Authors: Eiji Yoshikawa
—Hoy no había ninguna razón para que te ayudara, pues el razonamiento de mis servidores ha sido correcto. Como he sido informado de esto en privado por el señor Shohaku, es como si no me hubiera enterado todavía y te enviara a una misión. ¿Entendido?
—Lo entiendo muy bien. Lo he grabado en mi corazón.
Hiyoshi tenía la nariz obstruida. Se inclinó ante Kahei una y otra vez.
Aquella noche abandonó la casa de Matsushita.
Volvió la cabeza hacia la mansión y juró que jamás olvidaría la generosidad de Kahei. Abrumado por tanta amabilidad, se preguntó cómo podría corresponderle. Sólo quien estaba siempre rodeado por la brutalidad y el ridículo podía percibir tan intensamente la simpatía de otra persona.
Algún día..., algún día. Cada vez que le impresionaba algo o se sentía abrumado por los acontecimientos, repetía estas palabras como la plegaria de un peregrino.
Una vez más deambulaba como un perro sin hogar, sin destino y sin trabajo. El río Tenryu estaba crecido, y cuando Hiyoshi estuvo lejos de cualquier morada humana sintió deseos de llorar por su soledad y el sino desconocido que le aguardaba. Ni el universo ni las estrellas ni las aguas podían darle alguna señal.
—¡Perdonad! —dijo alguien por segunda vez.
Otowaka, que aquel día estaba libre de servicio, se encontraba en el dormitorio de su regimiento, sesteando. Se despertó, alzó la cabeza y miró a su alrededor.
—¿Quién es?
—Soy yo —respondió una voz más allá del seto, donde los zarcillos de las enredaderas se entrelazaban con las hojas y las espinas de los naranjos chinos.
Desde el balcón, Otowaka vio que había alguien al otro lado del seto cubierto de polvo y salió a la terraza.
—¿Quién eres? Si traes algún recado, entra por la puerta principal.
—Está cerrada.
Otowaka estiró el cuello para ver bien al recién llegado.
—¡Vaya, pero si es el Mono, el hijo de Yaemon! ¿Me equivoco?
—Lo soy.
—¿Por qué no has dicho quién eras en vez de susurrar ahí afuera como un fantasma?
—Es que la puerta principal está cerrada, y al asomarme a la parte trasera te he visto durmiendo —respondió con deferencia—. Me ha parecido que te inquietabas un poco y he pensado que sería mejor llamarte de nuevo.
—No tienes por qué ser tan reservado. Supongo que mi mujer ha cerrado la puerta cuando salió a comprar. Voy a abrirte.
Una vez que Hiyoshi, tras lavarse los pies, hubo entrado en la casa, Otowaka se quedó mirándole durante largo rato.
—¿Qué has estado haciendo? —le preguntó por fin—. Han pasado dos años desde que nos encontramos en la carretera. Durante todo este tiempo no hemos sabido si estabas vivo o muerto, y tu madre estaba terriblemente preocupada, ¿le has comunicado que estás bien?
—Todavía no.
—¿No vas a tu pueblo?
—He pasado por allí antes de venir a verte.
—¿Y no has ido a saludar a tu madre?
—La verdad es que anoche fui a escondidas a la casa, pero tras echar una mirada a mi madre y mi hermana, di media vuelta y me vine aquí.
—Eres un chico extraño. Has nacido en esa casa, ¿no es cierto? ¿Por qué no les has tranquilizado haciéndoles saber que estás sano y salvo?
—La verdad es que ansiaba verlos, pero cuando salí de casa juré que no regresaría hasta que hubiera logrado ser algo en la vida. Tal como soy ahora, no podría mirar a mi padrastro a la cara.
Otowaka volvió a mirarle con detenimiento. El polvo, la lluvia y el rocío habían vuelto gris la blusa de algodón blanco de Hiyoshi. Su cabello grasiento y sus mejillas delgadas y tostadas por el sol contribuían de algún modo a darle un aspecto de extrema fatiga. Era la imagen de un hombre que no había logrado alcanzar su objetivo.
