Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Y bien?
—Entonces oí un grito. Los había matado a los dos, y corrí a la casa para deciros lo que había ocurrido.
—¿Qué dirección ha tomado?
—La última vez que le vi, tenía las manos en lo alto del muro, por lo que supongo que lo ha saltado. He oído un ruido que podría haber sido un chapoteo en el agua del foso.
—Captúrale, Shinshichi. Envía en seguida hombres al camino del pueblo.
Tras impartir estas órdenes, él mismo corrió hacia la puerta principal con una energía aterradora.
Kuniyoshi, bañado en sudor, no sabía lo ocurrido y no hacía caso del paso del tiempo. Sólo el arma existía para él y le absorbía por completo. Las chispas de la fragua volaban a su alrededor. Finalmente, utilizando limaduras de hierro, había confeccionado la pieza que necesitaba. Aliviado por haber hecho su trabajo, meció el mosquete en sus brazos. De todos modos, no confiaba plenamente en que la bola saliera volando del cañón. Dirigió el arma descargada hacia la pared para probarla. Al apretar el gatillo, produjo un chasquido satisfactorio.
El herrero se dijo que parecía funcionar bien, pero si la entregaba a Koroku y éste le encontraba otro defecto, se vería en un gran apuro. Echó pólvora y una bola en el cañón, llenó la cazoleta del cebo, dirigió la boca del arma al suelo y disparó. Con un fuerte estampido, la bola produjo un pequeño cráter en el suelo.
«¡Lo he conseguido!»
Pensando en Koroku, cargó de nuevo el arma, salió corriendo de la choza y avanzó por el sendero entre los espesos árboles que conducía al jardín.
—¡Eh, tú! —gritó un hombre apenas visible a la sombra de un árbol.
Kuniyoshi se detuvo.
—¿Quién es? —preguntó.
—Soy yo.
—¿Quién?
—Watanabe Tenzo.
—¿Eh? ¡El sobrino del señor!
—No te sorprendas tanto, aunque comprendo tus motivos. Esta mañana estaba atado a un árbol e iba a ser usado para probar un arma, y ahora aquí me tienes.
—¿Qué ha ocurrido?
—Eso no es asunto tuyo. Es un asunto entre tío y sobrino. Me ha dado un buen rapapolvo.
—Eso ha hecho, ¿eh?
—Escucha, en este preciso momento, en el estanque Shirahata del pueblo, los campesinos y unos samurais de la vecindad se han trabado en una pelea. Hacia allá han ido mi tío, Oinosuke, Shinshichi y sus hombres. Yo tengo que seguirles en seguida. ¿Has podido terminar el arma?
—Así es.
—Pues dámela.
—¿Es ésa una orden del señor Koroku?
—Sí. Dámela. Si el enemigo huye, no podremos probarla.
Tenzo arrebató el arma de la mano de Kuniyoshi y desapareció en el bosque.
«Qué extraño es esto», pensó el herrero, y fue en pos de Tenzo, el cual se abría paso entre los árboles a lo largo del muro externo. Le vio escalar el muro y saltar, cayendo muy cerca del otro lado del foso. Metido hasta el pecho en las fétidas aguas, no perdió el tiempo en salvar, chapoteando, la distancia restante, como un animal silvestre.
—¡Ah! ¡Se escapa! ¡Socorro! ¡Allí!
Kuniyoshi gritaba tan fuerte como podía desde lo alto del muro.
Tenzo salió del agua con el aspecto de una rata cubierta de barro, y se volvió hacia Kuniyoshi. Le apuntó con el arma y disparó.
El mosquete produjo un ruido horrible. El cuerpo de Kuniyoshi cayó desde lo alto del muro de tierra. Tenzo corrió a través de los campos, saltando como un leopardo en huida.
***
«¡Asamblea!»
El aviso estaba firmado por el jefe del clan, Hachisuka Koroku. Al anochecer, la mansión se llenó de samurais, tanto dentro como fuera del portal.
