Authors: Eiji Yoshikawa
Pero el destino puede ser terrible. ¿Podría considerarse como castigo divino lo que sucedió entonces? Adoptó a Yoshitatsu, el hijo de la que era concubina de su antiguo señor, pero no sabía con seguridad si el niño era suyo o del señor Toki, lo cual le preocupaba. A medida que Yoshitatsu crecía, las dudas de Dosan se incrementaban a cada día que pasaba.
Yoshitatsu era un hombre imponente que superaba los seis pies de altura. Cuando fue nombrado señor de Inabayama, su padre se trasladó al castillo de Sagiyama, al otro lado del río Nagara. Establecidos en las orillas opuestas del río, los destinos de padre e hijo estaban en el regazo de los dioses. Yoshitatsu se hallaba en la flor de la vida y hacía caso omiso del hombre al que suponía su padre. El viejo Dosan, cada vez más suspicaz, maldecía a Yoshitatsu y finalmente le desheredó, con la idea de colocar a su segundo hijo, Magoshiro, en el lugar de Yoshitatsu. Sin embargo, éste no tardó en comprender el plan.
Pero entonces Yoshitatsu contrajo la lepra y fue conocido como «el señor leproso». Era hijo del destino y excéntrico, pero también ingenioso y valiente. Yoshitatsu levantó fuertes para protegerse contra los ataques desde Sagiyama, y nunca rechazaba una oportunidad de luchar. Decidido a librarse de aquel despreciable «señor leproso», su propio hijo, Dosan se resignó a derramar sangre. Hikoju aspiró hondo.
—Por supuesto, los servidores de Dosan son bien conocidos en estos alrededores. Nos han pedido que incendiemos la ciudad fortificada.
—¡Incendiar la ciudad!
—Prender fuego de repente no serviría de nada. Antes de eso, tenemos que extender rumores, y cuando Yoshitatsu y sus servidores estén indecisos, elegiremos una noche ventosa y convertiremos la ciudad en un mar de llamas. Entonces las fuerzas de Dosan cruzarán el río y atacarán.
—Comprendo —dijo Hiyoshi, asintiendo y con una expresión de adulto. No revelaba admiración ni desaprobación—. Entonces nos han enviado aquí para que propalemos rumores e incendiemos todo esto.
—Exacto.
—Así pues, al final no somos más que unos agitadores, ¿no es cierto? Estamos aquí para excitar a la gente.
—Bueno, sí, podrías plantearlo así.
—Esa actividad de agitador, ¿no es propia de los marginados de más baja estofa?
—No tiene remedio. Desde hace muchos años, los Hachisuka dependemos del señor Dosan.
Hikoju veía las cosas de una manera muy sencilla. Hiyoshi se lo quedó mirando. Un ronin siempre era un ronin, pero a él le resultaba difícil acostumbrarse a la idea. Aunque obtenía su arroz de la mesa de un ronin, consideraba que su vida era preciosa y no tenía intención de perderla incautamente.
—¿Por qué ha venido el señor Shichinai?
—Está aquí para dirigir las operaciones. Con treinta o cuarenta hombres que entran en la zona por separado, necesitas a alguien que los coordine y supervise.
—Entiendo.
—Bien, ahora conoces los motivos de todo esto.
—Así es. Pero hay una cosa más que no entiendo. ¿Qué pinto yo aquí?
—¿Eh? ¿Tú?
—¿Qué esperan que haga? Hasta ahora no he recibido ninguna orden del señor Shichinai.
—A lo mejor, como eres menudo y ágil, te encargarán la tarea de prender los fuegos la noche que haya viento.
—Ya veo, un incendiario.
—Como hemos venido a esta ciudad obedeciendo órdenes secretas, no podemos permitirnos cualquier descuido. Cuando nos hacemos pasar por reparadores de arcos y vendedores de agujas, debemos tener cuidado y vigilar lo que decimos.
—Si se enteran de nuestro plan, ¿empezarán a buscarnos en seguida?
—Naturalmente. Si los samurais de Yoshitatsu tienen el menor atisbo de nuestros planes, habrá una matanza. Si nos capturan, tanto si eres solo tú como todos nosotros, será horrible.
Al principio Hikoju había considerado deplorable que Hiyoshi no supiera nada. Ahora parecía súbitamente inquieto por la posibilidad de que el Mono revelara el secreto. Hiyoshi lo comprendió así por su expresión.
—No te preocupes. Durante mis viajes me he acostumbrado a esta clase de cosas.
—¿No se te escapará nada? —le preguntó Hikoju en tono tenso—. Ya sabes que estamos en territorio enemigo.
—Lo sé.
—Bien, hemos de tener mucho cuidado para no despertar sospechas. —La espalda se le había puesto rígida, y se la golpeó dos o tres veces al levantarse—. ¿Dónde te alojas, Mono?
—En el callejón detrás de la posada donde se hospeda el señor Shichinai.
—¿Ah, sí? Bueno, te visitaré una de estas noches. Ten cuidado sobre todo con los demás huéspedes.
Nitta Hikoju se colgó los arcos del hombro y se encaminó a la ciudad.