—¿Cómo te ganas la vida?
—Vendo agujas.
—¿No trabajas para nadie?
—Trabajé en dos o tres sitios, en casas de samurais de rango no demasiado alto, pero...
—Supongo que, como de costumbre, pronto te cansaste de ellos. ¿Qué edad tienes?
—Diecisiete.
—Si un hombre es estúpido de nacimiento, no puede hacer nada por evitarlo, pero no debe irse de la mano haciéndose el bobalicón. Existe un límite. Los necios encajan con paciencia que les traten como necios, pero eso no es aplicable a ti y tus errores. Mira, es natural que su madre se aflija y tu padrastro esté molesto. ¿Qué diablos vas a hacer ahora, Mono?
Aunque Otowaka reñía a Hiyoshi por su falta de perseverancia, también se apenaba por él. Había sido amigo íntimo de Yaemon y sabía bien que Chikuami había tratado severamente a su hijastro. Rogó por que Hiyoshi llegara a hacer algo en la vida para satisfacer a su difunto padre.
En aquel momento regresó la mujer de Otowaka y salió en defensa de Hiyoshi.
—Es el hijo de Onaka, no el tuyo. ¿A quién crees que estás riñendo? No haces más que gastar saliva. Lo siento por el muchacho.
La mujer fue en busca de una sandía que se había estado enfriando en el pozo, la cortó y sirvió una porción a Hiyoshi.
—¿No tiene más que diecisiete años todavía? Claro, no sabe nada de nada. Piensa en cuando tenías su edad. Aunque pasas de los cuarenta, sigues siendo un soldado de infantería, es decir, bastante ordinario, ¿no te parece?
—Cállate —le dijo Otowaka, al parecer herido—. Precisamente porque no creo que los jóvenes deban vivir como yo, tengo algo que decirles. Tras la ceremonia de la mayoría de edad se les considera adultos, pero a los diecisiete años ya tienen que ser hombres. Tal vez sea un tanto irrespetuoso, pero mira a nuestro patrono, el señor Nobunaga. ¿Qué edad crees que tiene? —Empezó a decírselo, pero entonces se apresuró a cambiar de tema, tal vez por temor a entablar una discusión con su esposa—. Ah, sí, es muy probable que mañana salgamos nuevamente de caza con Su Señoría, y al regresar practicaremos las maneras de vadear el río Shonai a caballo y nadando. Prepara mis cosas..., una cuerda para mi armadura y mis sandalias de paja.
Hiyoshi, que escuchaba con la cabeza baja, la alzó y dijo:
—Discúlpame, señor.
—¿Otra vez con formalismos?
—No es ésa mi intención. ¿Tanto se dedica a cazar y nadar el señor Nobunaga?
—No está bien que lo diga, pero es un chico tremendamente juguetón.
—Es un alocado, ¿verdad?
—Eso parece, pero hay ocasiones en las que puede comportarse con toda corrección.
—Tiene mala reputación desde un extremo del país al otro.
—¿Es eso cierto? Entonces supongo que no es muy popular entre sus enemigos.
Hiyoshi se incorporó de repente.
—Siento de veras haberte molestado en tu día libre —le dijo.
—No me digas que has de marcharte tan temprano. ¿Por qué no pasas aquí la noche, por lo menos? ¿Acaso he herido tus sentimientos?
—No, en absoluto.
—No te detendré si insistes, pero ¿por qué no vas a ver a tu madre?
—Sí, eso haré. Esta noche iré a Nakamura.
—Así me gusta.
Otowaka acompañó a Hiyoshi hasta la puerta y le despidió, pero se quedó con la sensación de que el muchacho le engañaba.