—¿Una batalla?
—¿Qué creéis que ha sucedido? —preguntaban, excitados por la perspectiva de la lucha.
Aunque solían dedicarse a arar sus campos, vender capullos de seda, criar caballos e ir al mercado igual que los campesinos y los mercaderes ordinarios, en lo fundamental eran muy diferentes de éstos. Se ufanaban de sus linajes marciales y estaban descontentos de su suerte. Si se presentaba la oportunidad, no vacilarían en empuñar las armas para desafiar al destino y crear una tormenta. Hombres como aquéllos habían sido partidarios fieles y leales del clan durante generaciones.
Oinosuke y Shinshichi estaban fuera de los muros, impartiendo instrucciones.
—Rodead el jardín.
—No hagáis tanto ruido.
—Pasad por la puerta principal,
Todos los hombres estaban armados con espadas largas de combate. Sin embargo, como miembros de un clan provincial, no vestían armadura completa y sólo llevaban guanteletes y espinilleras.
—Vamos a entrar en combate —conjeturó un hombre.
Los límites del dominio de Hachisuka no estaban claramente definidos. Aquellos hombres no pertenecían a ningún castillo ni habían jurado fidelidad a ningún señor. No tenían ni aliados ni enemigos evidentes pero de vez en cuando iban a la guerra cuando las tierras del clan sufrían una invasión, cuando establecían alianzas con el señor local o cuando señores de provincias distantes contrataban a los hombres del clan como mercenarios y agitadores. Algunos dirigentes de clanes convocaban a sus tropas para conseguir dinero, pero a Koroku nunca le habían tentado las ganancias personales. Sus vecinos, los Oda, así lo reconocían, al igual que los Tokugawa de Mikawa y los Imagawa de Suruga. Los Hachisuka sólo eran una más entre varias familias provinciales poderosas, pero tenían el suficiente prestigio para que ningún otro clan amenazara sus tierras.
Tras haber dado el aviso de la convocatoria, el clan entero se presentó en seguida. Reunidos en el espacioso jardín, los hombres miraban expectantes a su líder, el cual había subido a un montículo artificial donde permanecía silencioso como una estatua de piedra, bajo la luna en el cielo crepuscular. Su armadura era de cuero negro y llevaba al costado una espada larga. Aunque su equipo parecía ligero, su dignidad de jefe de un clan guerrero era inequívoca.
Koroku anunció a la silenciosa asamblea formada por cerca de doscientos hombres que, desde aquel día, Watanabe Tenzo ya no era miembro de su clan. Tras exponer claramente las circunstancias, pidió disculpas por sus propios fallos.
—Nuestra penosa situación actual se debe a mi negligencia. Tenzo debe ser castigado con la muerte por haber huido. No dejaremos una sola piedra sin levantar ni una brizna de hierba sin apartarla. Si permitimos que viva, los Hachisuka llevarán el estigma de ladrones durante cien años. Por nuestro honor, por nuestros antepasados y nuestros descendientes, tenemos que capturar a Tenzo. No le consideréis mi sobrino. ¡Es un traidor!
Estaba terminando su discurso cuando un explorador regresó a la carrera.
—Tenzo y sus hombres están en Mikuriya —informó—. Esperan un ataque y están fortificando el pueblo.
Cuando supieron que su enemigo era Watanabe Tenzo, los hombres parecieron un poco abatidos, pero al enterarse de las circunstancias se infundieron ánimos para restaurar el honor del clan. Con paso resuelto, se dirigieron al arsenal, donde había un asombroso surtido de armas. En el pasado, armas y armaduras solían ser abandonadas en el campo después de cada batalla, pero ahora, cuando no se percibía el final de la guerra civil y el país se hundía en la oscuridad y la inestabilidad, las armas se habían convertido en posesiones muy valiosas. Podían encontrarse en la casa de cualquier agricultor, y una espada o una lanza eran, después de los alimentos, los objetos más vendibles por dinero contante.
