a pesar de que Hiyoshi era joven todavía, la gran capacidad que demostraría en años posteriores ya era patente en las líneas de su frente, que a primera vista le hacían parecer un viejo. Pero el discernimiento de Kahei no llegaba tan lejos. Sentía una insólita atracción hacia Hiyoshi mezclada con cierta vaga expectativa.

Incapaz de librarse de la sensación, pero sin decir una sola palabra a Hiyoshi, se volvió hacia Nohachiro y le dijo:

—Que venga con nosotros.

Entonces tiró de las riendas y partió al galope.

El portal principal, que daba al río, estaba abierto y varios servidores le aguardaban. Cerca del portal pastaba un caballo atado a un poste. Al parecer, un visitante había llegado durante su ausencia.

—¿Quién es? —preguntó Kahei mientras desmontaba.

—Un mensajero de Sumpu.

Kahei dio las gracias por la información y entró. Sumpu era la capital del clan Imagawa. La llegada de mensajeros no era infrecuente, pero Kahei estaba preocupado por su reunión en el castillo de Hikuma y se olvidó por completo de Hiyoshi.

—Eh, tú, ¿adonde crees que vas? —le preguntó en tono desafiante el portero cuando Hiyoshi se disponía a cruzar el portal detrás de los servidores.

Sus manos y el paquete atado con paja que llevaba a la espalda estaban salpicados de barro, y la cara le picaba debido al barro adherido a la piel. ¿Acaso el portero había creído que Hiyoshi, al mover nerviosamente la nariz, se estaba burlando de él? Lo cierto es que extendió un brazo para agarrar al muchacho por el cogote.

Hiyoshi retrocedió.

—Soy un vendedor de agujas —dijo al portero.

—Los buhoneros no cruzan esta puerta sin autorización. ¡Largo de aquí!

—Será mejor que consultes primero a tu señor.

—¿Y por qué habría de hacer eso?

—Le he seguido hasta aquí porque él me lo ha pedido. He venido con los samurais que acaban de entrar.

—No puedo imaginar que el señor traiga aquí chusma de tu jaez. Me pareces bastante sospechoso.

En aquel momento Nohachiro se acordó de Hiyoshi y volvió en su busca.

—Todo en orden —le dijo al portero.

—Muy bien, si tú lo dices...

—Ven conmigo, Mono.

El portero y los demás servidores se echaron a reír.

—Pero ¿quién es ese tipo? ¡Con la blusa blanca y el fardo de paja embarrado parece uno de los monos mensajeros de Buda!

Las voces estrepitosas llegaron a oídos de Hiyoshi, pero durante sus diecisiete años de vida había tenido numerosas oportunidades de oír las pullas que le dirigían los demás. ¿Le molestaban? ¿Se había acostumbrado a ellas? Parece ser que ni una cosa ni la otra. Cuando oía esa clase de observación se ruborizaba, como cualquier otro. Las orejas, sobre todo, se le volvían de un rojo brillante, lo cual era señal de que las mofas no le pasaban desapercibidas. Pero su conducta no reflejaba lo que sentía y estaba tan sereno como si hubieran vertido los insultos en los oídos de un caballo. En tales ocasiones mostraba incluso una simpatía cautivadora. Su corazón era como una flor mantenida erecta con un soporte de bambú que esperase pacientemente el fin de la tormenta. No permitiría que le afligiera la adversidad ni sería servil.

—Ahí tienes un establo vacío, Mono. Puedes esperar en él, donde tu estampa no ofenderá a nadie.

Tras decir esto, Nohachiro fue a ocuparse de sus asuntos.

Al anochecer, el aroma de la cena se expandió desde la ventana de la cocina. La luna se alzó por encima de los melocotoneros. Una vez finalizada la entrevista formal con el mensajero de Sumpu, se encendieron más faroles y se preparó un banquete de despedida, pues el hombre se pondría en camino al día siguiente. Llegaba desde la mansión, donde se estaba celebrando una representación de teatro Noh, el sonido de un tamboril y una flauta.

Los Imagawa de Suruga eran una familia orgullosa e ilustre. No sólo les interesaba la poesía, la danza y la música sino también todos los lujos de la capital: espadas taraceadas para sus samurais y elegantes kimonos interiores para sus mujeres. El mismo Kahei era un hombre de gustos sencillos. Sin embargo, su lujosa residencia tenía un aspecto muy diferente al de las mansiones de los samurais de Kiyosu.

Tendido sobre la paja que había esparcido por el suelo del establo vacío, Hiyoshi pensó que aquel Noh era bastante malo. La música le gustaba; no la entendía, pero le encantaba el alegre mundo de sueños que creaba, y le permitía olvidarse de todo. Sin embargo, su estómago vacío le impedía concentrarse y gemía interiormente, diciéndose que ojalá pudiera tomar prestados un cazo y un fogón.

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