Hiyoshi no fue a su casa aquella noche. ¿Dónde durmió? Es posible que pernoctara en un santuario al lado de la carretera, o quizá bajo los aleros de un templo. Había recibido dinero de Matsushita Kahei, pero la noche anterior, en Nakamura, lo había arrojado al patio de su casa. No le quedaba nada de dinero, pero como la noche veraniega era corta, no tenía que esperar mucho a que amaneciera.
A primera hora del día siguiente salió del pueblo de Kasugai y se encaminó despaciosamente a Biwajima, comiendo mientras andaba. Tenía atadas al cinto varias bolas de arroz envueltas en hojas de loto. Pero ¿cómo era posible que comiera sin dinero?
El alimento puede encontrarse en cualquier parte, porque es un regalo del cielo a la humanidad. Esto era para Hiyoshi un artículo de fe. Las aves y las bestias reciben la generosidad del cielo, pero al hombre se le ha ordenado que trabaje para el mundo, y quienes no trabajan no pueden comer. Los seres humanos que viven sólo para comer son ignominiosos. Si trabajan, recibirán naturalmente el don del cielo. En otras palabras, para Hiyoshi el trabajo estaba antes que el hambre.
Cada vez que Hiyoshi quería trabajar, se detenía junto a un edificio en construcción y ofrecía sus servicios a los carpinteros o peones. Si veía a un hombre tirando de una pesada carreta, él empujaba por detrás; si veía un portal sucio, preguntaba si le prestarían una escoba para barrerlo. Trabajaba aunque no se lo pidieran y, como lo hacía a conciencia, siempre le recompensaban con un cuenco de comida o unas monedas para que prosiguiera su viaje. Su manera de vivir no le avergonzaba, porque no se humillaba como un animal. Trabajaba para el mundo y creía que el cielo le daría lo que necesitaba.
Aquella mañana, en Kasugai, había topado con el taller de un herrero que había abierto temprano. La esposa tenía hijos de los que ocuparse, y así, tras echar una mano en la limpieza de la herrería, sacar las dos vacas a pastar e ir al pozo para llegar los tinajas de agua, Hiyoshi fue recompensado con el desayuno y unas bolas de arroz para la tarde.
Contempló el cielo matinal y se dijo que probablemente haría otro día caluroso. La comida sostendría su vida, fugaz como el rocío, durante otro día, pero sus pensamientos no estaban en armonía con los pensamientos de los demás. Tenía la certeza de que, en un día tan caluroso, el señor Nobunaga iría al río, y Otowaka le había dicho que él también estaría allí.
Veía a lo lejos el río Shonai. Se levantó de la hierba, humedecido por el rocío matinal, fue a la orilla del río y se quedó contemplando ociosamente la hermosa cinta de agua.
Todos los años, desde la primavera al otoño, el señor Nobunaga no se perdía una sola oportunidad de practicar el vadeo del río. Pero ¿dónde lo hacía? Hiyoshi pensó que debería habérselo preguntado a Otowaka. Las piedras de la orilla se estaban secando al sol, el cual brillaba intensamente en la hierba, las bayas y las sucias ropas de Hiyoshi. Éste se sentó cerca de unos arbustos, decidido a esperar allí de todos modos. El señor Nobunaga..., el malicioso patrono de los Oda... ¿Qué clase de hombre sería? Como si fuese un talismán pegado con engrudo, el nombre de Nobunaga no desaparecía de su mente, tanto si estaba despierto como dormido.
Hiyoshi quería conocerle y por eso había ido aquella mañana a la orilla del río. Aunque Nobunaga había sucedido a Oda Nobuhide, ¿podría sobrevivir mucho tiempo, dado su carácter caprichoso y violento? Según la opinión general, era tan estúpido como enojadizo.