Un número considerable de las armas que contenía el arsenal estaban allí casi desde la fundación del clan, y su cantidad había aumentado rápidamente desde que Koroku era el jefe, pero no había armas de fuego. El hecho de que Tenzo hubiera huido con su único mosquete había enfurecido tanto a Koroku que sólo la acción podía calmar su cólera. Consideraba a su sobrino como un animal..., descuartizarle sería tener demasiada consideración con él. Juró que no se quitaría la armadura ni dormiría hasta conseguir la cabeza de Tenzo.
Koroku partió hacia Mikuriya al frente de sus tropas.
Cerca del pueblo la columna se detuvo. Enviaron un explorador, el cual les informó a su regreso de que el color rojizo del cielo nocturno se debía a los incendios causados por Tenzo y sus hombres, los cuales estaban saqueando el pueblo. Siguieron adelante y en la carretera se encontraron con campesinos que huían llevándose a sus hijos, familiares enfermos y enseres domésticos, así como su ganado. Al tropezarse con los hombres de Hachisuka, se asustaron todavía más.
Aoyama Shinshichi les tranquilizó.
—No hemos venido a saquear, sino a castigar a Watanabe Tenzo y sus rufianes —les dijo.
Los lugareños se calmaron y dieron rienda suelta a su resentimiento por las atrocidades de Tenzo y sus hombres, quienes estaban saqueando el pueblo. Sus delitos no se limitaban al robo de una jarra a Sutejiro. Además de recaudar la contribución territorial para el señor de la provincia, había establecido sus propias reglas y recaudado un segundo impuesto al que llamaba «tasa de protección» sobre los campos y arrozales. Había tomado posesión de los diques en lagos y ríos, cobrando la llamada «tasa del agua». Si alguien se atrevía a expresar su descontento, Tenzo enviaba hombres para que devastaran sus campos y arrozales. Además, amenazando con pasar a cuchillo a familias enteras, acabó con las iniciativas de informar secretamente al señor de la provincia. En cualquier caso, el señor estaba demasiado preocupado por los asuntos militares para interesarse por detalles como la ley y el orden.
Tenzo y sus cómplices hacían lo que se les antojaba: se entregaban a juegos de azar, sacrificaban vacas y pollos en los terrenos del santuario para comerse su carne, mantenían fulanas y utilizaban las dependencias del santuario como arsenal.
—¿Qué ha hecho esta noche la banda de Tenzo? —preguntó Shinshichi.
Los lugareños hablaron al mismo tiempo. Resultó que los canallas habían empezado por sacar lanzas y alabardas del santuario. Estaban tomando sake y hablando a gritos de luchar a muerte, cuando de repente empezaron a saquear las casas y prenderles fuego. Finalmente se reagruparon y huyeron con sus armas, alimentos y cualquier cosa de valor. Parecía como si, al armar tanto jaleo diciendo que lucharían hasta la muerte, confiaran en disuadir a cualquier posible perseguidor.
Koroku se preguntó si su sobrino le habría superado en táctica. Dio una patada en el suelo y ordenó a los lugareños que regresaran a sus hogares. Sus hombres les siguieron, y juntos intentaron controlar los incendios. Koroku arregló el santuario profanado y, al alba, se postró en actitud orante.
—Aunque Tenzo sólo representa a una rama de nuestra familia, sus maldades se han convertido en delitos de todo el clan Hachisuka. Pido perdón y juro que será castigado con la muerte, que estos lugareños podrán vivir tranquilos y que haré ricas ofrendas a los dioses de este santuario.
Mientras oraba, sus tropas permanecían en silencio a cada lado.