Hiyoshi siguió sentado en los terrenos del templo, contemplando los lejanos muros blancos del castillo por encima de los árboles gingko. Ahora que estaba mejor informado sobre el conflicto entre la familia Saito y el mal que había engendrado, ni los muros inexpugnables como si fuesen de hierro ni la posición dominante de la escarpa le parecían realmente poderosos. Se preguntó quién sería el próximo señor del castillo. Tampoco Dosan tendría un final feliz, de eso estaba seguro. ¿Qué clase de fuerza puede existir en una tierra donde el señor y los servidores son enemigos? ¿Cómo puede el pueblo tener confianza cuando los señores de la provincia, padre e hijo, desconfían entre sí y maquinan el uno contra el otro?
Mino era una región fértil defendida por montañas en uno de los principales cruces de caminos entre la capital y las provincias. Estaba bendecida con recursos naturales, la agricultura y la industria prosperaban, el agua era limpia y las mujeres hermosas. ¡Pero estaba podrida! Hiyoshi no tenía tiempo para pensar en el gusano que se retorcía en el núcleo putrefacto de aquel lugar. Cruzó por su mente el interrogante sobre quién sería el próximo señor de Mino.
Lo que más le turbaba era el papel jugado por Hachisuka Koroku, el hombre que le daba de comer. Los ronin no tenían buena reputación, pero en el tiempo que llevaba al servicio de Koroku había tenido pruebas suficientes de que era un hombre honesto, poseía un linaje, aunque fuese distante, y podía decirse de él que tenía un excelente carácter. Hiyoshi se había convencido de que hacerle reverencias a diario y obedecer sus órdenes no era en absoluto vergonzoso, pero ahora esa seguridad estaba Saqueando.
Desde mucho tiempo atrás Dosan había ayudado económicamente a los Hachisuka, y sus vínculos de amistad con ellos eran fuertes. Era impensable que Koroku desconociera el carácter de Dosan, o que no estuviera informado de sus traiciones y atrocidades. Sin embargo, era un agitador en la lucha entre padre e hijo. Por mucho que reflexionara en el asunto, Hiyoshi no podía participar de buen grado en aquel plan. En el mundo había millares de ciegos. ¿Tal vez era Koroku uno de los más ciegos? A medida que aumentaba su sensación de repugnancia, todo lo que deseaba era marcharse de allí.
Hacia finales del décimo mes, Hiyoshi abandonó la casa de huéspedes para ir de un lado a otro tratando de vender su mercancía. En la esquina de una calleja se encontró con Hikoju, cuya nariz tenía un color rojo brillante a causa del viento seco. El reparador de arcos se le acercó y le puso una carta en la mano.
—Después de leer este papel, mastícalo y escúpelo al río —le advirtió.
Entonces, fingiendo que no le conocía, Hikoju giró a la derecha mientras Hiyoshi se alejaba en la dirección contraria. El muchacho sabía que la carta era de Shichinai. Su inquietud no había disminuido y el corazón empezó a latirle con fuerza.
Pensó que tenía que alejarse de aquella gente. Había examinado el problema muchas veces, pero la opción de huir era, a la larga, más peligrosa que la de quedarse donde estaba. Aunque se hallaba solo en la pensión, daba por sentado que vigilaban continuamente sus idas y venidas. Los más probable era que los mismos espías fuesen observados. Todos estaban unidos entre ellos como los eslabones de una cadena. Llegó a la sombría conclusión de que realmente seguían adelante con el plan. Tal vez su renuencia se debiera a apocamiento, pero no podía convencerse de que debía convertirse en un agitador brutal dedicado a confundir a la gente, crear problemas y convertir la ciudad en un infierno.
Había perdido por completo el respeto hacia Koroku. No quería servir a Dosan ni tampoco quería tener nada que ver con Yoshitatsu. Si iba a aliarse con alguien, sería con los ciudadanos, con los que simpatizaba, sobre todo con los padres y sus hijos, que eran siempre las principales víctimas de la guerra. Estaba muy impaciente por leer la misiva de inmediato.
Mientras caminaba, lanzando su grito de costumbre: «¡Agujas! ¡Agujas de la capital!», entró a propósito en una calle de un barrio residencial donde no le verían, y se detuvo a la orilla de un riachuelo.
—¡Maldita sea, aquí no puedo cruzar! —dijo alzando mucho la voz.
Miró a su alrededor y comprobó que la suerte le acompañaba, pues no se veía a nadie. Sin embargo, a fin de estar más seguro, se colocó ante el riachuelo y, mientras orinaba, miró a su alrededor, cerciorándose de que estaba solo. Entonces sacó la carta de entre los pliegues de sus ropas y leyó:
Esta noche, a la hora del perro, si el viento es del sur o del oeste, ve a los bosques detrás del templo Jozaiji. Si el viento es del norte o cesa por completo, no vayas.
Terminó de leer, rompió la carta en pequeños fragmentos, los arrugó hasta formar una pelotita y la masticó convirtiéndola en un duro taco.
—¡Vendedor de agujas!
Hiyoshi se sobresaltó y no tuvo tiempo de escupir la nota al río. Ocultó el papel dentro del puño.