Hiyoshi había creído ese chisme durante años, entristecido por el hecho de que su provincia natal fuese tan pobre y estuviera regida por un señor tan indigno. Pero tras ver las verdaderas circunstancias en otras provincias, empezaba a pensar de un modo distinto. No, no sabía realmente cómo era aquel hombre. Una guerra no se ganaba el día de la batalla. Cada provincia tenía su propio carácter, y en cada una de ellas se daban las apariencias y la realidad. Incluso una provincia que pareciera superficialmente débil podía tener una fuerza oculta. Y a la inversa, las provincias que parecían fuertes, como Mino y Suruga, podían estar podridas en su interior.
Rodeados por provincias extensas y fuertes, los dominios de los Oda y los Tokugawa parecían pequeños y pobres. Sin embargo, en aquellas pequeñas provincias se ocultaban fuerzas que las provincias más extensas no poseían y sin las cuales no habrían podido sobrevivir.
Si Nobunaga era tan necio como decían, ¿cómo se las había ingeniado para retener el castillo de Nagoya? Ahora Nobunaga tenía diecinueve años y habían transcurrido tres desde la muerte de su padre. Durante esos tres años, el general joven, violento y de cabeza hueca, sin talento ni inteligencia, no sólo había defendido su herencia, sino que mantenía un firme dominio de la provincia. ¿Cómo podía hacer tal cosa? Algunos afirmaban que no era la obra del mismo Nobunaga sino de sus eficientes servidores, a cuyo cargo un padre preocupado había confiado a su hijo: Hirate Nakatsukasa, Hayashi Sado, Aoyama Yosaemon y Naito Katsusuke. El poder colectivo de esos hombres era el sostén de los Oda, y el joven señor no era más que una figura decorativa. Mientras sobrevivieran los servidores del señor anterior, todo iría bien, pero cuando uno o dos murieran y el sostén se viniera abajo, la caída de los Oda sería evidente para todo el mundo. Entre los más deseosos de ver tal cosa se hallaban, naturalmente, Saito Dosan de Mino e Imagawa Yoshimoto de Suruga. Nadie disentía de esta opinión.
—¡Hiyaa!
Al oír un grito de guerra, Hiyoshi miró a su alrededor. Un polvo amarillo se alzaba cerca del extremo superior del río. Se puso en pie y aguzó el oído. No podía ver nada pero pensó, excitado, que estaba ocurriendo algo. ¿Sería una batalla? Echó a correr por la hierba y, unas doscientas varas más adelante, vio lo que sucedía. Las tropas de Oda, a las que esperaba desde la mañana, habían llegado al río y ya estaban realizando sus maniobras.
Aunque los llamaban eufemísticamente «pesca fluvial», «cetrería» o «práctica de natación militar», para los señores de la guerra el único objetivo de aquellos ejercicios era la preparación militar. Si uno descuidaba los preparativos militares, el término de su vida no tardaría en llegar.
Oculto entre las altas hierbas, Hiyoshi exhaló un suspiro. Al otro lado del río había un campamento improvisado entre la orilla y la herbosa llanura que se extendía más arriba. Unas cortinas con el blasón de la familia Oda colgaban entre varias pequeñas chozas de descanso, agitadas por el viento. Había soldados, pero Nobunaga no estaba a la vista. En la orilla en que Hiyoshi se encontraba había un campamento similar. Los caballos relinchaban y piafaban, y las voces excitadas de los guerreros en ambas orillas eran lo bastante fuertes para provocar ondas en el agua. Un caballo solitario sin jinete chapoteó alocadamente por el centro del río y finalmente saltó a tierra corriente abajo.
Hiyoshi se dijo, asombrado, que hacían pasar aquello por práctica de natación.
La opinión popular era, en su mayor parte, errónea. Se decía de Nobunaga que era débil de mente y violento, pero si uno pedía pruebas de ello, parecía que nadie se había molestado realmente en comprobar si era cierto o no. Todos veían que Nobunaga salía del castillo en primavera y verano para ir a cazar o nadar, y eso era todo. Aquello era un adiestramiento militar con todas las de la ley.