Los lugareños se preguntaban unos a otros si aquél podía ser el jefe de un grupo de bandidos. Estaban confusos y suspicaces, lo cual no era de extrañar porque, en nombre de los Hachisuka, Watanabe Tenzo había cometido muchos crímenes. Como era sobrino de Koroku, todos estaban atemorizados, suponiendo que aquel hombre, que era el jefe de Tenzo, no se diferenciaba de éste. En cuanto a Koroku, sabía que si los dioses y el pueblo no estaban de su parte, fracasaría sin remedio.
Por fin regresaron los hombres que habían sido enviados en pos de Tenzo.
—Tenzo tiene una fuerza de unos setenta hombres —informaron—. Sus huellas indican que han ido a las montañas de Higashi Kasugai y huyen hacia la carretera de Mino.
Koroku les dio órdenes:
—La mitad de vosotros regresaréis para proteger la casa de Hachisuka. La mitad de los restantes os quedaréis aquí para ayudar a los lugareños y mantener el orden público. Los demás vendréis conmigo.
Tras haber dividido a sus fuerzas, no le quedaban más que cuarenta o cincuenta hombres para ir en pos de Tenzo. Después de cruzar Komaki y Kuboshiki, dieron alcance a una parte de la banda. Tenzo había apostado vigías a lo largo de varios caminos, y cuando vieron que les seguían, sus hombres empezaron a tomar una ruta indirecta. Corrió la noticia de que se dirigían desde la cima de Seto al pueblo de Asuke.
***
Era alrededor de mediodía del cuarto día después del incendio de Mikuriya, y hacía calor. Los caminos eran empinados y los hombres de Tenzo tenían que llevar sus armaduras puestas. Era evidente que la banda estaba cansada de huir. A lo largo de los caminos habían abandonado bultos y caballos, aligerándose gradualmente de su carga, y cuando llegaron a la garganta del río Dozuki estaban hambrientos, exhaustos y empapados en sudor. Mientras bebían, la pequeña fuerza de Koroku se deslizó a ambos lados de la garganta en un movimiento de pinza. Piedras y cantos rodados llovieron, sobre los fugitivos, y las aguas del río no tardaron en teñirse de sangre. Algunos fueron traspasados con las espadas, otros golpeados hasta la muerte y otros arrojados al río. Se trataba de hombres que, de ordinario, estaban en buenas relaciones, muchos de ellos unidos por lazos de sangre, pues los miembros de cada facción tenían tíos o primos en la otra. Era un ataque del clan contra sí mismo, pero inevitable. En realidad formaban un sólo cuerpo de hombres, y por ello mismo era preciso amputar las raíces del mal.
Koroku, con su valor sin igual, estaba cubierto por la sangre fresca de sus familiares. Llamó gritando a Tenzo para que diera la cara, pero fue en vano. Diez de sus hombres habían caído, pero el otro bando casi había sufrido una matanza. Sin embargo, Tenzo no estaba entre los muertos. Parecía haber abandonado a sus hombres y logrado huir por los senderos de montaña.
«¡El muy cerdo!», se dijo Koroku, apretando los dientes. Su sobrino se dirigía a Kai.
Koroku estaba en pie en una de las cimas cuando de súbito se oyó el estampido de un solo disparo, que resonó a través de las montañas. El sonido del arma parecía burlarse de él. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. En aquel momento reflexionó en que él y su sobrino, que no era más que el mal encarnado, tenían, al fin y al cabo, la misma sangre. Vertía lágrimas de pesar por su propia inutilidad. Profundamente desalentado, trató de pensar a fondo en el problema y se dio cuenta de que estaba lejano el día en que podría superar la categoría de jefe de clan para convertirse en el dirigente de una provincia. Tenía que admitir que era incapaz de tal cosa. Si ni siquiera sabía cómo controlar a uno de sus propios parientes... La fuerza por sí sola no bastaba si uno carecía de una política de gobierno o de disciplina doméstica. De repente, una amarga sonrisa apareció entre sus lágrimas. Se había dado cuenta de que, después de todo, aquel bastardo le había enseñado algo. Entonces dio la orden de retirada.