—¿Quién es?
—Aquí. Quisiéramos comprarte unas agujas.
No se veía a nadie y Hiyoshi no podía saber de dónde procedía la voz.
—¡Aquí, vendedor de agujas!
En el otro lado del camino había un terraplén y, en lo alto, unos muros dobles de barro. Se abrió una puertecilla de mimbre en la pared y un joven asomó la cabeza. Hiyoshi respondió con vacilación. Toda residencia de samurais en aquel vecindario debía de pertenecer a un servidor del clan Saito, pero ¿de qué bando? Si pertenecía a un servidor de Dosan, no había nada que temer, pero si era de la facción de Yoshitatsu las cosas podían ponerse feas.
—Aquí hay una persona que desearía comprar agujas.
La inquietud de Hiyoshi se identificó, pero no tenía alternativa.
—Gracias —replicó aturdido.
Hiyoshi siguió al sirviente, cruzó la puertecilla de mimbre y rodeó un montículo artificial en lo que parecía ser un jardín trasero. La mansión probablemente pertenecía a un importante partidario del clan provincial. El edificio principal estaba separado de una serie de anexos. Hiyoshi caminó más despacio para contemplar la grandiosidad de los edificios y la pulcritud de las rocas y los arroyos artificiales. ¿Quién desearía comprar agujas en semejante lugar? Las palabras del sirviente sugerían que pertenecía a la familia del propietario, pero eso no tenía sentido. En una mansión tan imponente, la señora de la casa o su hija no comprarían personalmente agujas, y, en cualquier caso, no habría ningún motivo para llamar a un buhonero que pregonaba su mercancía en la calle.
—Espera aquí un momento —le dijo el sirviente, dejándole en un rincón del jardín.
Un edificio de dos plantas con bastas paredes de yeso, bastante separado de la casa principal, llamó la atención de Hiyoshi. El primer piso parecía ser un gabinete y el superior una biblioteca.
—Señor Mitsuhide —llamó el joven sirviente—. He traído al hombre.
Mitsuhide apareció en una ventana cuadrada muy similar a la abertura de una almena. Era un hombre joven, de veinticuatro o veinticinco años, la tez clara y una expresión de inteligencia en los ojos. Se asomó a la ventana. Sujetaba unos libros con una mano.
—Ahora bajo, llévale a la terraza —dijo, y desapareció en el interior.
Hiyoshi alzó la vista y reparó por primera vez en que alguien podía haberle visto por encima del muro cuando estaba ante el riachuelo leyendo la carta. No tenía duda de que le habían observado y aquel Mitsuhide había entrado en sospechas y estaba a punto de interrogarle. Pensó que, si no se inventaba algo, se vería en apuros. Cuando estaba ideando alguna explicación, el joven sirviente le hizo una seña y le dijo:
—Va a venir el sobrino del señor, así que espera en la terraza y cuida tus modales.
Hiyoshi se arrodilló a cierta distancia de la terraza, con los ojos bajos. Al cabo de un rato, al ver que nadie salía, alzó la vista. Le sorprendió la cantidad de libros que había en la casa, estaban por doquier, encima y alrededor de la mesa y los estantes, así como en las otras habitaciones de la primera y la segunda planta. Allí parecía morar una persona de erudición, ya fuese el señor de la casa o su sobrino. Hiyoshi no estaba acostumbrado a ver libros. Al mirar a su alrededor, observó otras dos cosas: entre las tablas horizontales de la pared colgaba una buena lanza, y en un receso practicado en la misma pared había un mosquete apoyado.
Finalmente el hombre entró en la estancia y se sentó en silencio ante el escritorio. Apoyando el mentón en las manos, miró fijamente a Hiyoshi, como si se estuviera concentrando en los ideogramas chinos de un libro.
—Hola, chico.
—Soy vendedor de agujas —dijo Hiyoshi—. ¿Os interesa comprar unas agujas, señor?
Mitsuhide asintió.
—Sí, me interesa, pero antes quisiera preguntarte algo. ¿Estás aquí para vender agujas o para espiar?
—Para vender agujas, por supuesto.
—Entonces, dime, ¿por qué has venido a un paseo de una zona residencial como ésta?
—Pensé que sería un atajo.
—Estás mintiendo. —Mitsuhide se inclinó un poco a un lado—. Nada más verte me he dado cuenta de que eres un viajero y buhonero experimentado. Así pues, deberías ser lo bastante juicioso para saber si puedes o no puedes vender agujas en una residencia de samurais.
—Pues las he vendido, aunque pocas veces...
—Ya, me lo imagino.
—Pero puede hacerse.
—Bien, dejemos eso de momento. ¿Qué estabas leyendo en un lugar apartado como éste?
—¿Qué?
—Sacaste furtivamente un trozo de papel, creyendo que no había nadie a tu alrededor. Pero en cualquier parte hay vida, hay ojos. Y también las cosas hablan a quienes tienen oídos para oír. ¿Qué estabas leyendo?
—Una carta.
—¿Alguna clase de correspondencia secreta?
—Estaba leyendo una carta de mi madre —respondió Hiyoshi con toda naturalidad.